La constancia de Floriano
Un hombre convive con su soledad en un paraje inhóspito de la estepa patagónica.
Los senderos que antes supo desandar sin obstáculos, hoy están lacerados por alambradas que demarcan tierras privadas de un dueño extranjero que él desconoce.
Sus treinta y cuatro chivas deben caminar cada vez más lejos para hallar un poco de pasto.
Una mañana salieron del corral y ya no regresaron.
¿A quién le conviene que el campo se vacie?
Texto: Migue Roth | Fotos: Pablo Tosco, Bruno Grappa y Migue Roth
Floriano no sabe que la catedral de Notre Dame se prendió fuego y mucho menos que las Torres Gemelas cayeron. Aquel día de septiembre estaba empecinado en mover un par de metros la tranquera para agrandar el corral de las chivas. Olga, su esposa, le daba una mano porque aún no sufría el primer síntoma del cáncer que la arrebataría de su lado.
Floriano no conoce los avatares de Messi ni del Papa; hace unos meses oyó algo de casualidad, antes de apagar la radio que solo prende para escuchar lo importante: los mensajes al poblador rural de Radio Nacional Esquel, a las ocho de la mañana, a las dos de la tarde, o la repetición de las cinco; escucha lo importante y luego apaga para ahorrar pilas.
Floriano, claro está, no sabe quiénes son Bolsonaro, Trump ni Maduro, tampoco sabe al detalle las cosas que pasaron con Macri. El día de la asunción, mientras el expresidente bailaba, Floriano pensaba en Olga y esperaba impasible que la brasa calentara la pava lo suficiente para el mate, al igual que el día anterior, y el viernes previo, y dos mil trescientas tardes y mañanas anteriores.
La pava sigue sobre la salamandra, un tanto más oscura por el hollín; han parido las chivas en el corral que agrandó; fluye el río Chico en cadencia menor, salvo cabreos irregulares en el caudal habitual: taciturno y triste. Vuelven los gorriones; el viento, nunca. El viento siempre está; acá, el viento son los gorriones que desafían en bandada, apoyándose sobre las ramas rugosas de un alerce estoico: “Vuelan bajo -sentencia Floriano-: viene frío”.
La Estepa patagónica es viento y arbusto ralo; una pena gélida, el sabor repetido de la carne recalentada para el desayuno compuesto de mate, un trozo de pan y ese sabor del capón carneado hace dos días.
Floriano se alegra al recibirnos, aunque interrumpimos su cobijo. La confianza es básica, rudimentaria, pero suficiente para que abra la puerta del rancho —él lo llama así— y nos permita entrar. María Eugenia Hube, secretaria de la Comuna y coordinadora de Acción Social de Cushamen, le preguntó días atrás —al recorrer los parajes— si podría volver con amigos que “retratan la región y a sus pobladores para un documental”. Y él accedió con la simple duda que representa no haber estado nunca delante de una cámara ni haber sido entrevistado.
Entrar es fácil: la hospitalidad es moneda corriente en la Patagonia. Pero entrar y ser habilitado para quedarse es otra cosa: acompañarlo temprano, apenas arranca; y ya terminando la jornada, al atardecer, mientras cierra la cortina y mete troncos gruesos para entibiar la casa. Floriano murmura, y es otra cosa: “Estos aguantan”, dice y el rancho se apaga.
Contra molinos de viento
Los entornos silenciosos agudizan la percepción auditiva o, al menos, es lo que nos sirve de excusa para entender cómo fue posible que Floriano supiera que andábamos en la zona (“unas leguas al sureste”) sin habernos visto: escuchó un eco perdido de voces. Éramos nosotros al bajar de la camioneta, del otro lado del río, cuando extraviamos el sendero para llegar a su casa. Floriano escuchó y supo que seríamos tres o cuatro foráneos por la zona. Una capacidad extraordinaria que él, sin embargo, subestima: dice que no, que no escucha bien, que el molino no lo deja tranquilo, que ya no puede ni oír bien la radio porque chirría: “Ese aparato chirría molesto y hace interferencia”.
La frustración de Floriano es tan comprensible como justa: el único y más fiable medio de comunicación en toda la región se ve afectado por un artilugio impuesto, costosísimo e inútil.
“El 70% de la población rural dispersa en Chubut no cuenta con energía eléctrica domiciliaria -explican técnicos provinciales-, y las posibilidades de interconexión a las redes eléctricas nacionales son escasas e impagables”. Con ese trasfondo, el Ministerio de Energía y Minería de la Presidencia de la Nación firmó años atrás una iniciativa “de electrificación rural con utilización de fuentes renovables de generación”, a la que denominaron Proyecto Permer (Proyecto de Energías Renovables en Mercados Rurales). La intención era resolver las necesidades de abastecimiento eléctrico a los pobladores rurales que carecían de ella por estar ubicados en zonas lejanas a los centros urbanos y/o de difícil acceso.
Con el Proyecto Permer y el aval del gobierno provincial se instalaron 1500 aerogeneradores Eolux de baja potencia en zonas rurales dispersas en Chubut. Pero el asesoramiento técnico, las revisiones y los arreglos de los aparatos fueron escasos o inexistentes. Los molinos dejaron de funcionar a los pocos meses; algunos, a las semanas, y quedaron como mojones de la ineficiencia y la corrupción.
La página web oficial del proyecto, jamás actualizada (tiene las secciones “Quiénes somos” y “Objetivos” en blanco, al igual que las áreas “Misión”, “Visión” y “Valores”, sucedidas por el anuncio “En construcción”, que resume, categórico, la desidia), cuenta que el proyecto en Chubut “se desarrolló en dos comunidades rurales, Pocitos de Quichaura y Costa de Ñorquinco”. En la actualidad, de los aerogeneradores Eolux instalados por la empresa Giacobone en Costa de Ñorquinco -donde visitamos la mayoría de las viviendas de la zona-, solo funcionaban dos.
El costo final de financiamiento del proyecto en la provincia fue de más de US$10 millones.
Resistencias
Floriano suspira y el aire que nace en el abdomen infla el pulóver de lana, abre la solapa de la camisa y escapa sutil de su boca, el halo como un recuerdo que se funde con el humo de la leña que se quema y ya no sé si es su halo la nostalgia o la inquietud de tener que volver al pueblo el domingo -ese humo-. “Si me llevan, voy”, dice sin convencerse. Hay elecciones nuevamente y le da igual: desde que la libreta de enrolamiento indicó el deber patrio, pasan colores y papeletas, pero la cosa cambia poco para el poblador rural.
Cushamen, el abasto regional, es también el pueblo en el que está su registro para los sufragios. En la comarca de la estepa, el acceso a servicios de educación, vivienda digna y salud es limitado. Los habitantes resisten temperaturas mínimas de hasta 35 grados bajo cero a punta de ramitas, algunos troncos y bosta seca. Los alambrados definen fronteras concretas y reducen cada vez más los espacios que antes desandaban para buscar leña o arriar sus animales sin obstáculos artificiales.
En Argentina, existen más de 600 conflictos de tierra: ocho millones de hectáreas en pugna. La Patagonia comprende ocho provincias. Con una superficie de 1.768.165 kilómetros cuadrados, abarca la mitad del país. Tiene potentísimos recursos energéticos y de subsuelo. Es una región de dimensiones extraordinarias, aunque posee la menor densidad poblacional del país: menos de tres personas por kilómetro cuadrado. Y sufre, además, un grave proceso de despoblación, que no es casual.
¿A quién le conviene que el campo se vacíe?
Al lado de la puerta cuelga un rebenque de cuero curtido por él mismo. Sobre un brazo del alerce, penden dos ollas chicas: una para la comida de los gatos grises; otra para el puchero del negro, su perro.
—Si usted no tiene un perro, ¿cómo le va a hacer? -dice Floriano, suponiendo lo lógico en su sentido común que nos desborda-: ¿cómo va a atajar a los animales?
Siempre acecha: la desesperación de perder los animales es insistente, terca, visceral. La angustia de que las chivas se hayan metido en campo ajeno. “Con tanto campo ajeno encima. Los corderos no. Los pocos corderos se quedan cerca de la casa. Son mansos nomás, pero así también les pega el frío. Aguantan menos. Las chivas resisten más, caminan más también. Se van campo adentro, y si entran en campo ajeno puede ser malo. Y si no hay animales, no hay comida, y usted sabe”.
La desesperación en sus ojos cuando mira el corral vacío: es la segunda noche sin las chivas, que se metieron campo adentro y no han regresado. Floriano salió a campear, pero no las encontró y la tensión se hace lamento y pesadilla. La fragilidad en su expresión radical.
Los dueños
Con las haciendas que poseen en el país, los Benetton suman más de 850.000 hectáreas: un territorio tan grande como Puerto Rico. A través de su Compañía Tierras Sud Argentino S.A., el Grupo Benetton es el mayor terrateniente de Argentina: tienen en su poder un territorio de casi 40 veces la superficie de la ciudad de Buenos Aires.
Benetton es el mayor terrateniente, pero no el único: otro es el magnate Joe Lewis, quien posee todas las tierras que rodean el Lago Escondido -al cual incluso le cambió el nombre-. Otros dueños de la Patagonia son el creador de la CNN, Ted Turner; los Suchard (de Nestlé); el inversionista húngaro George Soros; incluso Sylvester Stallone.
El proceso de desruralización que atraviesa el campo es preocupante. “El 70% de las localidades de Argentina son rurales y el 40% sufre crisis por despoblación”, dice la geógrafa y socióloga Marcela Benítez, quien escribió su tesis doctoral sobre el tema. Hay diferentes factores que causan esta crisis: uno de los más serios es la concentración extrema en el acceso y control de la tierra y en el reparto de los beneficios de su explotación. Esta concentración provoca conflictos internos, desplazamientos y violaciones de derechos humanos.
Las comunidades de la zona se debaten entre el apoyo a magnates o la restitución del territorio. En Cushamen, por ejemplo, se oyen opiniones cruzadas: los que cuestionan a grupos que se oponen a las corporaciones y, por otro lado, los que no desean actos de violencia, pero tampoco están conformes con el comportamiento que tuvo el Estado hasta ahora: “Acá, Benetton ha hecho una arremetida ecológica con sus plantaciones de pino, que dejan la tierra improductiva y les dan acceso a las hidroeléctricas, a las petroleras y a la megaminería. Antes sobornaban a nuestros padres con alcohol y los explotaban pagándoles con vales; ahora pareciera que la única aspiración posible es que nos empleen en alguna estancia, nos regalen el celular, la tablet o una campera para que nos quedemos tranquilitos y callados, o nos vayamos”.
Dice Daniel Loncón, werken (vocero o portavoz) mapuche de la Comunidad Pu Lof en Resistencia de Cushamen. Y quiere aclarar las cosas, especialmente cuando los vinculan con actos violentos en la zona. Loncón dice que su pueblo es muy diverso, y que sus líderes tuvieron “diferentes estrategias” a lo largo de la historia. “Siguen pasando muchas injusticias, no podemos salir a condenar alguna forma de lucha que adopte nuestro pueblo porque tenemos una historia de violación sistemática de nuestros derechos, de atropellos y de despojo. Además, el Estado está al servicio de los empresarios. Lo que quiero decir es que hay un aprovechamiento y el Estado le imprime esta lógica del enemigo interno para demonizar y justificar la represión. Nosotros venimos denunciando la militarización de nuestro territorio hace mucho tiempo, y eso pareciera que no es violencia. Los grupos especiales represivos se tapan la cabeza, pero la gente cuestiona las capuchas y las piedras”.
Señales de humo
—En tiempos fríos quedamos incomunicados acá. Cuando perdemos algún animal o queremos hablar con un vecino hacemos un fuego, hacemos humo. Si tenemos que hablar con un vecino, es la manera: con señas de humo. Uno se comunica así. Si vemos un fuego y el humo, decimos “allá anda un vecino”, y tratamos de atracarlo (encontrarnos) y conversamos ahí de la vida nuestra y nos preguntamos si le falta un animal. Y así encontramos unos pocos. Acá hay que tener constancia para vivir con los animales y tener paciencia, porque si no tenés paciencia, no hacés nada. Nada nada. Sin constancia en el campo no somos nada.
—¿Siente soledad?
—Y sí, cómo que no se va a sentir, en la vida de uno, el sufrimiento que uno tiene, que ha tenido; hay un sufrimiento grande con todo lo que se pierde —dice Floriano y la mirada se le va hacia la mecedora—.
Pero es así nuestra vida acá, áspera, fría, sufrida. así es la vida nuestra —repite y se asoma a la puerta para echar un vistazo al corral. Si logró agrandarlo fue a fuerza de empeño, empecinamiento y empuje de sus manos y las de Olga. Y después de ella, gracias a su recuerdo, que aparece con la misma devoción que la sombra en la loma frente a la casa. Su ausencia reposa en la mecedora, y no se mueve.
Floriano ceba lento el último mate, sorbe con pausa y vuelve a hacerse eco:
—Así es la vida nuestra.
Migue Roth
Periodismo narrativo | Visual storyteller
Graduado en Comunicación y en Fotoperiodismo; se especializó en Periodismo en la respuesta a las crisis humanitarias. Freelance y docente universitario. Editor y fundador de Angular. Recorre Latinoamérica con el foco puesto en las problemáticas sociales y sus transformaciones.
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