Retorno y esperanza: el arte comienza a florecer entre los escombros
El arte no termina con la guerra, pero ayuda a exorcizarla. El Kurdistán sirio quedó destruido a causa de largos años de guerra; sobre aquellas ruinas, sin embargo, músicos, poetas, profesores y decenas de chicos vuelven al arte.
Éstas son sus historias y sus sueños.
Texto: Migue Roth | Fotos: Pablo Tosco
Un niño pastorea chivas bajo el sol ardiente frente a un puesto vigía, en un campo seco, austero, tacaño, a pocos kilómetros de la frontera iraquí-siria. La sensación de indefensión crece proporcional a la distancia de Erbil, la ciudad que funciona como capital comercial de la región y que representa un oasis ante tanta devastación. La ruta 2 —la única arteria directa que vincula con Mosul— es angosta, parchada a discreción y está flanqueada por una extensa trinchera. Gani señala hondonadas a la vera del camino y dice que sirvieron como escondites para las tropas, pero que también eran puntos de avanzada en la guerra que se libró pueblo a pueblo contra el Estado Islámico. Gani es un músico kurdo que vive en Barcelona exiliado desde 1993; él organizó junto a la ONG Músicos Sin Fronteras y la colaboración de ciudadanos de Euskadi, una colecta de instrumentos musicales con el propósito de traerlos a las zonas devastadas por la guerra en Rojava, el Kurdistán sirio.
Gani cree que el arte no solo ayudará a disminuir la ansiedad y la frustración de personas refugiadas, sino que será parte fundamental de la reconstrucción cultural y emocional de todos ellos. Viene a buscar, también, a los artistas de la resiliencia. El primer paso es reencontrarse con un viejo amigo que pasa sus días en el campamento de refugiados de Gawelan.
Tras cruzar el río Zab, la ruta se bifurca. Sesenta kilómetros a siniestra: Mosul. A la derecha, cortejado por puestos improvisados de sandías precoces, el camino que lleva al campamento que alberga a 13.000 personas. «En esta zona se libró una de las batallas más cruentas en la historia de la humanidad —dice Gani—, entre los persas de Darío y los macedonios de Alejandro Magno».
El poeta
Qasim se emociona al ver a su viejo amigo. Lo saluda con un abrazo y tres besos, se miran y vuelven a abrazarse, sonriendo. En la casa que construyó en Gawelan, su esposa y una de sus hijas ultiman los preparativos para agasajar a la visita. Su hijo menor colabora con ellas para servir el almuerzo. La regla es la hospitalidad en su máxima expresión.
Sentado, Qasim explica porqué huyeron. La historia —que se repite en cada campo— habla de bombardeos, hogares destruidos, falta de comida, muerte y dolor interminable.
Qasim es, sobre todo, artista: bailarín folclórico –devenido maestro de danza–, pintor –actualmente sin tintas, lienzos ni pinceles– y poeta. Su talento está al servicio de activar la esperanza a través del arte en cuanto evento se organice en el campo. Cuenta que estuvieron casi dos años en una tienda de campaña hasta que una agencia alemana, una ONG francesa y ACNUR les ayudaron a construir dos cuartos, el baño, parte de la cocina y los asistieron con enseres básicos. Está agradecido (no diría feliz) por el lugar de refugio que les permite estar con vida.
Qasim lee poesía. Escribe poemas de puño y letra; lee y recuerda. Sus poemas son odas con acento femenino: alabanzas a una tierra amada que ha sido usurpada. Son también diatribas contra la persecución.
Su esposa Lleida, luego de ofrecer otra taza de té dulce, se sienta a su lado, oye y asiente. Lleida es originaria de Afrin, cantón kurdo del noroeste de Siria que fue un territorio relativamente pacífico durante los años de conflicto. Sin embargo, desde principios de año, las Fuerzas Armadas de Turquía, con apoyo de sus aliados del ejército sirio y facciones islamistas, comenzaron una ofensiva inédita sobre la zona con el argumento de que las milicias kurdas asentadas allí suponían una amenaza para Turquía. El grupo armado kurdo PKK permanece en la lista negra de organizaciones terroristas de la capital turca y norteamericana, aunque la facción del lado sirio combate contra el Estado Islámico de la mano de los Estados Unidos. Contradicciones bélicas que dejan por saldo familias sin hogar; miles de personas –los cálculos del Observatorio Sirio de los Derechos Humanos habla de más de doscientas mil– que debieron huir de combates y bombardeos. La paz huidiza, la venganza siempre renovada.
Las cifras oficiales hablan de casi 12,5 millones de personas que huyeron de la guerra, la mayoría con destino incierto y a campamentos como el de Gawelan, que se transformaron a ritmo acelerado en ciudades precarias y frágiles. Más de ocho millones de personas desplazadas en el interior del país; más de 500.000 muertos; cuatro de cada cinco que viven en situación de pobreza; seis millones de niñas y niños que necesitan asistencia humanitaria; casi dos millones que no asisten a la escuela; y tres millones de personas viven en zonas sitiadas y de difícil acceso. Pero los números no explican el dolor ni logran poner en relieve el sufrimiento.
Desde la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) advierten de que las vulnerabilidades están aumentando y “apenas se está manteniendo el nivel de asistencia”. El vacío de financiamiento amenaza aún más a los ya amenazados por tantas dificultades.
Pero no todos huyen a causa del terror directo: las variadas formas que cobra la violencia también pueden aparecer desde lo económico, con la escasez de alimentos y medicamentos, y bajo el peso de la desigualdad en su expresión más grotesca. Por otro lado, la mayoría de personas ni siquiera tienen posibilidad de salir de Siria. Se mueven tanto como pueden para escapar apenas del conflicto.
Antes de continuar viaje hacia la frontera, Gani resume impresiones: «Un campo de refugiados es —debe ser— temporal; no es —jamás será— el hogar».
Las aspiraciones de los pueblos kurdos por la autodeterminación resulta una utopía peligrosa para varios gobiernos —especialmente el turco y el sirio— desde que las potencias mundiales decidieron dividirse el territorio e imponer líneas fronterizas a su antojo después de la Segunda Guerra Mundial. Las familias con algún miembro desaparecido se contabilizan por miles; en los últimos años, luchando contra Estado Islámico; en su momento, dentro de las maquinarias de los regímenes.
En la frontera, la lógica burocrática sigue los canales habituales: es ilógica, irracional e incomprensible. Ya del otro lado, Gani se muestra animado. Sus palabras podrían ser el reflejo de cualquier exiliado: «Es una emoción enorme; me siento diferente aquí, me hace muy bien volver a mi tierra».
Safuan y sus maderas
Qamishlo es un bastión custodiado por las fuerzas kurdas, una ciudad siria poliétnica y multirreligiosa que bien podría servir como verificación de que es posible la convivencia pluricultural: hay un barrio cristiano aledaño a la mezquita referencial de los musulmanes de la zona; calles de asirios, calles de armenios, casas de la religión preislámica yazidí, casas de drusos, casas de chiíes cerca de casas de suníes. Y reductos con banderas celestes donde se atrincheran las agencias de Naciones Unidas. Una de las zonas más pobres de Qamishlo es Hlayliye, un barrio en las afueras de la ciudad. Allí hay un pequeño local donde penden veintinueve tanbures (un instrumento similar a la mandolina) en proceso de fabricación, reparación y coloración. Es el recinto de Safuan, un luthier que resiste en el medio del caos y la miseria.
Safuan conversa animoso con Aran, su cuñado, quien le da una mano lijando; en eso llegan dos niños corriendo para pedirle por favor afinar un sitar. Safuan charla, sonríe y sigue en su labor como maestro artesano: con los cinco sentidos puestos al servicio de la música: calcula a ojo y no falla, roza las cuerdas y las ajusta, oye la afinación, siente el aroma de la madera y luego toca para gusto de su familia y amigos del barrio.
«Hago instrumentos desde hace muchos años –dice en tono pausado–. A los quince tenía un buzuq que me regaló mi primo y que aguantó buen tiempo. Vine a la ciudad para que lo arreglaran, pero no encontré a nadie que supiera. Volví a casa e intenté hacerlo por mi cuenta y resultó bien. Entonces probé armar uno nuevo, pero no quedó bonito. Armé otro, y tampoco. Pero el tercero y el cuarto estuvieron bien. Así se convirtió en mi afición.» Safuan tiene mirada dócil y carácter perseverante, pulidos en una infancia signada por la enfermedad. Dice que arregla todo tipo de instrumentos, «aunque sólo construyo buzuqs, baglamas, laúdes y tanbures. Podría hacer guitarras y violines, pero los piden poco».
El espacio de trabajo es pequeño. Sobre la puerta de entrada cuelga un amuleto contra el mal de ojo. Letras gastadas en tipografía árabe de color naranja y borde blanco dan la bienvenida desde la ventana, aunque anuncian el nombre de un viejo almacén de antes de la guerra.
«Al principio, estaba sorprendido: no daba crédito de que funcionara, de que yo hubiera armado un instrumento. Ahora, construirlos me hace bien y cuando toco me siento mejor. Pero la guerra afectó mi trabajo: no hay electricidad, no hay materiales o son de mala calidad. Me faltan máquinas, alguna sierra y lijadora; todo es manual. Cuesta mucho esfuerzo. Las autoridades han abierto centros culturales y tengo más encargos; pero la guerra nos frena y se acumula el trabajo. Con máquinas podría hacer mucho más. Me encanta ver a niños venir con instrumentos. Se los arreglo, les ayudo y les doy todo lo que puedo. Es mejor verlos con instrumentos, que cargando armas. No queremos que sea una generación violenta», dice Safuan.
Un año atrás no hubiera sido posible recorrer este mismo tramo sin ser prisioneros del Estado Islámico. Pero a finales de 2017 liberaron la ciudad de Raqqa (uno de los últimos bastiones en la zona) y la presión cedió. Ahora la ruta angosta que une Qamishlo con Kobane volvió a ser transitada en ambos sentidos, y los camiones de crudo rozan los espejos retrovisores.
Se suceden checkpoints en manos de las fuerzas kurdas. Se distinguen fácilmente de cualquier otro ejército en Oriente Medio por la incorporación de mujeres en sus filas, y por la indumentaria mixta de combate, que incluye un pañuelo negro o verde, floreado, bellísimo.
En las casitas de adobe y en todos los controles hay baluartes Asayis, la fuerza kurda en Siria. Los soldados tienen pequeñas banderas cosidas en el uniforme con el nombre de su milicia que se anuncia en tres idiomas y colores: negro para el árabe, rojo para el kurdo y azul para el asirio.
Aquí mismo flameaban los símbolos del yihadismo radical.
Parwin: la guardiana de las palabras
«Esta es una de las pocas construcciones que quedó de pie», dice Parwin, profesora en literatura y trabajadora del Centro Cultural de Kobane. Años atrás, el mismo edificio estuvo ocupado por el régimen baazista, pero tenía poca actividad o permanecía vacío. Artistas kurdos lo recuperaron después de que la milicia lograra expulsar al Estado Islámico, y hoy es un hormiguero de grandes y chicos que pasan por las aulas para aprender pintura, teatro, danza, instrumentos musicales tradicionales y clásicos; hay un estudio de grabación que funciona muy bien, armado con viejas consolas de sonido donadas; mientras que en otra planta brindan clases de comunicación. «Hay un espacio para que la memoria y la palabra de nuestro pueblo no se pierda», dice Parwin hablando de la biblioteca.
«El 90% de la ciudad quedó en ruinas y quemaron todo lo que les pareció haram (pecado) —recuerda Parwin—. Los yihadistas encendían fogatas enormes con instrumentos y libros porque decían que eran fuentes del mal».
La biblioteca está en la planta baja del Centro Cultural, a mano de cualquier interesado. En los estantes reclaman atención lomos con títulos en diferentes colores e idiomas. «Tras la liberación, nos juntamos con amigos y comenzamos a rescatar libros. Al principio logramos conseguir unas 600 obras en kurdo. Fue una tarea difícil porque la expresión de nuestro pueblo siempre fue censurada. Antes, el aprendizaje solo era en árabe. El Baaz —partido político sirio al poder— requisaba y prohibía cualquier manifestación de la cultura kurda. Imagínese el trabajo que significó restaurar, reunir y buscar para comprar más de 12.000 ejemplares».
Desactivado el califato, se encienden decenas de nuevos conflictos que suenan con más intensidad y titilan en rojo. Ante las niñas y los niños se abren senderos cada vez más definidos: la senda amplia del rencor, la venganza siempre inconclusa y el yihadismo; o el camino estrecho de la recuperación que intentan abrir con el arte personas como Parwin, a través de los despojos y los restos lacerantes de la guerra. Impulsan la reconciliación y la recuperación emocional a pesar de tener recuerdos vivos del dolor, algunas en su aspecto más provocador: a pocas cuadras del centro, en su versión de hormigón, el muro que levantó el presidente turco.
De los 911 kilómetros de frontera con Siria, el muro ya cubre más de dos tercios: aproximadamente 760 kilómetros de placas de cemento de tres metros de altura con alambres de púas, una red de torres de vigilancia con artillería, trincheras y/o terraplenes que lo rodean. Erdogan paga, además, soldados extra entrenados para reacción rápida. En 2015 el argumento para levantar el muro fue “frenar la inmigración y el contrabando”; ahora, para la administración en Ankara se trata de una cuestión de “seguridad nacional”.
En Kobane, sin embargo, la población se esfuerza por acomodarse a entornos frágiles: recientemente abrió un local de telas que también vende pañuelos de uso típico en la milicia y camisetas de fútbol europeo; una tienda modesta de celulares liberados, nuevos y usados; incluso un falso Starbucks.
Parwin, docente perseverante, cuida y mejora con empeño la única biblioteca de toda la zona, como una guardiana de las palabras. «Estamos promocionando la lectura en escuelas y centros educativos. Notamos mucho interés por aprender. Nos ilusiona la idea de que salgan escritores desde Kobane; sabemos cuánto bien pueden hacer en la sociedad. Tener más libros y apoyo nos permitiría incentivar, por ejemplo, que se escriba más poesía en nuestro idioma».
Parwin organizó y catalogó todas las obras de la biblioteca sola, por momentos a oscuras: Kobane, como otras ciudades liberadas del norte sirio, tiene escasas horas de suministro eléctrico por día. A consecuencia del esfuerzo debió operarse de la vista, pero se la ve radiante: «Más allá de las dificultades, seguimos luchando y cuidando nuestra cultura. Estamos recuperando nuestra voz. Y nuestras palabras ahora tienen lugar».
El retorno de los bohemios
Una definición incompleta y apurada describe a los bohemios como tipos desordenados, con vocación de artista, despreocupados. Gani y Rashid, sin embargo, representan la antítesis: son la versión de la bohemia intelectual, sensible; músicos comprometidos que buscan la belleza y la libertad a través del arte.
Ambos sufrieron censura y persecución por parte del régimen sirio. Rashid, incluso, recibió amenazas previo a que los yihadistas establecieran el califato en la región; pero hablan de las mezquitas y sus fieles sin ningún rencor. «Empecé a vincularme con la música allá por el 72 —comenta Rashid—. Desde los alminares llamaban a rezar con melodías. Uno podía ir, medir su voz y elegir un instrumento. El laúd es antiguo, se hizo conocido en los tiempos de Ziryab [poeta y músico, fundador del primer conservatorio del mundo islámico]. Las melodías nacen con su ayuda. La mayoría de nuestros cantantes tradicionales vienen de escuelas religiosas».
Gani Mirzo creció con sonidos de buzuqs y tambures: «También recuerdo melodías de un pequeño piano juguete que sonaba en mi infancia. Mi padre me llevaba con él a escuchar cantantes famosos. A veces dormía en sus brazos mientras escuchaba a cantantes kurdos. Eran noches de música buena y mucho humo de tabaco. Aquellos cantos y la cultura de nuestro pueblo, de músicos como Nazir Mohammed, fueron de gran influencia en mi vida. En aquel entonces no tenía instrumentos y sufría por eso. Hasta los 15 años, cuando me regalaron un laúd: fue el regalo que más felicidad me dio en mi vida».
«Pocos días antes de que entrara el Estado Islámico, supimos que debíamos huir. Las explosiones eran cada vez más cercanas. Fue el 15 de septiembre de 2014 —dice Rashid fumando tabaco negro—. Llegamos a la frontera con Turquía. Todo el mundo estaba allí; la gente escapó con lo que pudo. Lo único que llevamos nosotros fue una maleta con ropa, pero luego nos la robaron. Yo salí sin laúd porque solo queríamos huir y vivir. Una vez del otro lado, miré hacia Kobane y dije: ‘No temo si pierdo mis hojas en otoño, porque todos los árboles pierden sus hojas en otoño; temo no florecer en primavera».
Rashid viste jogging, camiseta gris, y con su compañera limpia el piso a baldazos. Como ya es habitual, no hay electricidad en Kobane, pero ellos bromean y saludan entre ocurrencias. Después de acomodarse los lentes, se sienta divertido: «¿Sabes lo que me pasó el otro día, Gani? Le pregunté a mi compañera si había visto mis gafas. Y me respondió: ‘Las tienes puestas’. Yo le digo: ‘Pero no, querida, las otras: las que son para leer’. Y me dice: «También, Rashid. Esas también». Se ríen.
Para los artistas, el humor hace tan bien al ánimo como la música, que cura las heridas emocionales. «La música afecta especialmente a las personas sensibles, y a quienes sufren. A veces es mejor que un tratamiento médico, —comenta Rashid—. Nuestro pueblo en general es muy sensible. La música es muy importante en su vida».
Rashid dice que el laúd no es como otros instrumentos: «Se han hecho estudios; cada milímetro de su mástil es una melodía en la escala musical. Cuando uno toca el laúd, lo sujeta muy cerca de tu corazón. Sientes que lo tocas con tu corazón».
Los artistas coinciden en el deseo de que los músicos kurdos puedan aprender, estudiar y ampliar la cultura. Rashid dice que existe música sobre la guerra, que tuvo un papel importante en su momento, pero que tiene que estar aislada de la política. Gani coincide y agrega: «La música es trascendental para el pueblo kurdo. A lo largo del tiempo, escritores, compositores y cantantes ayudaron para que no se pierda la memoria: siempre hubo falta de libros, pero gracias a cantos tradicionales se transmitió la herencia cultural, un patrimonio que no debe olvidarse. Por décadas existió una política arabizada, en contra de todo lo kurdo. Lo que estaba en kurdo se prohibía: libros, canciones, poesía, conferencias, presentaciones… cualquier cosa relacionada con el Kurdistán se proscribía. Siria era una gran cárcel para mí, no podía avanzar ni crear lugar para el arte. Soy uno de muchos artistas y músicos que huyeron del país para encontrar una ventana de libertad y democracia». Gani sostiene el laúd, mira con anhelo hacia un futuro incierto y dice en tono nostálgico: «Espero que un día puedan volver».
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Renc-bar es una zona arrasada por la artillería. A pocas cuadras se alza la muralla que mandó construir Erdogan. Los niños se acercan, miran curiosos a los músicos. Rashid habla con pausa y ternura. Dice que los que se beneficiaron con esta guerra disfrutan el ruido de las bombas y las balas; pero no los corazones buenos. Mira a los niños y repite: «Con música podrán olvidar el sonido de explosiones y ataques; la música les dará más independencia y estabilidad».
Al laudista le hubiese gustado muchísimo tener un instituto de música. «La música es todo para mí. La música nace, no se fabrica. Y Kobane para mí es música. En algunos sitios, me enseña melodías nuevas, como aquí. Mi música es Kobane».
«Tenemos que apoyar a los artistas, —interviene Gani—. Esto hará que nuestra cultura avance. Ahora nos toca trabajar para que, desde las raíces tradicionales, nazca una cultura nueva en las cuatro partes del Kurdistán. Estamos ante una situación difícil, tras una guerra que ha dejado heridas aún abiertas. Necesitamos tratar las lesiones emocionales de la niñez. Llamo a todos los artistas, intelectuales, a todos los kurdos para ayudar a los niños. Todos podemos hacer que la oscuridad que dejó el Estado Islámico se aleje de nosotros y de nuestra tierra definitivamente. Tenemos que hacer que la sonrisa, la felicidad y los colores vuelvan a brillar».
Gani ejemplifica: habla del blues, del flamenco, de las manifestaciones culturales de diferentes pueblos del mundo sometidos al dolor y la violencia. Y dice convencido que, con el arte, los kurdos pueden curar. Habla con esperanza sobre los niños: «Sus dedos sobre los instrumentos se convertirán en bálsamo para curar las heridas».
De los laúdes de Rashid y Gani brotan melodías que exorcizan la pena. Dos familias observan con cautela desde el umbral de una casa derruida. Los pequeños, más osados, se acercan atraídos por la música. Junto a los artistas, plantas autóctonas comienzan a florecer entre los escombros.
Migue Roth
Editor | Periodismo narrativo
Graduado en Comunicación y en Fotoperiodismo; se especializó en Periodismo en la respuesta a las crisis humanitarias. Freelance y docente universitario. Editor y fundador de Angular. Recorre Latinoamérica con el foco puesto en las problemáticas sociales y sus transformaciones.
Pablo Tosco
Fotoperiodista | Realizador multimedia
Foto-videoperiodista, comunicador social y máster en Documental Creativo. Desde 2004 documenta para Oxfam Intermón proyectos de cooperación, desarrollo y acción humanitaria en África, América Latina y Asia. Miembro fundador de Angular.
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