Fotos: Victor Galeano

La desaparición de una enfermera en un recóndito lugar de Colombia es el punto de partida de una historia desgarradora. Juan Miguel Álvarez (Bogotá, 1977) se desplaza al municipio de Calamar e investiga las circunstancias en las que desaparecen a María Cristina Cobo Mahecha. Después de tomar muchos testimonios, el periodista bogotano tiene la sensación de haber conocido y escuchado la voz de Cristina. En el deambular por el costado del río, en las conversaciones con los allegados, en la forma de vivir de la gente, en los miedos y esperanzas; en todos los detalles está presente el compromiso de entender más allá de los hechos inmediatos. El de Álvarez es un periodismo en el que cada historia es susceptible de transformarse en un relato extenso en el que los detalles no forman parte del decorado, sino que constituyen el escenario que contextualiza una realidad y la vincula con otras.

Desde sus inicios en la década de 1960, el conflicto armado colombiano ha provocado una enorme sangría de personas muertas, en su mayoría civiles que no tenían intención alguna en participar en una guerra. La cifra de más de 450.00 fallecidos que registra el informe final de la Comisión del Esclarecimiento de la Verdad no alcanza reflejar el reguero de víctimas y de vidas destrozadas a causa de la violencia. Seis décadas de un enfrentamiento en que los bandos y las auténticas motivaciones quedan difuminadas. En el libro La guerra que perdimos, recientemente publicado por la editorial Anagrama, Juan Miguel Álvarez narra las múltiples caras de una violencia que impregna la vida cotidiana del pueblo colombiano. Las once crónicas que recoge este libro son una pequeña muestra de la estirpe de periodista que aspira a alcanzar la justicia narrativa en todos sus escritos. Una aspiración elevada que denota la curiosidad del reportero inconformista que ansía entender qué sucedió. El periodismo de siempre, ir a ver, volver y contar, se queda corto. La guerra no es solo lo que se ve. En un conflicto largo que sucede en lugares recónditos y a los cuales los periodistas solo pueden llegar cuando los hechos están consumados, no basta con lo visto. La reconstrucción de los hechos es la única alternativa y eso implica la habilidad de vincular acontecimientos y un interés genuino por llegar a la raíz de los mismos. Autor de obras de no ficción periodística como Balas por encargo (2013) y la antología Lugar de tránsito (2021), Juan Miguel Álvarez, se nutre de su habilidad por captar los matices con los que construirá un relato capaz de emocionar al lector y acercar a las personas. El compromiso estético va de la mano del compromiso social.

Álvarez creció en un país violento y con una gran conflictividad política y social. Si bien comenzó el periodismo como una vía para llegar a la literatura, cuando lo empezó a ejercer se sintió absorbido por la sangrante realidad colombiana. Entonces se volcó a practicar el tipo de periodismo que consideró que podía ser más útil a la salida de la crisis política y social en Colombia. El periodismo se transformó en un camino de mediación en un país dividido entre los que se imponen con la violencia y los que defiende la paz y la convivencia.

Cuando se habla de la guerra en Colombia es fácil quedarse con la idea de un clásico enfrentamiento militar entre grupos armados ilegales y las fuerzas del Estado.

En Colombia siguen habiendo personas que creen que la guerra es un enfrentamiento entre dos bandos opuestos, pero cada vez menos. En general, la guerra ocurre en lugares muy retirados, rurales, y la gente en las ciudades tiene ideas formadas a través de los reportajes de televisión. En las épocas de mayor violencia, estos reportajes estaban muy maleados por la fuerza pública, que era la que permitía el acceso a los periodistas y los ayudaba con temas de seguridad. Ese enfoque ayudó a que buena parte de la ciudadanía creyera que había una guerra de posiciones en la cual de un lado estaba la guerrilla y del otro lado el ejército. Con los reiterados procesos de paz que ha habido en los últimos 20 años, esa idea se ha ido desdibujando. Cada vez la gente es más consciente de que la guerra en Colombia ha sido una carnicería de civiles y que esa cuestión de los dos bandos es una idea maniquea y manipulada desde la historia oficial. A partir de la guerra de Ucrania se ha empezado a hablar abiertamente de agencias de desinformación que se dedican a tergiversar hechos para manipular la opinión pública. ¿Existe este fenómeno en Colombia?

A finales de la década de 1990 y durante los primeros diez años del siglo XXI, la televisión y el periódico más dominante del mercado solo estuvieron del lado de la fuerza pública. Eso significa que difícilmente se tenían acceso a escuchar la parte contraria, ya fueran guerrilleros o paramilitares. Por lo menos durante 15 años seguidos, los medios de comunicación, que dominaban el mercado de las audiencias, estaban del lado del Gobierno. No hablo de propaganda, en términos de agencias compradas por él, pero si de una información partidaria. También es verdad que en aquel tiempo los paramilitares y la guerrilla ejercían mucha violencia y no había manera de ponerse de su lado. En todo caso, la voz de aquellos bandos era escasa o nula. La ciudadanía escuchaba los informes explicados por los comandantes del ejército, la policía y el ministerio de defensa. Eso generó que, en el peor período de la violencia, la gente se hiciera una idea parcial de lo que realmente ocurría en el conflicto armado rural.

Yo también fui víctima de eso. Recuerdo que en 1998 me sentía ofendido por las acciones de la guerrilla que veía por televisión. Mi papá, que era periodista, me detenía preguntándome por qué me creía eso sin cuestionarme lo que sucedía del otro lado. Yo estaba estudiando periodismo en ese momento y, sin embargo, me dejaba arrastrar por la comunicación tendenciosa. Ese era el momento del tránsito del periodismo nacional en televisión. Antes, Colombia solo tenía dos canales de televisión estatales, y el periodismo que se hacía era un periodismo de productoras. Básicamente, había 20 productoras y 15 eran muy competitivas. Cada una tenía un noticiero y trabajaba de forma independiente. A partir del año 1999, Colombia abrió la posibilidad a los canales privados de que crearan sus propios noticieros. Esto conjugaba una televisión completamente privatizada y al servicio del Estado, que les daba el espectro electromagnético, con gobiernos que estaban en franca guerra contra los grupos armados marxistas-leninistas. Eso generó una ciudadanía con posturas encontradas y que, a día de hoy, continúa dividida. Esas posturas entre lo uno y lo otro probablemente se hayan exacerbado durante esa temporada.

El periodismo de paracaídas es aquel que se desplaza a un territorio que no solamente le es ajeno, sino del que desconoce los ritos, las costumbres y en muchos casos el idioma. Tu caso es el contrario, el conflicto de Colombia te atraviesa por dentro desde que tienes conciencia. Sin embargo, pese al dominio de contexto sociopolítico, se corre el peligro de normalizar ciertas situaciones y perder la objetividad, la curiosidad y la capacidad de comparar con otros conflictos que enarbola el periodismo de paracaídas.

Creo que ambas posiciones del periodismo son vitales. Desde el punto de vista moral o técnico-periodístico, no hay una más legítima que la otra. Las dos funcionan bien. Ambas tienen ventajas y desventajas, ambas tienen posibilidades de hacer cosas buenas. En el conflicto armado colombiano, cuando los bandos han estado en disputas tan enconadas y con perfiles ideológicos tan claros, el periodismo local no ha sabido generar la confianza necesaria. Algunos de esos grupos han preferido darle acceso a medios internacionales. A través de reporteros extranjeros, en Colombia hemos aprendido lo que ocurría sobre todo en los bandos marxista-leninistas, o sea con las guerrillas. Eso para nosotros ha sido muy importante.

Por otro lado, el conflicto no ha sido un combate abierto en terreno. Ese tipo de combates han sido esporádicos y en lejanías impresionantes. El periodista local raramente llega cuando las balas están silbando, lo hace dos o tres días después y a reportar los destrozos. El periodismo internacional, en ocasiones, ha intentado cubrir el combate abierto, pero no les ha sido fácil acceder a los sitios donde han sucedido. Entonces terminan haciendo una cobertura posterior como las que hacemos los colombianos. Para poder comprender las dimensiones de lo sucedido y fraguar un reportaje, el periodista internacional necesita estar formado en todos los asuntos de la política colombiana. Hay periodistas que lo han hecho muy bien y otros un poco menos. La diferencia con los reporteros colombianos es que nosotros tenemos un conocimiento, y una mirada cualificada y estructurada de lo que está sucediendo en nuestro país, lo cual nos permite reconstruir los acontecimientos.

En el libro ‘La guerra que perdimos’ hacen mención a la aspiración de alcanzar la justicia narrativa en las historias de las personas que forman parte de tus relatos. ¿Cómo defines la justicia narrativa?

En una zona montañosa y recóndita de mi país, conozco a una madre de familia a quien le reclutaron un hijo y se lo desaparecieron. Es una historia terrible y muy dolorosa que narro en mi anterior libro: Verde tierra calcinada (Rey Narajo Editores). Después de cuarenta minutos de conversación, la mujer sintió la curiosidad de saber el motivo por el cual estaba preguntando, casa por casa, sobre esos asuntos. Recuerdo haberle dicho que estaba tratando de entender lo que había pasado en aquel sitio con la intención de contárselo a los lectores de la revista para la que trabajo. Le expliqué que eran lectores bogotanos y privilegiados, que nunca iban a ir por allá y que quería que entendieran qué estaba pasando en estas montañas. “Eso es imposible,” me contestó, “para que ellos entiendan lo que yo he vivido, tienen que haber vivido lo que yo viví y tienen que haber sufrido lo que yo sufrí. Por más que usted se esfuerce, no me van a entender”. Y tenía toda la razón. En las historias de La guerra que perdimos intenté, tanto como me lo permiten mis herramientas de escritura y de comprensión, acercarme lo más posible a esa médula de dolor, de la indignación y, luego, de la recuperación de estas personas. Cuando hablo de justicia narrativa, pienso en que ojalá mi capacidad de escritura y de comprensión esté a la altura de lo que me transmitieron cuando estuve con ellos en sus casas y en sus sitios escuchando sus historias.

La búsqueda de una estética es un factor clave en tu forma de hacer periodismo.

Mi búsqueda, como autor, ha estado encaminada a desarrollar una técnica y una voz que me permita pensar mi escritura a largo plazo. Siempre pienso que una historia se puede extender a 100 páginas y que luego a un libro de 300 páginas. Me pregunto constantemente si algún día seré capaz de escribir un libro monumental como El hambre, de Martín Caparros, o La tumba de Lenin, de David Remnick. Yo empecé leyendo autores gringos y rápidamente me pasé a los latinoamericanos. Noté que los reporteros gringos estaban condicionados para hacer libros y en América Latina estábamos formados, como mucho, para hacer crónicas largas de revista. Es una generalización, pero es más o menos real. Desde muy joven me sentí atraído por ese tipo de relatos largos. Y, por ese motivo, mi búsqueda ha estado al servicio de desarrollar una voz, una mirada y unas facultades de juicio que me permitan pensar que una investigación o historia puede ser desarrollada.

¿Qué estaba haciendo en ese momento? ¿Cómo vivió los hechos? ¿Qué recuerda? ¿Qué le dijeron? Son el tipo de preguntas que permiten al periodista literario extenderse y contextualizar la historia. Pero pasar un tiempo con la persona, trascender esas preguntas y tratar de comprender los antecedentes es lo que permite elaborar una historia muchísimo más larga. Una historia en la que no solamente se resuelva el asunto que lo lleva a uno a conocer a esa persona y ese acontecimiento, sino que le permita enlazar ese hecho con la historia nacional, latinoamericana o global; y enlazarlo además con ciertas cadenas morales en el movimiento de la ciudadanía a la cual pertenece esa persona y un grupo mucho más amplio de la sociedad. Esa siempre ha sido mi búsqueda y la dirección en la que me he intentado forjar.

¿Por qué al periodismo contemporáneo le cuesta indagar en las auténticas razones de los sucesos?

Primero: la mayoría de los reporteros que trabajan en los medios de comunicación dominantes, por lo general, utilizan métodos de trabajo ligados a la producción veloz de artículos y contenidos. Rara vez tienen la posibilidad de trabajar en el “por qué” y cuando lo hacen suele ser muy somero, ya que pasan, sin pausa, de una historia a otra. Sin embargo, en Colombia y en América Latina hay una serie de reporteros que tiene la posibilidad de acceder a otros medios de comunicación con menos recursos económicos e incidencia política pero con el recurso vital del tiempo. Un sector minoritario de reporteros hemos escogido ese tipo de periodismo.

En buena medida, el periodismo que hacemos puede influir en otros sectores. En conversaciones con periodistas de medios tradicionales, ellos envidian el tiempo que tenemos nosotros para trabajar. Sin embargo, aunque algunos estén dispuestos a sacrificar la estabilidad y la incidencia política a favor de disponer de más tiempo, eso no significa que —si se cambian— logren responder el por qué de una historia, de una vida o de un acontecimiento. Entender las razones no es una necesidad externa de concreción de la historia, sino una necesidad interna del reportero. Ese afán moral y político por comprender va mucho más allá de lo que está viendo y de lo que debe reportear en función de la historia. Comprender es básicamente lo único que le satisface como ser humano. Entre los que tienen tiempo, no necesariamente todos tienen ese afán moral, por más que tenga el afán técnico narrativo. Esos reporteros que tienen la pregunta moral por comprender mucho más atrás todo son los que realmente salen a flote.

Muchos líderes sociales y otros tantos periodistas han sido asesinados en el conflicto armado colombiano. Quienes comparten un compromiso social son sistemáticamente perseguidos.

En Colombia, en general, el Estado ha sido muy precario. Durante mucho tiempo ha sido un país pobre, rural, campesino; y gobernado desde las ciudades de una manera muy distante. Eso creó un país desigual en muchos aspectos. Pero también, una ciudadanía desinteresada y poco cohesionada. A partir de los años 80 empezó una formación política en el campo colombiano en la que participaron algunos grupos políticos, oenegés locales e internacionales y grupos con conciencia de pertenencia étnica y cultural. Todas estas corrientes formaron personas jóvenes. Más que líderes espontáneos, que tratan de llevar adelante un grupo con valentía y determinación, terminaron siendo líderes con vocación de guiar personas y con una formación política. La tradición de líderes sociales viene de los años ochenta. La Constitución colombiana de 1991, que es la que nos rige hoy, dio sustento a ese tipo de organización social. A partir de la década de 1990, los líderes sociales, en territorios pacificados y en las ciudades, han sido determinantes para que las comunidades tengan una vida digna en lo que respecta a los derechos fundamentales. Si solamente fuera por la acción del Estado, casi nadie tendría nada. A esas personas que han arriesgado sus vidas, desde hace décadas, las desplazan, las desaparecen o las matan, especialmente cuando ejercen su liderato en zonas de conflicto o incluso en los barrios marginales de las ciudades.

El periodismo, en esa misma temporada, comenzó a profesionalizarse. Hasta finales de la década del setenta y principios de los ochenta, era ejercido por personas que venían de la intelectualidad, de la política o de la cultura. Pero no estaban técnicamente formados y eran muy ajenos a la participación en partidos. Esto ha ido cambiando, ya casi no se ve, pero durante muchísimo tiempo el periodismo en Colombia fue muy proselitista. Desde finales de los ochenta y en adelante, ha habido una serie de reporteros colombianos han ejercido un periodismo que se interpreta también como un periodismo para el liderazgo social: es decir, periodistas que en buena medida han sido líderes sociales. Por eso también los terminan matando, los terminan desapareciendo y terminan siendo víctimas de todo esto que están poniendo al descubierto: los periodistas a través de la investigación y los líderes sociales a través de la reunión comunitaria. Hay una confluencia importante. Con la salvedad que los líderes sociales están siendo sistemáticamente aniquilados desde hace muchos años, con especial énfasis a partir del proceso de paz con las FARC. Mientras que los periodistas, por más que hemos sido asesinados y vilipendiados, lo hemos sido en menor medida que los líderes sociales. Si hubiera que darle a alguno protagonismo sería a ellos.

En lo que respecta al oficio, ¿cómo haces para elegir las historias?

Lo primero que destaco es que yo no trabajo solo sino con un equipo. Desde hace al menos diez años esto nos ha brindado la posibilidad de intercambiar y en muchas ocasiones discutir sobre dónde estamos y hacia dónde avanzamos. Si yo tengo una posible historia, el equipo hace una avanzada y valoramos hasta qué punto realmente tenemos es así y si es viable hacerla. La elección no solo viene condicionada por el hecho de que yo tenga lo que en el periodismo clásico se llama olfato, que no es otra cosa que estar formado en las grandes paradojas latinoamericanas, si no en la posibilidad de tener un equipo y hacer una avanzada para constatar o desvirtuar una posible historia.

En este momento trabajo principalmente para Baudo AP, una pequeña agencia que fundamos hace poco. Sin embargo, también recibo encargos de medios de comunicación que sobre todo me proponen temas y no historias concretas. En esos temas yo puedo encontrar las historias porque conozco el sitio, o tengo fuentes en esos lugares, o simplemente porque he visto algo que me ha quedado sonando, y despierta mi interés por seguir investigando. Son varias las maneras de llegar a las historias, no una sola. Pero insisto, he tenido la posibilidad de hacer tantas historias porque tengo un equipo que me ha ayudado a comprobar que lo que yo he pensado desde la distancia, cuando llegue a terreno se podrá transformar en una historia.

¿Cuándo comienza la redacción de la historia?

La forma en que lo hago hoy es muy distinta a cómo lo hacía hace 5, 10 o 15 años. Ha cambiado en la medida en la que me he vuelto más práctico en algunos procesos y más lento en otros. Antes, si en un trabajo de campo había hecho 25 entrevistas, las transcribía absolutamente todas. Para una crónica de 8 mil palabras, que puede escribirse en 20 páginas, terminaba teniendo 100 páginas de transcripciones. Era un método muy dispendioso que me consumía mucho tiempo. Pero cuando tenía 30 años era impetuoso y no me molestaba. Con el paso del tiempo he depurado bastante el proceso, ahora solo transcribo algunas de las entrevistas que hago en terreno y la transcripción es diferente. Algunos fragmentos los transcribo tal cual, otros los resumo y otros los escucho y extraigo algunas frases.

Los apuntes de la libreta los reconstruyo de manera manual, de acuerdo con las frases que alcancé a tomar y la memoria de ese momento específico. Cuando tengo apuntes en la libreta es porque no he podido grabar o porque fueron conversaciones espontáneas y consideré inoportuno grabar. Algunos de esos momentos pueden ser más imprecisos y dependiendo del tipo de información que estoy manejando decido si los incluyo o no. En mi caso, la escritura empieza en la transcripción y en la toma de notas. En mi cabeza voy tratando de encontrar en qué lugar de mi reportaje puede ir ese testimonio, ese fragmento de la historia, o este suceso. De alguna manera, voy preescribiendo todo en mi cabeza. Luego, en el escritorio, empiezo a elegir entre los posibles comienzos que encontré en terreno con cuál voy a empezar. Entonces, escribo la primera frase. ¿No me gusta? La borro. Escribo otra. Y así, hasta que encuentro la frase con la que me siento cómodo tanto con el ritmo cómo con la tonalidad. Esa primera frase que acaba en el primer signo de puntuación me marca una pausa, ya sea un punto y seguido o un punto y coma. Aunque, la verdad es que casi nunca comienzo un texto con un punto y coma.

A partir de ahí, si previamente la he armado bien en mi cabeza, en mis apuntes, en el terreno y en las transcripciones, el resto de la historia me viene en cascada. Si previamente la he armado mal en mi cabeza, que también me ocurre, la escritura se hace muy tortuosa y accidentada: uno avanza y tiene que frenar porque no tiene claro cómo va a encadenar los hechos. Esto sucede probablemente porque no hice las suficientes entrevistas en terreno o no recogí la información que necesitaba para conocer ciertos episodios de la historia. En esos casos el trabajo se hace muy dispendioso porque me obliga a revisar todo el proceso nuevamente: revistar apuntes y transcripciones, rememorar el trabajo de campo e imaginarme nuevamente la historia, en mi cabeza, para cuando me siente a escribir la narración salga fluida. Este proceso errático no ha desaparecido en comparación a cuando tenía 30 años. En esa época también me enredaba mucho y salía a flote porque tenía mucho vigor. Ahora tengo menos vigor, pero tengo más técnica y entonces salgo a flote porque tomo mejores decisiones técnicas.

En la actualidad el periodismo se ha transformado en un oficio bastante solitario. No son habituales las redacciones llenas de periodistas en las cuales se intercambian opiniones e información. En este contexto, tú rescatas la importancia del equipo de trabajo.

Dependiendo del medio para el cual he trabajado, los equipos han cambiado. Hace diez años yo estaba en la revista Semana y trabajaba por encargos. Allí tenía un equipo importante de personas que hacían avanzada. Había reporteros y reporteras que entraban en terreno para hablar previamente con las personas y recoger datos. Después salía y compartía lo que había encontrado conmigo y con el resto de los editores. Posteriormente, otra parte del equipo, que estaba en Bogotá, terminaba de concretar los detalles: desde a dónde llegar, cómo llegar, cuánto dinero hay que tener en mano para pagar billetes de bus, de mula, de jeep. Todo estaba muy preciso: te van a cobrar tanto, te vas a encontrar con una persona llamada tal, te va a llevar a tal sitio, y vas a demorar tanto tiempo. Este método, algunos medios independientes lo han tratado de replicar. En Baudó AP, por ejemplo, y creo que lo hacemos muy bien. Tenemos una productora que cuadra al detalle casi todas las rutas del trabajo de campo. Ella se encarga de llamar y precisar exactamente los detalles para que cuando yo y el fotoperiodista y reportero gráfico con el que trabajo salimos a terreno tengamos una guía muy depurada de lo que hay que hacer. De manera tal que no nos tenemos que preocupar por el proceso logístico y cuando llego a terreno solo me corresponde interpretar todo lo que estoy viendo y escribir.

En Baudo AP, antes trabajaba con nosotros Carlos Piedrahita, un reportero con una capacidad para quedarse en territorios muy apartados, y en plena soledad, simplemente abriendo la ruta. El trabajo de los reporteros que hacen avanzada previa para que luego otro reportero llegue y termine de hacer el reportaje es un trabajo muy virtuoso con el cual estoy eternamente agradecido. Esta es la manera idea. En algunas de las crónicas reunidas en el libro La guerra que perdimos tuve un equipo, pero en otras la he resuelto solo. Los territorios en los que hay conflicto armado son muy traicioneros y lo mejor es tener un equipo de trabajo que permita precisar un montón de detalles antes de partir a terreno.

La periodista Mayte Carrasco, especialista en conflictos bélicos y en derechos humanos, aspira a que el relato de la guerra pueda ser un relato polifónico en el que puedan coexistir diferentes voces y perspectivas. ¿Cómo crees que será el relato del conflicto armado de Colombia, de aquí a unos años?

Creo que si por algo podemos seguir trabajando los periodistas de conflictos armados o los de derechos humanos es porque realmente haya esa polifonía que mencionas. El periodismo informativo ha cumplido la labor de ser, como ellos llaman, el primer notario de la historia: de tomar datos y llevar la información. Mientras que el periodismo narrativo ha tenido la posibilidad de proponer una historia. Cuando Tom Wolf narra la historia de las Panteras Negras, la pandilla de Nueva York de los años 70, uno no solamente está leyendo las vicisitudes emocionales del líder del grupo, sino que está leyendo una historia narrada desde la observación del escritor. Ese punto de vista nutre la historia escrita por los historiadores, es decir, por la gente que no está en terreno sino en las bibliotecas. El periodismo narrativo ofrece la posibilidad de perdurar, no solamente porque la narración apela a las emociones y a la moral de los personajes, sino porque constituye un relato que permite la comparación de los hechos desde diferentes perspectivas. Esa polifonía de la que habla Mayte Carraco es el principal logro del periodismo en profundidad: tanto de periodismo narrativo como de periodismo investigativo de denuncia que se hace de manera extensa. Al menos esa debe ser la convicción de las personas que trabajamos así.

El periodismo narrativo se opone a los intentos de imponer un relato oficial casi inmediato de los acontecimientos.

En este momento, tanto en Colombia, como en Brasil y Argentina, estamos inmersos en un caos político y la sociedad está dividida y enfrentada. El caso de Colombia y seguramente en el resto de Latinoamérica y Centroamérica hay dos bandos políticos enfrentados de manera tan enconada que la sociedad se acaba dividiendo. Entonces, el que está en el poder intenta controlar la oficialidad del relato a través de sus nombramientos. Desde el año 2006 hay en Colombia un Centro Nacional de Memoria Histórica, esta institución está obligada a hacer un análisis filosófico e histórico del relato de lo que ha ocurrido en Colombia. También, recientemente acabó su labor la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, también encargada de construir el relato oficial del conflicto armado colombiano. En ambas instituciones ha habido personas que han querido imponer una verdad sobre la visión de los acontecimientos. Delante de esa situación, yo me planteaba llevarle a mis lectores la información contraria para que puedan tener otra versión.

Vienen tiempos muy difíciles en donde las derechas y las izquierdas van a estar muy enfrentadas en América Latina, y subirán y bajaran del poder. Mientras que el relato de la violencia seguirá vivo y cada cual tirará para su perfil ideológico la forma en que aquella historia será narrada. Desde el periodismo literario tenemos la posibilidad de contar una historia no limitada por las instituciones que narran la oficialidad ni por cierta ideología, sino al discurso contemporáneo de los derechos humanos. Cuando yo me formé, en el bachillerato de los años ochenta, el único relato que teníamos era el de los libros escritos por historiadores. El gran espacio de trabajo que tenemos desde el periodismo literario puede ser muy útil para que, de aquí a un tiempo, se vea el contraste real de cómo fueron las cosas. Eso es de mucha utilidad para que, a futuro, los países latinoamericanos puedan tener mucha más capacidad y un conocimiento mucho más diverso de su historia para poder tomar mejores decisiones.

¡Compartir esta nota!

Santiago Gorgas

Periodista, escritor y crítico literario. Colabora en diversos medios escritos donde publica reportajes en profundidad vinculados al ámbito social y la cultura. La escritura y la literatura son el medio del que se ha servido para retratar la realidad y sus matices. En la actualidad escribe en El Ciervo, tinta Libre, Revista de Letras, Núvol y Foc Nou.

«Más Entrevistas»

Lluís Foix

Entrevistas “En aquella cofradía entró un día Lluís Foix, no sé si aún estudiante o

Juan Miguel Álvarez

Entrevistas La desaparición de una enfermera en un recóndito lugar de Colombia es el punto