Un día a mediados de la década de 1980, un joven reportero de El País llamado Javier Valenzuela se enteró de que la corresponsalía de Beirut del periódico estaba libre y nadie quería cubrirla. Así que, previa petición de cita, se presentó en el despacho del director del diario, Juan Luis Cebrián (“entonces un tipo avispado, inteligente y ágil de cerebro y de sentimientos”), y se ofreció para el cargo. ¿Sabes árabe?, preguntó Cebrián. No, pero eso se aprende, ¿no?, respondió Valenzuela. ¿Hablas inglés, al menos? Muy poco, pero eso también se aprende con la práctica. ¿Has estado alguna vez en Oriente Próximo? Jamás, pero desde niño he seguido con pasión lo que allí sucede. Bien, esa es la actitud; el puesto es tuyo, sentenció Cebrián. Así fue como Valenzuela se lanzó al Beirut de las guerras civiles y selló el comienzo de una relación de más de treinta años con el mundo árabe y musulmán.
El interés de Valenzuela por la morería venía de lejos. Nació en Granada en 1954, en un barrio situado al pie de la Alhambra. De niño, como no había entonces el turismo masivo de ahora, solía jugar con sus amigos en los bosques y jardines de ese palacio moruno. También leía con fascinación Los cuentos de la Alhambra, de Washington Irving. “Supongo que de ahí nació mi interés por la cultura que había construido aquella belleza”, reconoce. Hijo del periodista malagueño Francisco Valenzuela Moreno y sobrino y ahijado del también periodista malagueño José María Bugella, Valenzuela dio sus primeros pasos en el oficio en la década de 1970 en la revista Ajoblanco y el Diario de Valencia. En 1982 entró en El País como cronista de sucesos (de aquel periodo surgió, muchos años más tarde, el libro Crónicas quinquis, editado por Libros del K.O) y en ese diario pasó las tres décadas siguientes. A la corresponsalía de Beirut siguieron las de Rabat, Washington y París, y el cargo, entre los años 1993 y 1995, como director adjunto del diario.
Pertenece a una generación de grandes periodistas de la que destacan, entre otros, nombres como el de Julio Llamazares, Rosa Montero y Maruja Torres. “Éramos una generación que entendía el periodismo como una forma de contar la realidad y hacer crítica social. Era muy importante para nosotros denunciar las tropelías de los ricos y poderosos y defender y dar voz a sus víctimas. Teníamos asimismo vocación de que nuestro periodismo fuera un borrador de la Historia, queríamos escribir cosas que se pudieran leer al cabo de cincuenta años”, confiesa.
En noviembre de 2012 Valenzuela dejó El País y pocos meses después fue fundador y primer director de tinta Libre, la revista impresa mensual de infoLibre. Ha publicado un total de trece libros, nueve de ellos periodísticos y cuatro de ficción. Amante de la novela negra, en los últimos años ha cultivado este género sobre todo a través de una trilogía que transcurre en Tánger, una de las escalas, junto a Madrid, la Alpujarra y Salobreña, de su actual vida nómada.
Muchos años han pasado ya desde su debut literario, que tuvo lugar con la publicación de El partido de Dios (El País-Aguilar,1989), obra que recoge, con prosa limpia, bien armada y con gran riqueza de lenguaje, sus experiencias como corresponsal de guerra en Líbano, Irak, Irán y Palestina en los años 1980. Algunas cosas han cambiado y otras se mantienen igual desde entonces en aquel Oriente Próximo relatado por Valenzuela en esta crónica que, junto a Amor América, de Maruja Torres, es una de las más meritorias del periodismo español del último cuarto de siglo pasado. No en vano, tal como asegura su autor, “el cronista ha de reflejar no solo lo coyuntural sino también lo estructural y permanente”.
De tu etapa como corresponsal en el mundo árabe se publicaron dos libros, De Tánger al Nilo y Crónica del nuevo Oriente Próximo, que son recopilaciones de crónicas y reportajes escritos para El País, y otro más, El partido de Dios, un libro hecho ex novo y tal vez poco conocido.
Lo estaba ojeando antes de esta conversación y he visto que tiene una gran cantidad de diálogos, que son un elemento que da mucha viveza al relato. Como sabes, en el reportaje español no se usan los diálogos con guiones, al estilo literario; y si se te ocurre ponerlos, te los quita el editor. Aquí se usa el estilo indirecto, con comillas.
Da la impresión de que en este libro quisiste contar aquello que no cabía en tus crónicas para El País de la época. En este sentido, me gusta cuando explicas tus peripecias beirutíes junto a Tomás Alcoverro y otros corresponsales europeos.
El periodismo convencional parte de la idea de que el periodista no debe situarse nunca como protagonista. En mis crónicas de Oriente Próximo yo procuraba describir paisajes y rostros, e intentaba reproducir el lenguaje de mis interlocutores, pero no figuraba nunca como personaje. En un momento determinado, hacia mi tercer año en la región, descubrí que aquella limitación era absurda ya que restaba información a la crónica porque a menudo el empleo del yo narrativo ofrecía detalles muy relevantes: explicar cómo había llegado a un sitio, con quién había hablado o qué fórmulas o lenguajes había empleado, eran aspectos que aportaban una información extraordinaria acerca del conflicto que estaba cubriendo. Entonces decidí que, a partir de mis crónicas y reportajes en El País, escribiría una sucesión de relatos de viajes por los conflictos de Oriente Próximo poniéndome a mí mismo como hilo conductor de la narración, que era lo que le daba sentido a las historias.
Siempre he considerado el periodismo como un género literario como pueden serlo la novela, el relato o el ensayo. Esta idea se vio reforzada con mis lecturas juveniles. Durante la segunda mitad de los años 1970 y principios de 1980 leí muchas obras del periodismo norteamericano traducidas al castellano: México insurgente, de John Reed, los artículos de Ernest Hemingway de cuando era corresponsal en la Europa de los años 1920, recogidos en la obra Publicado en Toronto. El Homenaje a Cataluña, de George Orwell… Y luego los nuevos periodistas de los años 1960 como el Truman Capote de A sangre fría o el Norman Mailer de Los ejércitos de la noche; o los Despachos de guerra de Michael Herr, un libro fantástico. Y por supuesto las maravillosas obras de Gay Talese. Me formé en esa escuela, cuyas obras —publicadas en su mayoría por Anagrama— devoraba con pasión.
Luego también repasé en profundidad a autores en lengua castellana, como Mariano José de Larra, y me di cuenta de que dos siglos después sus artículos seguían siendo muy válidos. Lo mismo podría decirse de la obra periodística de Julio Camba o la de latinoamericanos como Rodolfo Walsh o García Márquez. La clave del periodismo literario es que los textos no pierdan vigencia al cabo de 40, 50 o 100 años. Con ese espíritu escribí precisamente El partido de Dios.
En Oriente Próximo, una región del planeta que era y sigue siendo un verdadero polvorín, debiste encontrar un gran filón para escribir.
Siempre he dicho que ser corresponsal de guerra es relativamente fácil. Hace falta tener un buen estómago —esto me lo dijo por primera vez Tomás Alcoverro— ya que vas de aquí para allá cambiando constantemente de tipos de comida y no puedes permitirte andar con diarreas cada dos por tres. También hace falta estar en buena forma física y un cierto valor ya que, por ejemplo, no puedes asustarte fácilmente con disparos o cañonazos. Por lo demás, se trata de sacar retratos escritos de lo que ves. Las instantáneas de guerra son terribles y hermosas al mismo tiempo porque la guerra saca lo peor y lo mejor del ser humano. Si vas a un sitio donde ha habido un atentado con un coche bomba que ha matado a sesenta personas, solo tienes que sacar la libreta y empezar a tomar notas de lo que ves y escuchas. Luego basta con poner un cierto orden y enseguida tienes una crónica espeluznante. La guerra es un gran material literario, tanto para la literatura como para el periodismo. Hablemos de las astucias que aprendiste para abordar las entrevistas a lo largo de tu dilatada experiencia. ¿Usabas grabadora o tomabas notas?
Al contrario de lo que hacen en la actualidad tantos torpes periodistas españoles, para mi la entrevista no es plantear un cuestionario establecido de antemano y limitarte a esperar las respuestas de tu interlocutor. La entrevista es una conversación en la que propones una serie de temas que te interesan y, a partir de ahí, escuchas. Es muy importante escuchar a tu interlocutor, ya que muchas veces te da noticias y pistas maravillosas para seguir adelante con la conversación. El entrevistado opina, por supuesto, pero el periodista, lejos de limitarse a enunciar las preguntas que lleva preparadas, también puede hacer comentarios, emitir opiniones y esperar la respuesta del otro sobre su opinión. En definitiva, se trata de una conversación entre dos seres libres que ha de ser lo más profunda posible.
En mis entrevistas tomaba algunas notas y grababa, y a la hora de la transcripción intentaba reproducir con la mayor fidelidad posible la forma de hablar de cada personaje. Son lamentables las entrevistas escritas en las que toda la gente habla igual, como en el libro de estilo de El País, ¿sabes?, porque cada cual habla de un modo distinto: Hassan II no hablaba como Miterrand y Mubarack no hablaba como Mandela. Con la transcripción se tiene que procurar que la voz del entrevistado suene lo más posible a como es en realidad. Y para eso lo mejor es grabar. Además, la grabadora da mucha libertad mental porque te permite seguir la conversación y escuchar sin necesidad de tener que estar transcribiendo. De ese modo, puedes oír cosas muy interesantes que ni imaginabas.
Recuerdo que cuando entrevisté a Mandela le pregunté: “¿Usted no ha tenido nunca deseos de venganza con la gente que le encarceló durante tantos años?”. Y me respondió; “Por supuesto, soy un pecador”. Ahí pensé: “Bueno, pues hablemos del pecado”. Al final acabó contándome que para él la mejor penitencia que podían tener los blancos supremacistas de Sudáfrica era quedarse en el país trabajando en beneficio de la población africana. “Además —me dijo— esto es muy útil porque si los blancos se fueran, nosotros no sabríamos hacer funcionar ni los semáforos, ni las torres de control de los aeropuertos”. En definitiva, gracias a haber ahondado en la idea del pecado, surgió un trozo de conversación interesantísimo.
En efecto, la grabadora permite disfrutar más de la conversación. Sin embargo, hay algunas excepciones, como por ejemplo la de Margarita Riviere, que siempre transcribió sus entrevistas a partir de las notas que tomaba, sin grabadora.
Por supuesto, tomar notas no es óbice para llevar a cabo una buena transcripción. En este sentido, Truman Capote era fantástico. En su libro Retratos, que reúne conversaciones con Marlon Brando y Marilyn Monroe, entre otros, Capote ni tomaba notas ni grababa. ¿Sabes por qué? Porque lo guardaba todo en su memoria, que era prodigiosa. Luego volvía a su casa y transcribía las conversaciones tal cual; y los personajes, cuando leían la cosa publicada, se reconocían plenamente en aquellas palabras. En A sangre fría empleó el mismo método cuando hablaba con los asesinos en el corredor de la muerte. En todo caso, si no se tiene una memoria tan extraordinaria como la de Capote, a la hora de encarar una entrevista en profundidad con un personaje que vale la pena, lo mejor es una combinación de ambas cosas, grabar y tomar leves notas.
En 2004 tuve una conversación larguísima con John Le Carré en Wengen, Suiza. Como siempre, tomé notas y grabé. Hace unos días, tras su muerte, releí la entrevista para escribir una sobre él infoLibre y me percaté de que fue una conversación en que estuvimos hablando de la guerra de Irak, de George Bush y Tonny Blair, de Aznar y Zapatero. Y no era el tema “oficial” de la entrevista, sino que la conversación tomó esos derroteros. Leída ahora, quince años después, es una entrevista de puta madre en la que Le Carré suelta frases memorables como aquella de: “Los políticos hacen todo lo que pueden para vender sus mentiras a la prensa, después leen sus propias mentiras en la prensa y piensan que son verdad y que esa es la opinión del pueblo”.
Este proyecto llamado ‘Cronistas de este mundo’ recoge conversaciones sobre el oficio con el fin de que sirvan a todos para aprender. Hoy en día hay miles de periodistas que no han pisado jamás una redacción, eso de aprender los unos de los otros en el día a día se ha perdido en gran medida. A ti y a otros grandes periodistas de tu generación os echaron precisamente cuando más conocimientos podíais aportar gracias a vuestra experiencia.
El gran periodista barcelonés Miguel Ángel Bastenier siempre decía que una redacción debía tener un equilibrio determinado entre gente principiante, gente madura y veteranos, sexagenarios y septuagenarios que enseñaran a la siguiente generación. Gente que diga a los más jóvenes cosas como: “¿Todo esto lo has comprobado?” o “La noticia la tienes en el cuarto párrafo y no te has dado cuenta”. Evidentemente, esto se ha perdido. A los veteranos nos echaron a la puta calle y ahora a los jóvenes no les miran nada de lo que escriben. Hasta el punto en que muchas veces los textos salen incluso con faltas ortográficas y gramaticales o datos contradictorios.
En uno de mis artículos recientes en infoLibre hablo de aquellos tiempos, en los años 1980, en que mis jefes de El País rechazaban publicar sin mayor verificación cualquier cosa que dijeran los políticos, fueran gobernantes u opositores. Había que comprobar que aquello que decían era cierto y también que era verdaderamente relevante. Si no era ambas cosas, mis jefes arrojaban el texto a la papelera y me pedían que les llevara información propia, importante y verificada. Aprendí muchísimo de periodismo con los veteranos de la primera redacción de El País.
Recuerdo una anécdota muy graciosa de una vez que empecé a escribir una crónica de un accidente de avión en Madrid en la que decía algo así como: “Los últimos pensamientos del piloto fueron…”. Mi redactor jefe me miró y dijo: “¿Y tú cómo sabes cuál fueron los últimos pensamiento del piloto? ¿Estabas en su cabeza o tienes telepatía o algún tipo de conexión con los muertos?” Le miré y dije: “Menuda gilipollez he escrito”. Aquello era un error absurdo, típico de principiante. ¿Cómo iba yo a conocer los pensamientos del piloto? Por suerte, teníamos maestros.
Recuerdo bien la primera vez que leí un artículo tuyo en tinta Libre. Hablabas del wellness “y otras gilipolleces americanoides” que importamos a Europa con tanto empeño. No sabía todavía quién eras pero pensé: “Me gusta su estilo”. Dicho esto, ¿qué es para ti el estilo o cómo lo defines?
Creo que todo periodista debe tener voluntad de estilo. El estilo es el modo que uno tiene de contar el mundo. En mi caso, es con frases cortas y transparentes; procuro que el lector entienda a la primera lo que quiero decir. En ese sentido, soy de la escuela Hemingway. Y otro rasgo de mi estilo es el empleo de una cierta dosis de humor. Procuro usarlo sobre todo cuando me refiero a las tropelías de los poderosos. El otro día escribí que la política de la derecha en Madrid es tan castiza como desayunar con un carajillo de anís, una costumbre que casi nadie sigue hoy en día de lo antigua y casposa que es [risas]. Esos toques de humor con mala leche son característicos de mi forma de contar el mundo.
Fuiste fundador y primer director de tintaLibre, el mensual en papel de info Libre. En la actualidad todavía eres una de las firmas habituales de la revista.
Fundamos tintaLibre con el objetivo de que fuera la revista del periodismo literario o narrativo, llámalo como quieras, en castellano. Durante el tiempo en que la dirigí, publicamos crónicas no sólo de autores españoles, sino también de latinoamericanos como Alberto Salcedo Ramos, Martín Caparrós y Leila Guerriero. Era una época en la que se hablaba mucho de la nueva crónica latinoamericana y nuestro afán era traer a estos escritores al público español, promocionar aquí este tipo de periodismo. ¿Se ha conseguido? En cierta medida sí. Y si no se ha logrado del todo ha sido básicamente por falta de recursos económicos. En todo caso, en estos años hemos conseguido publicar al menos una treintena de buenos textos periodísticos que ya no se publican en los viejos diarios impresos.
Lo que más triste me parece de la prensa escrita, específicamente de mi ex diario El País cuando me topo con él en alguna cafetería, es que en ellos no encuentro nada para leer. Cuando fui director adjunto, siempre decía que un periódico tenía que tener tres o cuatro piezas diarias bien escritas, para leerlas por el mero hecho de disfrutar de una buena escritura, ya fueran una crónica, un reportaje o un artículo de opinión. Y ahora veo que los diarios impresos cuentan las cosas tal y como ya las han contado el día anterior en la web, de forma meramente informativa, para los septuagenarios que aún no están en internet. ¡Qué triste!
Ramón Reboiras, actual director de tintaLibre, tiende a concebir cada número con un enfoque monográfico. Cómo es vuestra relación, ¿te propone él los temas o vas por libre?
Ramón Reboiras lo está haciendo bastante bien. Generalmente hablamos y me dice por dónde va la revista. A partir de ahí, decido un tema sobre el que escribir y el querido Ramón encuentra acomodo a mi artículo. En tintaLibre ahora ya no estoy haciendo reportajes como los que hice durante tantos años en El País, sino más bien textos de pensamiento, lo que en el mundo anglosajón se conoce como ensayos periodísticos.
Antes mencionaste a Martín Caparrós. Como sabes, hace un tiempo dejó de escribir en The New York Times porque le tocaban los textos. Supongo que llega un determinado momento en la carrera de un periodista en que eso ya no tiene ninguna cabida.
Totalmente de acuerdo. Yo tuve una etapa de aprendizaje de unos cuatro o cinco años. Pero a partir de un determinado momento, y una vez conocidas las reglas básicas del periodismo y estando seguro de mi manera de escribir, me molestaba muchísimo que tocaran lo que escribía. Desde mi posición de corresponsal en el extranjero, consideraba al editor de Madrid en cierto modo como un enemigo. Porque enviaba textos que consideraba casi perfectos y entonces él venía y te metía una “morcilla” que saltaba a la vista que era un agregado hecho desde la redacción. Por ejemplo, una vez cubrí una comparecencia de Bill Clinton sobre el asunto Monica Lewinsky. Me salió una crónica estupenda en la que explicaba cómo respiraba Clinton, cómo se movía, qué decía… Y luego, en la edición impresa del día siguiente, un editor en Madrid había metido con calzador y entre paréntesis algo así como “por otra parte, el fiscal general de EEUU, Fulano de Tal, declaró ayer que enviará la próxima semana a la Corte Suprema tal dossier, el dossier informa Reuters…”. Metió esta “morcilla” en mitad de la narración, jodiendo un buen párrafo, para aportar una información que no tenía el menor interés. Era para meter lo último, una novedad sin importancia, para demostrar que el periódico tenía los servicios de las agencias.
Posteriormente, cuando de mis artículos publicados en El País he hecho libros, mi primera tarea ha sido quitar todas esas “morcillas” torpes, absolutamente coyunturales, intrascendentes y prescindibles. Las redacciones de ahora están obsesionadas con la actualidad que ven en las televisiones, las agencias o internet. Pero una cosa es la última hora y otra cosa es lo importante. Un gran escritor periodístico como Martín Caparrós ya sabe contar qué es lo importante acerca del asunto que está cubriendo, faltaría más. Y si en la redacción no confían en él, pues hace muy bien en irse. En su día, reproduje el artículo de Caparrós, del que también me gustó mucho su crítica al periodismo que predica una supuesta equidistancia y jamás pone en cuestión a los amos del universo.
En este oficio, como en la música, uno muchas veces aprende “robando” cosas a otros. Decía el escritor Jorge Carrión que en cierta obra había usado la segunda persona del singular como voz narradora, un recurso que había visto antes en Juan Goytisolo. También son muchos los que han copiado a Caparrós la manera de apostillar los diálogos. ¿A quién has copiado tú, si es que lo has hecho, o qué escritores te han inspirado más en este sentido?
El oficio de escribir, sea periodismo, sea ficción, se aprende leyendo y escribiendo; no hay otra vía. Y es cierto que de tus lectura vas adoptando, consciente o inconscientemente, una serie de trucos, recursos, técnicas y soluciones narrativas. Yo soy de la escuela de escritura limpia y directa de Hemingway y Dashiel Hammett, la de las frases cortas, comprensibles y contundentes, lo que, en contra de lo que se cree mucha gente, resulta con frecuencia más laborioso que la escritura oscura, recargada y pedantuela. El periodismo es una buena escuela para esta escritura. Como siempre debes cortar tu primer borrador por aquello de la falta de espacio, tienes que podar, tienes que quitar adjetivos, palabras, frases y hasta párrafos no esenciales. Y podando descubres que el texto va quedando mejor, mucho mejor.
La experiencia de tantos años en el oficio supongo que aporta a uno bastante agilidad, ¿no? ¿Lo pasas mal escribiendo?
A mí el periodismo me sale con mucha rapidez, llevo varias décadas escribiendo artículos, reportajes y columnas contrarreloj. En cambio, la ficción me requiere más esfuerzo porque solo la practico desde hace un lustro. En uno y otro caso, me lo paso intelectualmente bien escribiendo. Pero no puedo decir lo mismo en el aspecto físico. Escribir durante varias horas seguidas es un trabajo que termina produciéndote dolores de espalda. Y con la edad, claro, esos dolores se hacen más frecuentes y agudos. Ahora tengo que levantarme de la silla cada dos por tres para dar paseítos.
En tiempos de hiperconexión en que estamos permanentemente pendientes de Twitter y demás redes, ¿cómo haces para escribir, ya sea artículos u obras literarias, te aislas y cierras las redes sociales y el correo?
Generalmente, todas las mañanas veo los periódicos digitales que me interesan, y entro a las redes sociales, Twitter y Facebook, básicamente. Pero si ese día me toca escribir, aunque sea para comentar la actualidad, me limito a dar un vistazo rápido y procedo a aislarme ante mi portátil. Sé lo que quiero decir y procuro que nada me intoxique, que nada de lo último me desvíe de lo que considero relevante. Aprendí de mis maestros que el periodismo que vale la pena se ocupa de lo importante y relevante, no de lo último. Lo que, por supuesto, sí hago cuando ya he terminado mi artículo y estoy a punto de enviarlo a la redacción, es mirar por encima los últimos titulares para comprobar que no ha pasado algo importante que altere de veras lo que he escrito; por ejemplo, que la persona de la que hablo no haya muerto, jeje. Incluso en el análisis de la actualidad que hago ahora en mis columnas en infoLibre procuro escribir con una cierta voluntad de eternidad, tratando de poner el foco siempre en lo perdurable. Porque en el 90 por ciento de las veces, aquellas informaciones por las que se desviven las redacciones digitales no serán ni una nota a pie de página en los libros de historia, nadie las recordará.
Cuando escribes, ¿prefieres la tranquilidad de tu casa de Bubión o la vorágine de Madrid?
Como empecé como cronista de sucesos y corresponsal de guerra, me acostumbré muy pronto a escribir con el parloteo de mis compañeros, el bullicio de la radio o la tele y hasta el estruendo de las sirenas y los cañonazos. Un periodista que no es capaz de aislarse mentalmente y concentrarse en la redacción de su historia lo tiene crudo. Esto no es contradictorio con el hecho de que para escribir ficción prefiera el mayor silencio y aislamiento de Bubión o Tánger, mis dos sitios favoritos para novelar.
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Jordi Pacheco
Periodista freelance especializado en la cobertura de información cultural y socio-religiosa. En la actualidad es director de la revista Foc Nou y colaborador de diversos medios escritos y audiovisuales.
Forma parte del Col·legi de Periodistes de Catalunya.
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