El día en que Antonio Tejero y otros guardias civiles irrumpieron en el Congreso de los Diputados con las armas desenfundadas al grito de ‘Quieto todo el mundo’, Maruja Torres se encontraba en la redacción de Pronto y escuchó los hechos por la radio. Trabajar en la prensa rosa no era, sin embargo, el sueño de Maruja. “Escribía en Pronto llorando mientras veía que en otras partes se empezaba a hacer un periodismo de gran calidad y aparecían nuevos diarios”, admite. Por eso, al cabo de unas horas del Golpe de Estado del 23-F, cuando la cosa se calmó, salió a la calle y, al ver El País en los quioscos, pensó: “Yo tendría que estar trabajando aquí”.

Entrar en el rotativo de la familia Polanco no era fácil para una periodista que, como ella, “no pertenecía al clan Pujol ni al clan de los socialistas” y que venía de escribir de cine en Fotogramas. No obstante, aceptando la sugerencia de Jordi Socías de que se trasladara a Madrid so pretexto de que allí encontraría más oportunidades, Maruja vendió su televisor y se fue para la capital. Pasó un año colaborando con la sección de Cultura de El País, hasta que, después de “dar mucho la lata”, consiguió que la hicieran fija. Pero como lo quería Maruja era viajar, poco después dejó El País y se fue a Cambio 16, revista para la cual cubrió, entre otras cosas, el asesinato de Indira Gandhi en la India y algunos crímenes de la Mafia en Sicilia. Luego, Jesús de Polanco, que le había estado leyendo, le pidió que volviera a la redacción de Miguel Yuste. “Fue entonces cuando, finalmente, en El País aceptaron mi condición de viajar”, rememora.

A pesar de cubrir multitud de conflictos desde varios continentes, Maruja no tuvo un territorio propio fijo igual que otros corresponsales del periódico. “Yo vivía de cuando los otros estaban de vacaciones o habían ido a otro sitio”, aclara. Fue, como dice, un “comodín muy espabilado” que sabía ingeniárselas para convencer a los jefes del periódico de la necesidad de mandar a alguien a los sitios diciendo cosas como: “¡Que están echando a los Palestinos del sur del Líbano y nadie lo cubre!”, cuenta hoy entre risas.

“Retirada del circo” del periodismo y la literatura, Maruja ha sido premiada en numerosas ocasiones y tiene en su haber, además de centenares de reportajes, artículos de opinión y entrevistas de actualidad, una veintena de libros publicados. La mayoría de ellos, novelas. Pero también obras periodísticas como Mujer en Guerra. Más masters da la vida (El País-Aguilar, 1999) o Amor América. Un viaje sentimental por América Latina (El País-Aguilar, 1993), títulos que han hecho que esta escritora nacida en El Raval de Barcelona se gane un puesto entre los mejores cronistas en lengua castellana del siglo XX. “En el caso de Amor América”, relata, “tuve el privilegio de estar allí durante dos meses reporteando, aunque te aseguro que este tiempo es una miseria tratándose de un continente como aquel”.

¿De dónde surge la idea de Amor América?

La iniciativa fue de Juan Cruz, que me sugirió recopilar en un libro los reportajes sobre América Latina que había ido publicando en El País. Pero la idea de recopilar no me gustaba y prefería hacer era un libro en el que explicaría precisamente todo lo que no pude explicar en los reportajes. Y además de vehicular la narración a través del viaje en tren, introduje mis vivencias con América, por eso Amor América es bueno. Recuerdo que salió simultáneamente junto a dos libros de Manuel Vicent y Eduardo Haro-Tecglen. A diferencia de ellos, que recopilaron sus artículos en El País, yo reescribí todo. De modo que me encerré en una casa —era la primera vez que lo hacía— y me dediqué a escribir el libro.

Pertenece a una generación a la cual le pagaron para viajar y contar el mundo. Los periodistas de hoy no podrían ni soñar con una vida profesional así.

Estoy tentada de hacer un libro tipo Si lo sé me fijo, para haber disfrutado más. Pero en fin, esto sirve para todos en la vida: hay que fijarse más en lo que se tiene. Me hubiera gustado hacer libros de viajes pero era algo que estaba fuera de mi alcance. En primer lugar, porque tenía que ser reportera y tenía que aprovechar lo que tenía —siempre he llegado 10 años tarde a todo. Y en segundo lugar, porque lo que en aquel entonces me gustaba era andar de un lado para otro con la maleta, enviar la crónica o el reportaje y volver.

Amor américa está escrito con un estilo muy cinematográfico que hace al lector sentirse partícipe de la historia. Hay recursos como flashbacks, descripciones que parecieran planos detalle, transiciones, movimiento constante.

La forma narrativa la aprendí yendo al cine de pequeña con mi madre. Esto es algo que hablaba mucho con [Juan] Marsé y Manolo [Vázquez Montalbán]. Fuimos una generación que nos educamos en el cine porque afuera, en la calle, hacía frío. De modo que por poco que haya nacido para el oficio de explicar historias, prefiero fijarme en Hitchcock, en esta manera suya de coger al espectador de la nariz y dirigir su mirada. Por lo demás, recursos como el flashback ya forman parte de mi vida. También me gustaba mucho hacer esta cosa del impresionismo: mientras vas en tren, describir el paisaje que pasa deprisa, las cosas que suceden, la gente que sube y baja… El movimiento, la transición. Pero todo esto lo hacía sin haber estudiado ni haber asistido a cursos de literatura. Una hace lo que sabe.

Dice Javier Valenzuela que la guerra es un gran material literario. De hecho, el capítulo más trepidante y con más suspense de Amor América es aquel en el que narras el tiroteo en Ciudad de Panamá que acaba con la vida de tu compañero, Juantxu Rodríguez.

Recuerdo muy vívidamente todo lo que pasó y realmente fue trepidante, pasé un miedo que te cagas. Pero iba de un lado a otro porque es lo que se hace en las guerras. En la pandemia de coronavirus, sobre todo durante el primer confinamiento, yo entré en estado de sitio: no puedes salir, estás en peligro y has de hacer como si el mañana no existiera porque si no te volverías loca. Esto es lo que se hace en las guerras: “me están bombardeando y tengo que escapar porque tengo que contarlo”. Punto. Y al día siguiente lo mismo. Y cuando llega la noche, lo único que quieres es un whisky y un compañero para dormir juntitos detrás de los sacos terreros y no pensar, que mañana será otro día. Por eso, en la guerra no hay nada peor que te llame tu familia por teléfono para saber cómo estás. Porque entonces esa llamada introduce el mundo que puedes perder y esto no se puede admitir.

En tu libro explicas que durante el tiroteo en Panamá te arrimaste a un compañero y le dijiste “abrázame que no quiero morir sola”. Haces al lector sentir como si estuviera allí.

Esto fue con Roberto, el chofer que teníamos Juancho y yo. Mientras llovían las balas nos escondimos debajo de un coche y le dije aquello de abrázame que no quiero morir sola. Además, recé a mis dioses del periodismo, entre ellos Ismael López Muñoz, para que si me disparaban, me dieran en la cabeza. La acción es lo que tienen los buenos narradores americanos, que no se entretienen en párrafos inacabables llenos de adjetivos. El movimiento. Graham Greene decía que si en la segunda línea el personaje no se está moviendo, malamente.

Buen consejo de escritura.

Sí, el movimiento es muy importante. Aunque se trate de un movimiento interno. Por ejemplo (me lo invento) escribes como primera frase: “Voy a cometer una traición”, fíjate qué movimiento hay en esa frase. Con esto estás diciendo muchas cosas y el lector se pregunta qué va a pasar, a quién se va a traicionar. Lo que no puede ser es eso de “nací en 1943 en el seno de una familia humilde”.

Cuentas en Amor América que en aquella época tenías un abrigo reversible que te dio mucho juego en tus reporteos.

Cuando vivía en Madrid —en aquella época no éramos nada animalistas—, me compré a plazos un chaquetón muy bonito que era reversible. Bisón por un lado y piel por el otro. Me dio mucho juego porque yo me camuflaba mucho. A mi no me iba esto de ir a un sitio y sacar la “alcachofa” [micrófono] y decir “hola soy Maruja Torres de El País, qué opina usted de…” No sirve para nada. La función del periodista es convertirse en un mueble, en un árbol, en un mineral; absorber y ver cómo la gente actúa pero sin que se sepa. Somos espías. Otra cosa distinta es si vas a por declaraciones. Pero en general no hay por qué decirlo todo. Una vez fui a entrevistar a unas de las mujeres de la Junta Militar de Chile y llevaba ese abrigo, sonreí muy mona y dije: “es para el suplemento dominical femenino de El País”. Con esto no estaba diciendo ninguna cosa muy alejada de la realidad porque el suplemento tenía sección de moda y estilo. El abrigo me fue muy bien, al final se lo acabé regalando a mi hermana.

¿En los viajes tenías miedo a perder tu libreta de anotaciones? Javier Reverte contaba que prefería perder el pasaporte antes que las notas.

Por supuesto, pero lo cierto es que nunca me pasó esto de perder las notas. Hice cosas como por ejemplo entrar en el campo de refugiados de Chatila (asediado entonces por los sirios) fingiendo ser una pariente española de una mujer palestina. Dejaban entrar a los parientes de modo que hice el numerito junto a Juan Carlos Gumucio (que en paz descanse), colombiano que en aquel momento era corresponsal de The Times, de Londres, y de la cadena norteamericana CBS. Lloré como si fuera su mujer o algo así, monté el número y el sirio, que era más tonto que hecho a medida, dijo “déjala pasar”. Entonces pasé al puesto de los sanitarios, que es donde siempre encuentras la información. Para sacar estas notas, como nos registraban a la entrada y la salida, las metí dentro del cilindro de los tampones. Además, hice una copia y se la hice pasar a una chica palestina que iba delante para que lo llevara por el mismo sistema. Nunca he perdido las notas. Solamente en Panamá, cuando tuve que salir corriendo y dejarlo todo atrás. Había empezado el viaje desde el sur de Chile y figúrate la cantidad de papeles que podía llevar y notas de gastos. Tengo muy buena memoria, así que las notas no me preocupaban tanto como los justificantes de los gastos. Al final cobré todo sin problema. Eran otros tiempos, ciertamente.

Cómo ha cambiado el cuento.

Realmente yo no acabaría nunca de hablar de aquellos tiempos, pero lo que me genera angustia es la situación actual de los jóvenes periodistas. Cada vez veo más comunicados y menos buena información. Es muy difícil encontrar un buen reportaje para leer, y cuando se encuentran, a menudo son patrocinados por oenegés o por sitios que son demasiado lacrimógenos. Creo que Kapuscinski hizo mucho daño al periodismo con aquella frase de “quien no es buena persona no puede ser buen periodista”.

¿Por qué?

Conozco a muchos hijos de puta que han sido muy buenos periodistas. Ser buena persona no te capacita en absoluto para ser buen periodista. Tengo la impresión de que en la actualidad hay un exceso de buen personismo. Hay como subgéneros: minorías oprimidas, refugiados, mujeres maltratadas, mujeres abandonadas. Todas estas realidades han de darse porque son noticia, no porque vayamos a hacer llorar al personal. El llanto de la gente dura lo que dura, es una moda; lo vimos en el caso de Alan Kurdi, el niño sirio. En este momento hay cantidad de mujeres maltratadas, víctimas de trata, niños violados, todo esto es horroroso, pero dura lo que dura. Y ante estas realidades, hay quienes siempre lo están explicando, pero la gente se acostumbra también a estas cosas, que por otra parte no tienen solución. En cualquier caso, siempre es mejor que el periodismo exista a que no.

¿Te gustaba más escribir o reportear?

Reportear, siempre. Lo que pasa es que el cuerpo, o más bien las piernas, me abandonaron. Por suerte, cuando empezaron a venir mal dadas, ya estaba a punto de jubilarme. En todo caso me gusta escribir —tengo muchas cosas para mi que no sé si algún día sacaré—, pero a mi manera, ya sin presión, sin tener que ir a la tele o la radio a vender el pescado. Pero lo cierto es que mientras me dure la pensión y los cuatro duros que tengo ahorrados… luego ya veremos por donde tiramos.

Entonces continúas escribiendo.

Continúo pensando, que es la antesala del escribir. Y tomando algunas notas. Pero muy en la intimidad, ¿sabes? Es como hablar sola. Con la pandemia de coronavirus empecé a tener sueños buenos y pesadillas, relacionadas con lugares, que no me dejaban dormir. Y me apacigua bastante anotar los pensamientos cuando me vienen. Pero sí, lo que más echo de menos es coger una maleta pequeña e ir a visitar a mis amigos periodistas que tengo por todo el mundo y hablar de periodismo con una copa. Eso era lo mejor del mundo.

Esto tiene que ver con lo que comentábamos antes. El privilegio de viajar para hacer periodismo os ha dado la oportunidad de conocer gente en todas partes.

Un privilegio brutal, porque al menos los recuerdos me acompañan, ¿sabes? Por no hablar de las llamadas y los mensajes que intercambio a diario con compañeros. Pero pienso que nunca conseguiremos viajar en el tiempo. Volver al mundo que tuvimos no es posible. Aunque el mundo que viene, informativamente, es quizás más interesante, y también más terrible.

Aunque las condiciones para ejercer la profesión no son ahora las mejores, ciertamente.

Estamos en las peores condiciones justo ahora que podríamos hacer mejor periodismo. Aunque desde luego durante el confinamiento se han hecho cosas muy buenas. El hecho de haber seguido informando a pesar de las restricciones de acceso, movilidad y demás significa que hay muy buenos reporteros. La pena no es solo que se esté trabajando en precario, sino que además no están los mejores talentos al mando. El problema a veces es que hay grandes reporteros que son ascendidos y luego, como jefes, resultan mediocres.

En tu época se trabajaba con tiempo. Ahora, en las redacciones todo son prisas y si algo nos quejamos los periodistas es precisamente de la falta de tiempo.

Antes tenían una persona de calidad en exclusiva en un sitio. Esto ha ido evaluando el periodismo. La crónica (la buena crónica) necesita tiempo, una persona que sepa escribir, datos… Y el buen reportaje también. Ahora hemos llegado a un punto en que no es tan fácil encontrar un buen reportaje, con declaraciones de todo el mundo, imágenes del lugar donde pasan las cosas, y bien montado. Todo esto antes se hacía, en radio y en la tele pública. Yo y todos los periodistas de entonces. Esta cutrería de ahora, esta falta de medios, es cosa de la crisis, del cambio de paradigma, de la codicia de las empresas, del bajo precio actual de la carne del periodista y de la dictadura digital. Hay gente que trabaja con tiempo: el New York Times. Sin tiempo, el periodista no puede profundizar.

¿Crees que ahora, con tanta limitación de movilidad, y habiendo descubierto que podemos ahorrarnos desplazamientos gracias a las nuevas tecnologías, se puede hacer buenos reportajes sin movernos de casa, sin ir a los sitios?

Se puede hacer, pero se pierden por el camino el olor, las sensaciones, todo aquello que transpira mi Amor América. Con mis crónicas y reportajes siempre intenté que quien leyera sintiera el sitio. Buscaba el detalle. Siempre recuerdo cómo era el Santiago de Chile de Pinochet. Cómo eran aquellos edificios siniestros donde la gente entraba a pedir préstamos, se endeudaban para pagar las viviendas de mierda que les había hecho el dictador en las viñas miseria. Todo esto lo resumí un día que fui a ver a un prestamista y me fijé en una paloma sobre una ventana de una escalera muy del estilo del expresionismo alemán: ese tipo de detalles son los que dan cuerpo. Puedes hablar de que hay tantos refugiados en tal campo, pero si no describes las cosas que vende la gente en los puestecillos de los campos de refugiados (el reloj de su padre, un lápiz), si no haces esto, no hueles, no sientes. Así hace Mónica G. Prieto, que es una de las grandes reporteras de ahora. Trabaja como freelance para La Marea, Ara y otros medios, pero se merece ser corresponsal en algún sitio o enviada especial cada dos por tres.

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Jordi Pacheco

Periodista freelance especializado en la cobertura de información socio-religiosa. En la actualidad es director de la revista Foc Nou y colaborador de diversos medios escritos y audiovisuales.
Forma parte del Col·legi de Periodistes de Catalunya.

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