Muñeca rota

«Todavía el corazón no le cuelga de un hilo, como cuelgan los frutos descompuestos o los retratos de pared mecidos por el viento. Todavía su corazón, hoy un higo seco, bombea rozagante. Pero bien pronto le va a colgar. Después de todas las veces que se zafó y ella lo apuntalara con fiera diligencia, el corazón va a desprendérsele como el ala de una ventana rota y el aire gélido que empezará a colarse por ahí la volverá un animal demente y lastimero, un músculo que aúlla.»

Texto: Carlos Álvarez  |  Fotos: Revista El Estornudo

Es la noche del 10 de mayo de 2015 y Cándida López recibe en su casa de Regla, a las afueras de La Habana, la llamada desde Quito de su hija Mayara Albite, felicitándola por el Día de las Madres. Cándida recuerda una conversación diáfana, amorosa, barnizada apenas por la congoja propia de la distancia física. Su hija, incluso, se muestra más vivaracha y activa que en otras ocasiones.

Que su hija nuevamente se asemeje a sí misma parece razón suficiente para que Cándida recupere un poco la calma que desde octubre de 2014 ha venido perdiendo, cuando Mayara, después de vender la casa de su difunto padre en San Miguel del Padrón, decidiera emigrar a Ecuador y probar suerte con su novia Waday, una mulata china de cuarenta años que Cándida siempre ha detestado porque somete a su hija, de tan solo veintitrés.

Desde entonces, despechada y en suelo desconocido, Mayara es cada vez más un puchero mustio. Mayara es cada vez menos Mayara; hasta que, en la mañana del 12 de mayo, Cándida recibe otra llamada al celular desde el número de su hija. Un dique por el que se desbordaron los acontecimientos.

–Yo me había levantado ese día sin ganas de desayunar –dice–. No quería ni salir de la cama. Tenía una apretazón en el pecho. No sabía lo que me estaba pasando.

Ojos de desespero, la boca una pasta de saliva y lamentos, el rostro duro y huérfano, el corazón boqueando. Saltando de agonía, como pez en la arena.

Cándida estatua de sal. Cándida mujer de Lot. Cándida petrificada en la noticia, en el instante, en el túnel a fondo donde le dicen para siempre que ayer en la noche, de la viga de un closet, con las tiras de una maleta.

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La presión arterial se le dispara. Todo lo que Cándida haga de ahora en adelante, desde la infatigable cruzada por el regreso del cuerpo de su hija, hasta los breves momentos en que intenta pensar en otra cosa, lo hará con los nervios pulverizados, sumida en un luto cancerígeno que se irá manifestando de distintas maneras y que siempre –no importa cómo se manifieste– tendrá un punto de horror en común: no tener dónde apoyarse, qué venerar.

Cuarenta y cinco minutos después de conversar con Cándida, Waday –la China– vuelve a llamar, y habla con la cuñada de Cándida. Necesita 5 mil dólares, dice con voz desdeñosa, y un poder que la autorice a gestionar los trámites para la repatriación del cadáver.

A su regreso del policlínico, desconcertada aún, aferrada a la cada vez más débil posibilidad de que le hayan estado tomando el pelo, Cándida decide que no le va a enviar ningún dinero a la China, primero porque no lo tiene y segundo porque en ningún caso le enviaría nada a esa arpía, y mucho menos un poder.

Cuando pasan las horas suficientes como para confirmar que no se trata de una broma, Cándida precisa de otra corazonada, y la encuentra.

–La China asesinó a mi hija –dice–. Mi hija estaba llena de vida. Una madre no se equivoca. Por encima de todo, mi hija amaba y respetaba mucho la vida.

Y un rato después:

–Si la traen, la voy a vestir. Si no me la dejan vestir, la voy a besar, la voy a tocar. Quiero hacerlo todo.
Así, entre la rabia ciega y la más descarnada ternura, durante la primera semana después de la noticia, Cándida recorre distintos organismos en busca de ayuda. Va a la funeraria de Calzada y K. Va a las oficinas de atención a la población en el Ministerio de Relaciones Exteriores (MINREX). Va al Consejo de Estado. Va a la embajada de Ecuador. Va al Centro Nacional de Educación Sexual (CENESEX), donde su hija fue activista durante un tiempo. Va a los estudios de Kcho, artista plástico con influencias dentro del poder político. Va a la iglesia de la Catedral a entrevistarse con el cardenal Jaime Ortega. Va adonde Eusebio Leal, historiador de la ciudad. Escribe cartas al presidente Rafael Correa y –quién sabe por qué– al periodista de Telesur Walter Martínez.

“Si los Derechos Humanos me traen el cuerpo de Mayara y tengo que gritar que el presidente es homosexual, lo grito, no tengo miedo”

En estas gestiones la acompaña Iris Jiménez, expareja de Mayara que en cuanto se enteró del suicidio no encontró más alivio para su desazón que ponerse en función de Cándida. Finalmente, la información que Cándida recopila coincide básicamente con el pedido de la China.

–Para el traslado del cadáver, la familia tiene que contactar con alguien en el país, un amigo o familiar y enviarle el dinero, en este caso alrededor de 6 mil dólares. Se tramita a través del consulado y aquí, cuando llega el vuelo, nos notifican, pagan doscientos pesos en el aeropuerto y nosotros hacemos el traslado hacia el lugar del entierro –dice Emir Díaz, de la oficina de Coordinación Internacional en la funeraria de Calzada y K.

Pero 6 mil dólares –entre tiquetes de avión, documentos legales, preparación del cadáver– suena como una sentencia extra. Todo el dinero que Cándida ha ganado en su vida no alcanza para juntar esa cifra. Junto a ella hay, en este momento, otras dos familias con hijos muertos en Ecuador. Una muchacha de veintiséis años a la que violaron y asesinaron, y un muchacho que fue a recibir un premio y sufrió un accidente.

Uno nunca cree que algo así le vaya a tocar, ninguno de los círculos de la pesadilla: que un hijo nuestro vaya a suicidarse; que un hijo nuestro vaya a suicidarse en el extranjero; que tengamos que pagar por el cadáver de un hijo nuestro, y que, además, tengamos que pagar una fortuna. Es de esa clase de cosas que –dicen– mejor no atraerlas con el pensamiento.

–Hubo un caso –cuenta Díaz– en que una familia envió el dinero, pero se perdió, y entonces decidieron incinerar. Sale más barato y es más fácil.

Pero Cándida no quiere oír de incineramientos. Reacciona como si le arrimaran un tizón encendido. Tiene que haber, piensa, otra opción.

En ningún lugar le ofrecen ayuda, y en el MINREX la asesoran, aunque, según ella, a regañadientes. Después de los primeros días, la China también se desentiende del asunto, en parte por la hostilidad de Cándida.

El 10 de junio llega al MINREX un email desde la Embajada cubana en Quito, a nombre del Consejero a cargo de los Asuntos Consulares: “Estoy localizando a Waday desde hace días para preguntarle porque (sic) no ha hecho otro trámite con nosotros de los que estaría obligada si se van a repatriar los restos. Ella estaba haciendo gestiones para el mejor modo de transportación, pero el cadáver se mantiene en medicina legal y no lo liberan hasta que nosotros no demos el permiso.

Si la señora madre tiene datos de la localización de Waday se lo agradeceríamos, porque los que dejó son insuficientes. Además, la madre tiene que dar la autorización de que Waday puede hacer todos los trámites de la repatriación (…)

No tengo resultado de investigaciones pues al parecer, según medicina forense, se da por concluido el suicidio”.

Pasa julio. Pasa agosto. Atrincherada en su luto, Cándida no tiene nada en la mano que le permita avanzar. Ni el dinero. Ni un aliado. Ni la caridad de una ONG o apoyo estatal. Con los funcionarios del MINREX pierde el vínculo, y amigos de Estados Unidos le comentan lo que averiguaron: a Mayara la trasladaron a una funeraria llamada El Diazepán. Intenta contactar con algunas revistas o programas televisivos de Miami, como el sensacionalistaAl rojo vivo, para que difundan su caso y alguien la socorra.

El amasijo de imposibilidades crea en Cándida una confusión agónica y desde sus entrañas suben crespones de impotencia.

–Soy sincera, y lo digo donde lo tenga que decir: si los Derechos Humanos me traen el cuerpo de Mayara y tengo que gritar que el presidente es homosexual, lo grito, no tengo miedo. Lo único que no pueden pedirme es que mate, que ponga una bomba, o un atentado, eso no. ¿Pero gritar? Yo grito lo que sea porque yo quiero el cuerpo de mi hija. Porque si tú eres mi gobierno, eres mi Estado, y yo me dirijo a ti, mi representante, lo único que yo tengo son ustedes, y ustedes no me dan una mano, ¿dime qué tiene que hacer una madre? Hacer lo que sea. No me voy a nado porque no voy a llegar. Pero si pudiera ir, iba.

Esto, la mordida rabiosa, es preferible al silencio, porque en la calma absoluta, cuando logra olvidar los enredos burocráticos, los trámites legales, el hastío de las instituciones y el infranqueable muro que conforman esos miles de dólares juntos, hay una verdad refulgente, más dañina, que le salta a la cara como ácido.

–No me puedo rendir. Mi hija donde está no puede saber que yo me he rendido, porque yo no soy mujer de rendirse, y menos por ella.

Eso: que su hija está perdida en un reino oscuro y lejano, y que necesita que la rescaten.

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Pareciera que, al lado de la hija suicida, del hecho concreto de que no va a volver, el sufrimiento por no tener su cuerpo es nada. Pero, en realidad, es todo. Pareciera que, al lado del peñasco que significa sobrevivir a tu hija, los obstáculos vulgares son nada. Pero, en realidad, son todo.

La muerte puede volverse más lacerante de lo que ya es por sí misma. La muerte no es solo la muerte y hay coletillas que pueden reducirla o aumentarla. Lo que Cándida pide, y no sabe a quién se lo pide, es nada y es todo.

Es un instante. Despedirse. Mirar a Mayara. Mirarla. Y luego ya. Hasta que esa minucia no suceda, no va a ceder. Y luego, entonces sí, la muerte. Esa testarudez, esa bruta porfía, esa obstinación animal, es tal vez lo que nos hace personas.

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A sus veintiocho años, en febrero de 1992, Cándida tuvo a Mayara. El padre, Ricardo Albite, era un negociante que le doblaba la edad. Cándida era su amante desde la adolescencia. El factor Rh de ambos –proteína de los glóbulos rojos que puede provocar un tipo de enfermedad hemolítica en los recién nacidos– resultó ser incompatible y como consecuencia a Mayara hubo que practicarle de inmediato un cambio de sangre.

A sus veintiocho años, en febrero de 1992, Cándida tuvo a Mayara. El padre, Ricardo Albite, era un negociante que le doblaba la edad. Cándida era su amante desde la adolescencia. El factor Rh de ambos –proteína de los glóbulos rojos que puede provocar un tipo de enfermedad hemolítica en los recién nacidos– resultó ser incompatible y como consecuencia a Mayara hubo que practicarle de inmediato un cambio de sangre.

Fue una niña enfermiza, con malformación congénita en el riñón y –más tarde– soriasis infantil, lo que explica que constantemente la sobreprotegieran. Complacida por el padre en todos sus caprichos y con la vigilante sombra de Cándida custodiándole las espaldas.

–Yo era una madre perseguidora, patrullera, y siempre le decía a los profesores: “por donde tú le des yo te voy a venir a dar. Procura no tocarla porque te mato como un perro.” No, yo no entendía.

Con Cándida –sabueso de presa– fisgoneando sin descanso.

–Mi hija llevaba un diario y yo de fresca se lo revisaba de vez en cuando.

Con Cándida –oráculo sensitivo– conjeturando desde bien temprano, presagiando.

–Ya a sus cuatro años supe que era homosexual. Se lo noté. Fui a casa de mi mamá, que me crió, y le dije: “tengo que contarte algo. Mayi va a ser lesbiana”. Y me dijo: “hija, el diablo te va a escuchar”. No sé por qué, si era femenina, jugaba con sus primas. Yo le compraba vestidos, muñecas.

Claudia Rodríguez, una de las amigas más íntimas, dice:

–Nos conocimos desde los ocho años. Jugábamos a las casitas, y ella siempre quería ser el papá.

Cuando Mayara matriculó en la primaria, Cándida comenzó a trabajar en la escuela como auxiliar de limpieza. En la secundaria, volvió a seguirla, y en el tecnológico de Contabilidad merodeaba por los exteriores. Durante la adolescencia, Mayara iba por las noches al parque G en Vedado a compartir con sus amigos y Cándida se aparecía de sorpresa.

Presencia desagradable que, intentando proteger, no hacía más que avergonzar.

–Ser homosexual es pertenecer a un mundo muy sucio –dice–. Es luchar contra la homofobia, pero hay que luchar también contra los homosexuales retorcidos y sinvergüenzas, que son malos los unos con los otros. ¿Cierto o falso?

¿Cuánto afectó a Mayara el despliegue obsesivo de su madre? De la intromisión se desprendieron los principales problemas entre ambas.

–Ella me decía: “mamá, ¿cuántas veces Dios perdona a las personas? Todos los días te perdono. ¿Por qué eres tan majadera?”

Cuando Mayara cumplió dieciséis años, ya tenía con quién intimar.

–Dayana, que fue mi pareja y su mejor amiga, era su confesora junto conmigo –dice Claudia–. Y en ese momento Mayara estaba enamorada de una muchachita de la escuela.

Cándida, después de repasar el diario de su hija de arriba abajo, la sentó y le pidió que le contara lo que de todas maneras ella sabía desde siempre. Mayara le contó que no se sentía varón, porque ante todo era mujer, pero que no tenía nada que ver con los varones, que le asqueaba la idea de que un varón la tocara.

Cándida fue a la cocina y tomó un cuchillo para enterrárselo en el corazón, pero Mayara, dice Cándida, tomó otro cuchillo y le dijo que si su felicidad (la de Mayara) no era la de ella (la de Cándida), entonces tampoco quería estar viva. Cándida le pidió perdón, dijo que era una estúpida, que la quería y la amaba. Salió a la calle, alquiló un porno lésbico y se sentó a verlo con su hija. ¿Terapia de choque? ¿Cofradía? Cándida se debatía entre el amor desmedido y el desconcierto por lo que consideraba una imperfección.

–Me dijo que por qué le ponía esa cochinada, que yo no la respetaba. Le dije que mirara bien, que eso es lo que ella iba a hacer de ahora en adelante.

Mayara la consoló a medias, diciéndole que, mientras su padre viviera, no tendría ninguna relación pública, porque su padre era un hombre de moral, con otros principios, otra edad. Para ese entonces, ya pasaba buena parte del tiempo en la casa paterna en San Miguel del Padrón, y su padre era un referente.

Pero no hubo que esperar mucho. A los meses, Ricardo Albite murió. Y Cándida –Cándida entonces, Cándida de nuevo– le buscó a Madelín. Veintiún años, vecina, nuera primera y fugaz. 

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Hay –quizás no a sus cuatro años, pero sí a los seis o a los siete– una foto de cierta extrañeza. Mayara con el cabello leve e intencionalmente desaliñado, cerquillo sobre la frente; los labios como un sagrado cofrecillo rosa; la nariz solemne, repartiendo la simetría facial; la blusa de cuello malva moldeando los hombros breves; y el semicírculo de unas tenues ojeras que parecen la inevitable sombra proyectada por la profundidad de sus inmensos ojos azules. Monedas oceánicas, que contienen en sí toda la serenidad.

No sabremos exactamente qué, pero algo –turbulento, intransferible– se estaba gestando ahí. Era, a los seis, a los siete, una niña de la que cualquier otro niño o niña se podría haber enamorado. Como, años después, su propia madre.

–Si no fuese incesto, yo hubiera sido lesbiana para satisfacerla –dice–. Para que nadie me le hiciera daño ni me le tocara su mente. O su corazón.

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En algún momento, sin percatarse siquiera, entre muchos otros recuerdos sueltos, Cándida comenta un detalle inquietante:

–Las bufandas. A mi hija le gustaban mucho las bufandas.

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Los noticieros nacionales anuncian que el 20 de septiembre el Papa Francisco arriba a Cuba y que oficiará una misa en la Catedral de La Habana. Cándida planea su estrategia: irrumpir de golpe, contarle su situación y encomendarse al santísimo en cuerpo y alma. Ha oído que el Papa es un líder apostólico con fama de escuchar y ocuparse de los menesterosos. Revisa en el escaparate y baraja qué ropas usar para la ocasión. No le importa, dice, que la policía la detenga y la confundan con alguna disidente política.

Pero el 20 de septiembre pasa, Cándida no va a ningún lugar, y después de conversar nuevamente con la China, su ánimo gira de la pretendida devoción religiosa a la más violenta expresión satánica.

–Ya me da lo mismo sacarte el corazón y comérmelo –le dice, como colofón de una de las últimas conversaciones que sostienen.

Comienza a calcular fechas. Cuatro meses desde que murió. Once meses desde que salió de Cuba. Siete meses desde su último cumpleaños. Y más. Un hijo muerto cumple algo todos los días.

“Pregunta si ellos conocen a alguien que pueda ir a la funeraria El Diazepán y tomarle fotos a Mayara. Hay, en su mano izquierda, un tatuaje inconfundible”

Toma amitriptilinas, le indican gotas florales. Los senos se le pudren de soriasis, la diabetes se agudiza, a veces se le olvidan las cosas, ha empezado a orinarse encima y a usar culeros de gasa, porque desechables son muy caros. La doctora la encuentra bastante mal de los nervios.

–Me quieren ingresar. Estoy mal. Estoy desquiciada.

Un sicólogo le receta cierta melodía que Cándida debe escuchar cada determinada cantidad de horas para relajarse. Unos desconocidos la visitan y le preguntan si su hija había hecho la comunión, si era católica. Cándida quizás sospecha que no van a resolver nada, pero conversa profusamente. Necesita soltar, soltar. Sabe que Dios considera el suicidio un pecado y les imparte a los visitantes una minuciosa clase sobre el tema. Cuando alguien se ahorca, dice, hay un tironazo, la persona se orina y la lengua cae al piso. Su hija, en cambio, estaba sentada, como haciendo fuerzas con las piernas para levantarse. Eso le contaron en el MINREX. Su hija estaba prieta, es decir, fue asfixiada.

Luego pregunta, como a tantos otros, si ellos conocen a alguien que pueda ir a la funeraria El Diazepán y tomarle fotos a Mayara. Hay, en su mano izquierda, un tatuaje inconfundible.

–No la busquen por sus ojos, porque ya no deben ser los mismos. Un tatuaje chiquitico, para que se sepa. Una lunita con dos angelitos. Una sentado en la puntica y el otro en la otra puntica. Así ella se lo pintó.

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A sus veinte años, en 2012, Mayara ya vivía sola en San Miguel del Padrón, y comenzó a frecuentar el CENESEX, convirtiéndose en una fervorosa activista por los derechos de la comunidad LGBTI. Recibía charlas didácticas, asistía a conferencias de especialistas, participaba en desfiles, y formaba parte de círculos de intercambio en los que cada miembro debía contar algunos de sus secretos personales o responder por qué se encontraba allí, qué lo motivaba, ese tipo de ejercicios empáticos.

En uno de los encuentros conoció a Iris Jiménez, de su misma edad, y se hicieron novias.

–Era muy bonita, ojos azules preciosos. Y tenía una personalidad magnética –dice Iris–. Extrovertida, sin penas ni reserva alguna. Conversabas con ella cinco minutos y tal parecía que la conocías de toda la vida.

Mayara fue su primera relación, con quien descubriera todo. El romance, las largas conversaciones, la actitud.

–La gente nos miraba como si fuéramos bichos raros. Yo me entristecí, no estaba acostumbrada a eso. Ella decía que no me dejara intimidar. Que ella se pelaba corto y se ponía camisas porque le daba la gana.

El noviazgo duró apenas un mes, pero dejó en Iris una huella tan honda que tres años más tarde no dudó en contactar a Cándida y ponerse bajo sus órdenes. Si no hubiese sido por Iris, Cándida no habría podido tocar las puertas que tocó, aunque de tan poco le hayan servido.

A Iris le duele, le molesta, que Mayara haya comenzado con la China solo unos días después de la separación, y todavía no se explica cómo la muchacha hiperactiva con la que ella intimó se fue convirtiendo, según el testimonio de todos, en la criatura sumisa y desvaída que terminaría colgándose con absoluto desdén.

**

Se conocieron en una fiesta en la Virgen del Camino y enseguida empezaron a convivir. La China tenía un hijo que Mayara mimaba, y Cándida, al principio, aceptaba a la China, pero los maltratos definitivamente la crisparon.

–Cuando me metía en la relación, Mayara se ponía ácida. Se viraba en mi contra, porque Waday era todo.

Fue, casi desde los comienzos, un noviazgo desigual. Dice Claudia:

–La China le decía en la cara que no trabajaba, que era una haragana. Incluso llegó a comentarnos a algunas amistades que Mayara no le gustaba, que Mayara estaba encaprichada. Pero luego la China seguía yendo a su casa, le llevaba al niño, y al final yo no entendía mucho esa relación.

Cándida sí, y lo resume rápido: eran cuarenta años contra veintitrés. Aunque para Mayara no se trataba de un duelo.

–No asimilaba que le criticaran. Las amistades le advertíamos que no se aferrara –dice Claudia–. Pero ella ahí: estaba enamorada. Ni le importaba que la China le levantara la mano.

Hubo golpes y desprecio. Abandonos. Un cerco oprobioso que, no importa que ya hubiera empezado a trabajar (vendía ropas y jabones), arrinconaba a Mayara hasta límites insospechados. La China decidió darle otra oportunidad, aunque –para todos– no hizo más que utilizarla.

–Se peleaba, pero cada vez que mi hija hacía dinero volvía enseguida –dice Cándida.

Entonces, en medio de la oscuridad, como yesca encendida con el líquido inflamable de sus veintitantos años, a Mayara se le ocurrió la idea de emigrar.

–Recuerdo que la China dijo que lo que hacía falta era que se fuera de una vez, que no quería nada de ella. Pero al final sí quería –dice Claudia.

Mayara vendió la casa de San Miguel del Padrón en 12 mil dólares. Fue al cementerio de Colón y prometió, sobre la tumba de su padre, que recuperaría la propiedad. Compró el pasaje y –según el diario que Cándida solía fisgonear– un aire acondicionado de quinientos dólares y una cocina de trescientos para la China.

–Te di la vida, te di la comida –le dijo Cándida pocos días antes de la partida–, pero si tengo que matarte te mato, porque esa perra está abusando de ti.

–Ella es buena –gritó Mayara.

–Ella no es buena nada.

–Ella es buena, yo la quiero.

En ese momento, Cándida ni siquiera sospechaba que Mayara también pensaba pagar el pasaje de la China.

–No me llamó más y no se despidió de mí, pero yo fuerte. Tampoco la llamé –dice.

Mayara llegó a Quito en octubre de 2014 con una visa de turista por cinco días. La China llegó en noviembre, y tiempo después llevó a su exmarido.

Fue el mazazo definitivo para Mayara. Ilegal, desprotegida, traicionada, ya sin dinero, vagando por el neblinoso y áspero retablo quiteño, la noche del 11 de mayo las amarras frágiles que la ataban a sí misma no aguantaron más y, finalmente, una marejada ciega la arrastró.

**

El 13 de mayo, dos después del suicidio, Dayana Stincer –expareja de Claudia, mejor amiga de Mayara– llama a La China y durante casi seis minutos sostienen el siguiente diálogo, grabado por alguna razón:

D: ¿Es la China quien me habla?

CH: Sí, Dayana.

D: Mami, ven acá…

CH: Dime (tono de hastío).

D: Es verdad lo que… dime que es mentira eso.

CH: Niña, cómo va a ser… A ver, Dayana, cómo tú crees que eso va a ser mentira, una cosa, vaya. Cómo voy a llamar a Cándida y decirle Cándida, tu hija falleció. Claro que es verdad.

D: (…)

CH: Oye.

D: (…)

CH: Dayanaaaaa…

D: Sí, dale. Dime, te oigo (llorosa, entrecortada).

CH: Nada, imagínatelo tú. A ver, tu amiga estaba ya… Tú sabes que ella tenía sus problemas, en el sentido de que no estoy diciendo que ella estuviera loca ni nada, pero tú sabes que Mayara toda una vida ha tenido su problema sicológico.

D: Sí, yo sé.

CH: Producto de la madre, de todo lo que ella ha pasado. Tú lo sabes porque tú fuiste su mejor amiga.

D: Pero llegar a ese extremo así, China.

CH: Ahora… Dime. Dime.

D: (…) Oh my God, Mayara se volvió loca.

CH: Bueno, mija, imagínatelo tú. Ya estábamos separadas, pero ella no encontraba trabajo, estaba deprimida, el mes anterior se quiso quitar la vida también porque se cortó la vena estando yo ahí, tuve que decirle una pila de cosas, después ya se calmó, muy tranquila, pero bueno yo estoy en mi trabajo, y vuelvo y te repito ya estábamos separadas. Yo iba, le dejaba dinero para comida, para la renta, todas esas cosas. Y más o menos ayudarla también con los papeles, que no se quedara ilegal aquí. Cada vez que iba había una discusión y tú sabes cómo son las discusiones mías y de Mayara. Este lunes yo fui, la discusión como siempre, y salí a buscarle comida porque ella no tenía. Cuando viro, que dejo las cosas, que entro para el cuarto, la encontré ahí, ahorcada, en el closet. La zafé, fui corriendo a llamar a Emergencias, pero cuando Emergencias llegó era muy tarde ya. Además, yo me demoré en la tienda. Nunca pensé que Mayara fuera a hacer eso, imagínate tú. Ahí vino Medicina Legal, la Policía, y hasta las tres de la mañana estuve en esa jodedera, y ya hoy por la mañana llamé a Cándida. Ahora esperar a que Cándida me mande un poder, que eso demora. Y después mandar las cosas de Mayara, la ropa y los zapatos, sus pertenencias. Que Cándida quiere que yo se las mande y yo se las voy a mandar, si yo no quiero nada de Mayara. ¿Para qué? En primera, a mí no me sirve nada de Mayara.

D: ¿Cómo estás tú, mami?

CH: Bueno, ahora es que yo estoy pasando el shock de haberla encontrado. Vuelvo y te repito, nunca pensé… Yo hablé muchas veces con ella, que aunque yo me separara tenía que ser fuerte, seguir para adelante. Quería volver a Cuba. Le dije que si quería volver yo le pagaba el pasaje y que volviera de nuevo, pero esa no es la cuestión. Es cuestión de hacerse crecer en la vida, ante las dificultades. Mayara nunca fue así, no fue fuerte. Todos ustedes, que fueron allegados de Mayara, sabían que se enamoró de mí, se aferró a mí, y Mayara en lo único que pensaba era en la China, tú lo sabes.

D: Sí, yo lo sé, mami, yo lo sé.

CH: Muchas cosas que hablé con ella. Y ahora en estos últimos días un amiguito de nosotros que tiene que atestiguar, porque él fue el que me ayudó, me dijo que ella se había trancado en la casa, que no quería salir, y pensando en la muerte. Al final lo iba a hacer. Ya lo tenía metido en su cabeza ya. Pero imagínatelo tú.

D: Okey, China.

CH: Y ya, Dayana. Así.

D: Okey.

CH: ¿Eh?

D: Okey. Está bien, mami. Ya. Cuídate por allá, ¿okey? (nuevamente llorosa).

CH: No, hay que aguantar. Hay que pasar ese dolor, mija, imagínatelo tú. Y Cándida está destrozada. Con su dificultad, pero es la madre. Y yo aquí, que tengo que hacerlo todo ahora, todos los trámites, y después mandarla para allá. Las autopsias, las investigaciones para ver por qué se suicidó y todo eso.
D: Está bien. Okey okey okey.
CH: No te preocupes. Se lo dices a todo el mundo. Trata de comunicar a todo el mundo allá y díselo.
D: Okey, mami, okey. Dale, cuídate. Bueno. Bye bye bye (ya en un suspiro).
CH: Cuídate tú también. Dale, bueno, chao.
En octubre, cuatro meses después, Dayana Stincer habrá emigrado a Miami, y después de decir a través de Messenger que sí, que puede hablar, dice finalmente que no. Que no quiere seguir recordando.
No habla de la China. No habla de Mayara. No habla de la relación entre ambas. No habla de Cándida. No comenta los detalles que se escapan y que quizás ella conozca o intuya. Que la perdonen, dice. Que su amiga sabrá comprenderla. Ha dejado ese capítulo –negro, confuso– a un lado. Quiere vivir en paz.
**
Suicidarse es zafarse uno mismo. Mirar el árbol de la existencia y decir: no más. Algunos, como Mayara, se zafan tiernos. Otros –frutos duros, secos, picoteados– persisten. Como Cándida.
A los pocos meses de nacida, su madre la abandonó en una escalera y a los siete años la recogió para convertirla prácticamente en su criada. A los once, el padrastro la violó y nueve meses después tuvo un hijo que, dice, nunca pudo ver como tal.
–Yo era una niña, lo sentía como mi hermano, algo así, no como mi hijo, no tenía idea de qué cosa era un hijo. Y la verdad es que no podía quererlo. Lo miraba con asco, porque me recordaba la violación. Ese hombre era el marido de mi mamá, no era marido mío. No tenía que haberme hecho eso.
Con una licencia de trabajo especial, comenzó a limpiar pisos para mantenerse. A los quince años conoció a Ricardo Albite. Ella hacía autoestop con una amiga y Albite, dueño de una flota clandestina de carros, las invitó a una fiesta. Aquel hombre mayor al que todos respetaban –bigote recortado, sombrero de paño, camisa impecable, botines lustrosos–, le dio algo que hasta entonces nadie le había dado: un poco de calor.
Albite tenía otras seis amantes y un matrimonio firme. La peculiaridad es que todas sabían de todas, Albite actuaba con la mayor transparencia e incluso entre su esposa y Cándida comenzó una amistad que se extendería por décadas.
–Me lo dio todo –dice Cándida–. Me sacó de la pocilga donde yo vivía.
Se separaron cuando Mayara cumplió un año, pero Albite siguió siendo un padre incondicional. Le compró a Cándida, en Regla, una casita de madera y poco a poco la fue arreglando. Le atendió también al hijo hasta que el muchacho, que naturalmente no veía en Cándida a una madre, y que le profesaba la misma rabia que ella le profesaba a él, se largó por su cuenta, para romper con el tiempo cualquier vínculo posible.

En 1996, el ciclón Lili destrozó la casa y Cándida recibió del gobierno un bono para comprar materiales de construcción. Los materiales nunca aparecieron. Le ofrecieron albergue, pero no podía albergarse con una hija enferma. Siguió viviendo en la casa, apenas sin condiciones, hasta que en el barrio alguien emigró a Estados Unidos. Antes de que el gobierno confiscara la propiedad, Cándida hizo de las suyas.

–Yo soy de armas tomar. Me enfrento a la vida y no tengo miedo, que sea lo que Dios quiera. Me subí al techo, entré a un patiecito anterior, rompí un sello y me colé en el apartamento que tengo hoy.

Funcionarios de Vivienda presionaron para sacarla y los vecinos protestaron. Cándida merecía ya una casa decente. Ella no sabía si la merecía o no, pero sí sabía, machete en mano, que nadie la iba a desalojar. Denunció en la policía, fue al Partido, al Gobierno, insultó a cuanto dirigente se le pusiera por delante y ganó la pelea.

Mientras, no le molestaba que Mayara visitara a Albite y pasara días con él. De alguna manera, Mayara era una retribución que Albite se merecía, la recompensa con la que ella, Cándida, lo premió por tanta ayuda. Pero sí le molestó que con la muerte de Albite, en 2008, su hija no volviera a tiempo completo para el apartamento de Regla.

Mayara decidió quedarse con la madrastra. Y luego –cuando la madrastra y sus tres hermanos paternos emigraron–, decidió quedarse sola, o con Iris o la China. Con Mayara en la flor de su juventud, tomando decisiones propias, se intensificó la espiral de encontronazos.

Tras haber experimentado la desprotección total, la reacción de Cándida fue sobreproteger. Luego –con Mayara ya en Ecuador– conversaron muchas veces como se supone que madre e hija deban conversar, pero no olvida que la última vez que se vieron terminaron a los gritos. Y se culpa.

–Voy a decir lo más triste. No merecía a mi hija. Fui dura con ella. La perseguí, no la dejé vivir tranquila.

Hoy los gritos se vuelven en su contra y aquella Cándida peleona, con o sin razón, no se acalla. El ruido del pasado no es algo que se pueda apagar.

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El 9 de noviembre pasado, después de muchos intentos, la China finalmente responde a su celular en Quito. No parece excitada ni temerosa, reacciona con naturalidad, dice que está dispuesta a conversar y pide que la llamen más tarde. Pero no habrá tal cosa. No vuelve a responder, no contesta ningún mensaje. Su silencio, como el de Dayana, es una actitud y quizás una respuesta en sí mismo.

El 11 de noviembre, justo siete meses después del suicidio, se confirma que la funeraria El Diazepán no existe y que Mayara siempre ha estado en las neveras del Departamento de Medicina Legal de Pichincha, en Quito.

–Ha habido varios casos, de Ecuador, de otros países, en que pasa mucho tiempo, la familia no envía el dinero y el cadáver va a parar a una fosa común –dice, desde La Habana, Emir Díaz.

El sargento Luis Armando Quispe, de Pichincha, explica que Medicina Legal firma anualmente convenios con funerarias de la ciudad y que, pasado aproximadamente un año, en dependencia de la disponibilidad, se hacen los preparativos de los occisos no reclamados y se entierran. Quispe no permite que se observe el cadáver de Mayara, porque se necesita la autorización de algún familiar para ello, pero sí muestra el dictamen forense, el reporte policial –con la declaración de la China– y el oficio del consulado cubano. Hora de muerte: 7:55 PM. Causa: ahorcamiento.

En las fotos, Mayara viste pantuflas carmelitas, enguatada azul y pantalón rosado. Tiene el labio inferior roto, y moretones en hombros y cachetes: consecuencias del rigor mortis. La marca del cuello, un ancho verdugón, es el alarido que socava su pálida quietud. La rigidez de la muerte se ha posado en el rostro. Si no aparece una solución milagrosa, miles de dólares que la repatríen, Mayara terminará en una fosa común o en alguna facultad de medicina donde utilicen sus órganos para estudios clínicos.

En la mano izquierda, diminutamente tatuados, sobre el cielo raso de su lividez, tres estrellas y una luna menguante. Un ángel sentado en una punta. Otro en la otra, respirando.

Carlos M. Álvarez R.

Reportero | Editor de Revista El Estornudo

Bebedor de absenta. Grafitero del Word. Nada encuentra más exquisito que los manjares de la carestía: los caramelos de la bodega, los espaguetis recalentados, la pizza de cinco pesos. Leyó un Hamlet apócrifo más impactante que el original de Shakeaspeare. Cree solo en dos cosas: la audacia de los primeros bates y la soledad del center field.

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