A veces pienso a los y las periodistas como ascetas: personas que renuncian a todo y transitan un camino de sacrificios por sus creencias que, en este caso, es el oficio que elegimos. Esto no quiere decir que esos sacrificios impliquen una vida tortuosa o ríos de lágrimas. Todo lo contrario: la construcción de una crónica o un reportaje implica un placer que, en mi caso, se convierte en una sonrisa cuando pongo el punto final y estoy satisfecho con el trabajo. Ni más ni menos que eso.
Por Lean Albani
Cuando tenía 13 o 14 años fui con dos amigos a la Laguna de Gómez, en Junín. Fin de semana en carpa, primeras cervezas y cigarros, charlas que se perdían entre el atardecer y la madrugada, mañanas frescas y mates.
Al llegar a la laguna me sorprendió lo difícil que era ver donde estaba la costa más lejana. Cuando me metí y empecé a caminar en el agua marrón (y sobre ese suelo barroso y pegajoso que escandaliza a tantos), no pensé que iba a caminar y caminar sin sentir que en algún momento me acercaba a la profundidad. La laguna, conocida por la pesca de pejerreyes, tenía un fondo plano y sin demasiadas irregularidades. Apenas unos centímetros que prometían un descenso que a los pocos pasos quedaba descartado.
Por esa época ya iba al Paraná con parte de mi familia: mi abuelo, tíos, mi hermano, mis primos y algunos más que siempre se sumaban. La pesca era (y a veces todavía lo hace) lo que nos convocaba en Ramallo o San Nicolás. Para mí, las idas al Paraná se transformaron, en muy poco tiempo, en cruzar a la isla (aunque son muchas siempre se dice en singular). La travesía era completa: pasar la noche, esperar con paciencia que enganche un dorado o un surubí (o, según la estación del año, tratar de agarrar una boga después de pelearle a su boca chiquita; o rogar que el patí enganchado sea grande para que termine en la parrilla), escuchar los cuentos de mi abuelo Emilio y mi tío Mario, e imaginar esas locuras que nos relataban a los más chicos donde se mezclaban platillos voladores, expediciones “truculentas” al río Carcarañá, peces atrapados de tamaños tan descomunales como imposibles y algún que otro monstruo que cuando eran jóvenes los sorprendió desde las catatumbas del Paraná. Siempre el río en sus historias.
“Lo diré corto, lo diré rápido y lo diré claro: yo no creo que el periodismo sea un oficio menor, una suerte de escritura de bajo voltaje a la que puede aplicarse una creatividad rotosa y de segunda mano”.
(Leila Guerriero, en el libro Frutos extraños)
El Paraná: lenguas marrones inabarcables, cansinas en su superficie pero descontroladas y peligrosas en sus profundidades. Profundidades que cuando se imaginan pueden despertar, al mismo tiempo, el más genuino temor y la más alucinante fascinación. El Paraná: que durante el día es sol cálido y brisa dulce, y por la noche, mientras sigue su curso de placer, en cualquier momento se puede transformar en una tormenta que nos confirma que los seres humanos somos pura fragilidad y locura.
El periodismo es como el Paraná (o, mejor dicho, el periodismo que me gusta y defiendo). Es el esplendor de la belleza y la incertidumbre que se presenta ante lo desconocido. Es la pureza del viento y la bravura de las aguas ocultas. Es pura historia, como la que cruza al Paraná. Una historia conformada por otras miles de historias, vividas y contadas por hombres y mujeres de a pie, y relatada por el mismo río en su inmensidad territorial y acuática.
El periodismo no es fondo plano y seguro, es descubrimiento en medio del temporal, es una corriente que nos lleva a lo más profundo de la historia. Para llegar a ella hay que remontar un río manso (que por momentos nos parece monótono y cansador, pero que es hermoso y luminoso), pero que en cualquier momento convoca a su furia y nos hace naufragar con fuerza contra un barranco. Superar esa tormenta enloquecida es lo que tendría que hacer todo buen periodista.
En febrero de 2023, la periodista Frederik Geerdink publicó el artículo “La comunidad aleví: doble víctima en el desastre del terremoto”. En el texto, la reportera de Países Bajos y conocedora en profundidad de la cuestión kurda, se refirió a los dos terremotos casi simultáneos que tuvieron sus epicentros en el sudeste turco y también repercutieron en el norte de Siria, dejando miles de muertos.
Geerdink contó que el Estado turco, luego de los sismos, repartió libros infantiles islámicos entre la comunidad aleví refugiada. Los alevíes en su mayoría son kurdos y tienen su presencia principal en la región de Dersim, siempre reprimida por Ankara debido a sus posturas de denuncia contra el Estado y en defensa de sus derechos culturales y políticos. El alevísmo es una creencia sincrética que tiene influencia musulmana chiita en sus ritos y sus raíces son preislámicas. Aunque también muchos alevíes reniegan de que se los vincule con el Islam. Entre sus características está el papel central que juegan las mujeres en la sociedad.
Al reflexionar sobre este hecho, Geerdink escribió que esa noticia pequeña, publicada por una pequeña agencia de noticias aleví en Turquía, la hizo dar cuenta, una vez más, que “en tiempos de extrema tragedia el periodismo lento es muy necesario para comprender realmente todas las dinámicas”. A esto, la periodista agregó: “Es lógico que el periodismo de noticias rápidas e intensas se acelere en estos tiempos. Pero cuando las noticias son tan grandes y devastadoras, el riesgo es que las noticias ‘pequeñas’ que no parecen tan importantes queden ocultas”.
Geerdnik reflexionó que este tipo de noticias para la comunidad aleví no necesitan de muchas explicaciones, porque entienden el contexto y la importancia de lo sucedido. Pero para otras comunidades, dice la periodista, “estas historias deben explicarse adecuadamente y colocarse en una perspectiva histórica, social, cultural y religiosa más amplia. Ahí es donde entra en juego el periodismo lento. Tomar semanas, meses, tal vez un año para hacer un seguimiento de lo que sucede con la población de un pueblo”. Geerdnik remarcó que es necesario seguir a quienes se quedan en su territorio tras los terremotos y también acompañar a quienes se van; visitar sus tumbas, mirar a los jóvenes que crecen. Y se pregunta: “¿Cómo evolucionan sus vidas? ¿Qué tan bien son capaces (y capacitados) para preservar su religión y su cultura?”.
En una nueva era de hipercomunicación, saturación de imágenes, mensajes, noticias y fake news en las redes sociales, y donde los tiempos son cada vez más efímeros a la hora de informar, Geerdnik retoma un concepto que, en el caso de América Latina, tiene una fuerte tradición: el periodismo de largo aliento, la búsqueda de un hecho informativo donde no encandilan las pantallas y los reflectores del espectáculo periodiodístico, y la complicidad de lectores y lectoras con los y las periodistas para apostar al tiempo (hoy ya se podría hablar de otro tiempo debido a la sociedad frenética en que vivimos) que lleva sentarse para escribir un reportaje o crónica, o leerlo sin que las señales de “último momento” y “urgente” nos apabullar.
En el libro Los cínicos no sirven para este oficio, el periodista polaco Ryszard Kapuscinski reflexionó al respecto junto a María Nadotti, quien lo entrevistó en 1999. El autor de Un día más con vida apuntó que el “periodismo está atravesando una gran revolución electrónica. Las nuevas tecnologías facilitan enormemente nuestro trabajo, pero no ocupan su lugar. Todos los problemas de nuestra profesión, nuestras cualidades, nuestro carácter artesanal, permanecen inalterables. Cualquier descubrimiento o avance técnico pueden, ciertamente, ayudarnos, pero no pueden ocupar el espacio de nuestro trabajo, de nuestra dedicación, de nuestro estudio, de nuestra exploración y búsqueda”.
Kapuscinski, uno de los grandes cronistas del siglo XX, apeló en su reflexión al cuerpo a cuerpo necesario para informar con precisión y con profundidad. Sin dudas, los avances tecnológicos facilitaron las comunicaciones entre regiones lejanas del planeta y así poder difundir e informar casi al instante, pero las raíces del periodismo no deben marchitarse por las imposiciones de las urgencias y la inmediatez.David Viñas no era periodista. Pero leerlo y escucharlo siempre me aclaró las ideas.
En su ensayo “Rodolfo Walsh, el ajedrez o la guerra”, apuntó unas líneas que cada vez que las leo me dejan pensando.
Escribe Viñas: “Corresponde preguntar también, en este orden de cosas, si Walsh, con los rasgos artesanales de su producción, representa una suerte de cristianismo primitivo dentro de este linaje periodístico, ¿Verbitsky, acaso, representa la institucionalización correspondiente al catolicismo?”.
Viñas se refiere, claro está, a Rodolfo Walsh y a Horacio Verbitsky. Con este último tuvo más de una polémica.
Viñas afirmaba que la diferencia entre los trabajos de ambos periodistas era el “fondo”, por decirlo de alguna manera. Verbitsky suma hechos, datos, toneladas de información, pero no va al hueso. Walsh sí lo hace. Ese hueso es el sistema capitalista, que el autor de Operación Masacre desarma, expone y en ocasiones destruye con información, investigación, pero también con herramientas narrativas que describen con detalle, da voces a quienes están silenciados por el poder, y sostiene un ritmo vinculado directamente con el policial negro, donde síntesis equivale a fuerza en la escritura.
En Todos los hombres del presidente, libro de Carl Bernstein y Bob Woodward, se puede ver cómo funciona la construcción de una investigación en la que los periodistas pueden estar dos o tres días hablando con personas, funcionarios, agentes de inteligencia y viajando de punta a punta en Estados Unidos, solo para confirmar un dato que suman a la investigación sobre el espionaje masivo ordenado por el entonces presidente Richard Nixon.
Después, con ese dato chequeado, llegan al diario y el editor, el jefe de redacción y hasta el director de The Washington Post se sientan alrededor de la máquina de escribir. Todos opinan, editan, escriben, corrigen, discuten y definen. Esas personas tienen a cargo un artículo de no más de diez párrafos que forma parte de una investigación mucho más extensa. Cada palabra y línea, como se ve en el libro, debe tener una precisión quirúrgica. Y el trabajo es una maquinaria bien aceitada.
Hoy, esta forma casi no existe. Los grandes medios prescinden de correctores. A los editores se les imponen tiempos de una urgencia alucinada, por eso no leen en profundidad, no “meten mano”; se recortan los planteles de las redacciones, y el o la periodista que tiene una investigación o una crónica entre manos se divide entre otros trabajos para llegar a fin de mes, sus múltiples obligaciones laborales (hiperprecarizadas) y la falta total de financiamiento (los grandes medios son los más miserables a la hora de recortar posibilidades y destruir el periodismo de largo aliento).
La rapidez impuesta para publicar una noticia o una buena historia ya no tiene que ver con urgencia reales, sino con la necesidad de generar seguidores en las redes sociales e impactar en el público de cualquier forma.
A veces pienso a los y las periodistas como ascetas: personas que renuncian a todo y transitan un camino de sacrificios por sus creencias que, en este caso, es el oficio que elegimos. Esto no quiere decir que esos sacrificios impliquen una vida tortuosa o ríos de lágrimas. Todo lo contrario: la construcción de una crónica o un reportaje implica un placer que, en mi caso, se convierte en una sonrisa cuando pongo el punto final y estoy satisfecho con el trabajo. Ni más ni menos que eso.
Dos citas para cerrar:
En 1975, Roberto Cuervo entrevistó a Haroldo Conti, escritor y militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). Conti fue desaparecido por la dictadura militar argentina el 5 de mayo de 1976.
En la entrevista, Conti habló sobre la literatura, pero sus reflexiones caben para el periodismo. Dijo: “Nuestra obligación es hacer las cosas más bellas que la de los demás, sobre todo de lo que lo pueda hacer el adversario”.
Vuelvo a la entrevista realizada a Kapuściński por la crítica cultural María Nadotti. El periodista polaco dijo: “Creo que para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser un buen hombre, o una buena mujer: buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas. Si se es una buena persona se puede intentar comprender a los demás, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias. Y convertirse, inmediatamente, desde el primer momento, en parte de su destino”.
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Leandro Albani
(1980, Pergamino, provincia de Buenos Aires). Periodista. Integrante del colectivo periodístico La tinta. Autor de los libros “Kurdistán. Crónicas insurgentes” (junto a Alejandro Haddad), “Revolución en Kurdistán. La otra guerra contra el Estado Islámico”, “ISIS. El ejército del terror”, “Mujeres de Kurdistán. La revolución de las hijas del sol” (junto a Roma Vaquero Diaz” y “No fue un motín. Crónica de la masacre de Pergamino”.
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