La poesía de un buda de la Mesopotamia

Sus poemas se mueven y levantan vuelo con sonidos de la naturaleza. Desde su casa, en la provincia argentina de Corrientes, el escritor Franco Rivero vive con el Paraná de fondo y nada a diario con sus perros en el río. Este es el perfil de uno de los poetas más potentes de la actualidad. Un viaje hasta Ituzaingó desbordado de agua, campo y ritmo.

Leopoldo Silva

El sol del mediodía aturde, suena como un crujido mientras dos caballos atados a un árbol pastan sobre una de las áreas de la canchita frente a su casa. Cuando en el trayecto al río nos saluden dos ancianos sentados en la vereda, Franco Rivero me dirá que saludan sólo porque estoy yo, pero que a él prefieren obviarlo. 

Franco tiene dos tatuajes, el del hombro es un yacaré, animal con el cual se identifica. Tiene, también, unas ojeras por algo que no parece cansancio, sino una tristeza, como de años. Es poeta, tiene cuarenta años. Nació en Corrientes, se licenció en letras y ejerció muchos años como docente en el impenetrable chaqueño. Es autor de cinco libros. disminuya velocidad, en 2017 ganó el primer premio en categoría poesía del Fondo Nacional de las Artes. Entre el río Paraná y los esteros sus poemas vibran con pasajes en guaraní.

Cada tanto recibe amenazas y llegaron a entrar a su casa y atacar a sus perros. Aunque el tiempo fue acomodando un poco las cosas, me confiesa que vive con la presión de que le vayan a hacer daño. Algo de esto, sobre todo su experiencia de vivir al frente del potrero se trata guasca, el libro que está terminando. 

Llegué aquí por un poema. Desde Tucumán 18 horas de viaje. La estación de colectivos de Ituzaingó, en Corrientes, no se distingue de las otras en las  que paramos para subir pasajeros durante toda la noche. Podría ser alguna de Santiago del Estero o Chaco: unas cuantas plataformas, vendedores ambulantes ofreciendo pebetes en conservadoras de telgopor y un cartel Flecha Bus amarillento. Aquí, en Ituzaingó, vive. Aquí, escribe Franco Rivero.

Si no voy al Paraná me seco, igual ellos —dice señalando los perros mientras se alborotan por salir—. Nadar en el río a diario es parte de su rutina. No importa la estación, se meten todo el año. 

En un barrio en la costa del Paraná, a su casa se accede por una canchita. El portón de entrada coincide con la línea lateral del potrero del barrio. Antes de invitarme a pasar, Franco les habla a sus perros. Les avisa que alguien va a entrar a la casa, les pide permiso y que por favor se comporten. Son siete perros, seis gatos y con el sapo que vive en el comedor suman catorce. Los perros le dan el visto bueno y al ratito salimos para el río. 

Caminamos dos cuadras y llegamos: el Paraná se espeja con el sol, sobre todo cuando se junta con los yuyos y los colores se confunden entre ellos. A lo lejos se divisan unos islotes, algodones verdes en medio del grisáceo del río. 

Los dos portales de acceso al Parque Nacional Iberá y la represa hidroeléctrica Yaciretá aumentaron el flujo de visitantes de la ciudad. Sin embargo, en estos primeros días de diciembre, los turistas todavía no han llegado.

De a poco nos metemos hasta que no hacemos pie. Franco va más profundo y nada con los perros en círculos. Ensayan una coreografía difusa que sale natural. Cuando quiero volver a la orilla, la corriente me aleja. La desesperación se enciende, como desde el alma. Me agito. Franco me grita algo sobre el ritmo que no logro entender y que tranquilice la respiración. El río se apiada, consigo salir y me tiro en la orilla. 

Ellos siguen nadando. Están un buen rato así, formando parte del Paraná. Algunos perros salen y vuelven a entrar, otros corren a un pájaro. El resto se queda en la costa con la mirada en el horizonte, justo en las islas que peinan al río.

En una entrevista realizada por la revista literaria la papa, ante la pregunta sobre a qué escritor recomienda, Camila Sosa Villada respondió: “A Franco Rivero, muchísimo, gran poeta. Tal vez el mejor de este presente. Pienso que es un Buda de la Mesopotamia. Su poesía es sencilla, elegante, frágil, no lo sé, una lo lee y tiene la sensación de que el papel se quiebra en las manos”.

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Él sonríe y prefiere refugiarse en su casa; estar cerca del río. Como un anfibio que necesita el agua, o por lo menos estar cerca de ella. Le importa pasar tiempo con los perros… y escribir. Mientras, trabaja como docente en terciarios y profesorados de ciudades cercanas a Ituzaingó. 

Chantal es el segundo nombre de una de sus perras. Alicia (por la poeta Alicia Genovese) también es como se llama una de sus gatas. 

—Desde hace años estoy leyendo a Chantal Maillard. A diario, casi todo lo que leo tiene su ritmo de fondo. No sólo poesía, sino artículos, ensayos y entrevistas.

Paisaje es una categoría central en su poética, la enfrenta con la noción de ritmo. “Fija en tu memoria esa enseñanza del paisaje” de José Watanabe es uno de los versos que eligió para abrir su último libro. La contrapone con la cita: “reubicar desde el aire otra orilla” de Alicia Genovese. 

Son dos nociones con las que entro en diálogo. No es paisaje, es ritmo.

Algo que me va a repetir durante toda mi estancia en Corrientes. Cuando le pregunte sobre poemas de sus libros siempre volverá a esto. No es paisaje, es ritmo. Como si allí estuviera condensada mucho más que una clave de su poética, una forma de vivir y de entender un todo. 

También, la importancia de la respiración y escuchar, muy ligadas al ritmo en sus textos.

—Pruebo un poema metiéndolo en una conversación, si la charla continúa entonces ahí recién tengo el poema.

Como escritor y editor de la Editorial deacá Rivero afirma que las tiradas no varían mucho según las provincias. Suelen rondar los 500 ejemplares. Pero que la diferencia radica en lo endogámico que es cuando los de las capitales sacan un libro. Esa ilusión, dice, en parte es por el amiguismo y la prensa que tienen los escritores con los medios de comunicación. 

—Es que en la escritura no hay centro. Tampoco hay afuera. Se crea la ilusión de que todos estamos leyendo lo que se escribe en Malos Aires y no es así.  En las provincias no se regalan libros, ni para reseñar. Al contrario de Malos Aires, en donde sí. 

Hay otras cuestiones que tienen que ver con factores políticos y capitalistas. Pero eso es otra cosa.

La mayoría de sus libros están agotados. Si se consiguen, es haciendo un pedido a la editorial o en muy pocas librerías. En eso también se juega un poco el tráfico de sus poemarios que rompen con la circulación habitual. 

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Sobre la ruta y a pocos kilómetros del acceso a Loreto, la casa materna de Franco Rivero no tiene vecinos. Es un punto solitario a las orillas del Parque Nacional Iberá. Cuando llegamos Susy, la madre de Franco, nos recibe regando: sandías, morrones y flores de muchos colores. Desde hace semanas que no llueve y solo el riego le lleva más de cinco horas al día.

Desde Ituzaingó hasta Loreto hay 80 kilómetros. En el trayecto Franco me irá mostrando cómo la deforestación ha cambiado por completo la vegetación de la zona, han traído especies que no son nativas y eso conlleva consecuencias. Paramos, también, para ver jacarés y víboras pasando al costado del camino. 

—decir patio

 y campo 

aquí es redundancia

Ya en Loreto, el verde nos recibe cubriéndose con un dorado de un sol que se empieza a esconder detrás del Iberá. Los mosquitos están re zarpados y son grandes.  El atardecer tiene sonido, parece el campo despertándose. En estos paisajes Franco habitó su infancia. Me trajo así conozca la casa a la que se mudó cuando tenía catorce años.

A la noche el cielo se cubre por completo de luces intensas. Las luciérnagas, a campo abierto, parecen estrellas. El cielo, una monstruosidad viva. Franco apaga los focos encendidos de la casa. Susy, que está terminando de preparar la cena, se queda a oscuras entre una alquimia de vapores que salen de la olla. Caminamos hasta la ruta. El asfalto agrietado está todavía caliente por un día de más de treinta grados. Nos echamos. Franco recita el poema por el que vine hasta aquí:

—armonía es escuchar que un grillo 

no se superpone a un sapo

ni a una rana

y uno entiende 

sin dificultad

sapo

rana 

grillo 

yo

que no tengo armonía 

algo que hago siempre

es acostarme de noche 

boca arriba en la ruta

casi nadie pasa aquí 

y sobra vía láctea 

acostado así

entonces mi corazón 

late pequeño entre todo 

y soy un anfibio más 

que entona 

por instinto 

mi soledad me vuelve afín 

me pone en la misma dirección 

que el campo 

pulso del mundo 

suena tan bien

lato tan bien de anfibio 

o de insecto 

en el mundo

Es el poema Pulso y forma parte de disminuya velocidad. El libro recorre gran parte de sus migraciones: su nacimiento en Ituzaingó y su crianza en Loreto. También, su mudanza al Chaco, donde debió radicarse para estudiar letras y luego dedicarse a la docencia en la espesura hirviente del impenetrable. El poemario culmina con su regreso en 2017 a Ituzaingó y su reencuentro con el río.

Fue un segundo: la sensación de unos pasos, el caminar como de un zorro que en ese universo hecho de maleza nos miraba. Los ruidos del monte se volvían más fuertes y siniestros. Para mi alivio, Susy nos llamó desde la casa. El guiso de arroz con batatas ya estaba listo. También había preparado chipá cuerito. Sacamos la mesa y las sillas. Comimos en el patio con las luces del cielo, como en medio de un estero.

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Han pasado varios meses desde que viajé a conocer a Franco. En el medio, Corrientes sufrió una de las mayores tragedias ecológicas de la región. Un millón de hectáreas fueron arrasadas por el fuego, casi el 32 por ciento de los esteros ardieron. Él, junto con su madre, trabajaron jornadas enteras para intentar que a la casa de Loreto no la consuman las llamas. 

Durante los más de quince días que duraron los incendios, Franco escribía a diario. Un rato, a las cinco de la mañana, antes de salir a combatir el fuego.

La palabra era lo único que tenía en ese momento, me sintetiza en un WhatsApp.

Cuando el fuego se aplacó -y con marcas de haberse quemado con algo como para siempre- en junio lanzó el libro guasca. Allí narra su experiencia de vivir al frente del potrero del barrio. Lo que implica ser homosexual entre todos esos guascas (palabra a la cual revierte su sentido y la designa para aquel varón heterosexual deseante y deseado) que juegan al fútbol. Sobre cuando le gritan puto, escribe:

me muestro

cada vez que escucho

la palabra

para que vean la metáfora 

en carne viva

El libro se presentó en la apertura del Festival Mulita, en la provincia argentina de Chaco. En un auditorio lleno. La voz, el ritmo pausado de Franco cortaba el aire, trababa las lenguas.

Leopoldo Silva

Comunicador / Fotógrafo freelance

Leopoldo Silva nació en Tucumán, es Licenciado en Comunicación Social (UNSTA) y Diplomado en Fotografía Documental (UBA). Periodista y fotógrafo freelance, colabora para distintos medios argentinos. Actualmente maestrando en Periodismo Narrativo en UNSAM. Sostiene que la literatura es un milagro.

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