Haroud: la música como resistencia

«Todo es nostalgia: mi casa, mi infancia, mis sueños», dice Haroud y un silencio triste invade la habitación destrozada por la metralla y las explosiones de artillería pesada. Retorna a Al-Raqqa luego de años escondiéndose de Estado Islámico. ISIS ya no controla la región —uno de los bastiones más sangrientos en el conflicto—, pero la ciudad está desfigurada y Haroud apenas logra identificar su barrio. Para peor, el proceso de reconstrucción que había comenzado en la región vuelve a paralizarse con los bombardeos y la campaña militar del gobierno de Turquía: las garras de la guerra se empecinan sobre el Kurdistán.

Texto: Migue Roth | Fotos: Pablo Tosco

Años atrás, yihadistas del Daesh (término despectivo para referir «al que divide», a «quien crea discordia» y que en todo Oriente Medio se suele utilizar como sinónimo del ISIS) persiguieron a Haroud y juraron que de oír algún sonido de sus instrumentos, colgarían su cabeza en la plaza. Por eso huyó, y se refugió en Qamishlo, ciudad asegurada por las fuerzas kurdas. «Me cuesta encontrar palabras para expresar lo que siento», dice sentado sobre los escombros de lo que antes era su cuarto. Abre el estuche, toma su violín y una melodía improvisada asciende en una armonía conmovedora que se transforma en canto, muda a llanto y se consuma in-crescendo en una súplica muda de liberación.

La sensibilidad musical de Haroud ya era reconocida antes de que la guerra golpeara Siria: viajó a Damasco y participó entre cientos de jóvenes intérpretes destacados, y obtuvo el premio nacional como mejor violinista, dos veces. «Amaba encontrarme con amigos para tocar nuestros instrumentos; incluso viajamos a otros países para hacer conciertos, hasta que llegó el Daesh. Entonces comencé a escribir y componer. Ésta canción, por ejemplo —“Los restos de la patria”— es de aquellos días; habla de la destrucción y el asesinato, del desplazamiento forzado y el dolor de la población a causa del terrorismo».

Haroud guarda en el celular un video impactante que altera su pulso cada vez que le da play, aunque hayan pasado cinco años. Lo guarda como un registro de tantas penurias, como un recordatorio de lo que fue, de lo cerca que estuvo la muerte, de las posibilidades que aún le quedan por vivir a sus veintiún años. En el video canta con tres amigos; hacen rap en un patio. Están en eso, cuando se escucha un silbido repentino y un misil cae a escasos metros. La cámara sigue prendida registrando los movimientos frenéticos para escapar a ningún lugar, los gritos, los fragmentos que rebotan, el polvo, la violencia del momento, los escombros que golpean, más gritos, el celular y la mano de Haroud que vuelve a temblar. Pone stop. Agradece que puede mostrarlo. Dice que agradece que puede poner stop y mostrarlo; que ya nada es como solía ser, pero… —su frase, que suena con dejos amargos y ásperos, resulta afable al completarse—, …aún tenemos la música.
El cenicero comienza a llenarse y su relato recién comienza.

Haroud es de ascendencia armenia. Su familia pertenece a una minoría entre las minorías. «Por ser cristiano nos consideraban kuffar (infieles); querían que me convirtiera en musulmán, pero me negué; y se volvieron una amenaza para mí.

Antes, mi vida era de alegría. Lo digo con franqueza. Pero entonces… ya saben.»

Al-Raqqa cayó en manos del grupo islamista radicalizado y se convirtió en la capital del autodenominado califato de Siria, Irak y el Levante.

Haroud conoce el veneno. Se reconoce cristiano, pero también es consciente de que la división y el odio en la población se da —en gran medida— debido a la toxicidad religiosa que lleva siglos infectando a los diferentes bandos y —en gran parte— justificando ambiciones políticas que derivan en los conflictos actuales.

«Un día caminaba con amigos por la calle, cuando vimos que habían roto la cruz del templo. Nos pareció una acción desmesurada y provocadora, por lo que decidimos hacer una manifestación pacífica contra los actos de ese tipo. Nuestro lema era “Paz, paz, islam y cristianismo”. Luego fuimos a la iglesia y levantamos la cruz nuevamente. Todo aquello pocas semanas antes de que las cosas se pusieran malas por completo. A los días comenzamos a recibir amenazas y arrestaron a varios de mis amigos. Fue el principio del fin.»

Mientras Haroud habla, una cortina sonora musulmana y sosegada nos rodea; es el muecín que convoca a la oración desde un minarete cercano. Por la calle cruza una camioneta de las fuerzas siríacas con una batería antiaérea y cuatro milicianos montados en la parte trasera. A unos cuantos metros, en el edificio de enfrente, una tienda de reciente inauguración en un local desfigurado por los resabios de la guerra promociona narguiles y cervezas que se suponen frescas: es una atmósfera febril, a veces esquizoide, siempre inestable, que puede mudar a violenta sin previo aviso debido a la sed de venganza.

«Una tarde estaba en casa de un amigo, hablando de música y probando su violín muy felices cuando dos hombres del Daesh nos escucharon y golpearon la puerta con furia:

—¿Quién está tocando esa música? ¿¡Quién está tocando esa música!?, —gritaron.

—…yo, …yo estaba probando mi violín, —dijo mi amigo.

—¡Tráelo inmediatamente!

Entró asustadísimo al cuarto donde aún permanecía yo, y me dijo que huyera por la ventana. Él volvió con ellos y les llevó el violín. A los días me contó que lo habían destrozado en su cara, le gritaron que era un instrumento prohibido y que no volviera a tocar nada parecido.

Él es musulmán y me ayudó para que no me mataran. Pero el Daesh nos tenía amenazados y comenzaron a buscarme. Por eso escapé. Fue una noche particularmente fría y triste. Mi padre me ayudó a huir ocultándome en un auto. Primero permanecí escondido en un pueblito cercano a Al-Raqqa, luego me llevaron a Al-Hasaka —dice Haroud y enciende su cuarto cigarrillo negro—. Finalmente llegué a Qamishlo. Las cosas se tornaron más y más duras en todo el país, aunque aquí teníamos un mínimo de seguridad. El terrorismo crecía, destruyendo nuestras casas, matando. Comenzamos a sentir que nuestras vidas no tenían ningún significado en su presencia.

Aún sentimos ansiedad, preocupación e inseguridad.

La guerra afectó negativamente la vida de todos nosotros. A los artistas nos robaron los sueños. Muchos tuvieron que abandonar su arte debido a condiciones financieras precarias y falta de seguridad. Los que sobrevivieron comenzaron a trabajar en otras áreas para obtener algún sustento.
Pasaron los meses aquí y comencé a interactuar con otras comunidades. En Qamishlo hay población siríaca, asiria, kurda, armenia, árabe… y cada una tiene su propio estilo. Por eso decidí crear un espacio para que se pudiera unir la cultura musical de cada una. Así nació «Harmony», el instituto.»

En la ciudad hay un barrio cristiano aledaño a la mezquita referencial para los musulmanes; calles de asirios, calles de armenios, casas de la religión preislámica yazidí, casas de drusos, casas de chiíes cerca de casas de suníes. Y fortificaciones con banderas celestes donde se atrincheran las agencias de Naciones Unidas. Es una ciudad poliétnica y multireligiosa que bien podría servir como verificación de que es posible la convivencia pluricultural.

Pero desde la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) advierten que las vulnerabilidades —de los afectados por el conflicto— están aumentando y apenas logran mantener el nivel de asistencia. El vacío de financiamiento amenaza aún más a los ya amenazados por tantas dificultades. Y a tanto conflicto, ahora es el Gobierno turco y facciones rebeldes sirias de corte islamista las que comenzaron una nueva ofensiva militar en la región que bautizaron como «Manantial de paz», eufemismo que ya provocó más de 300 muertes y el desplazamiento de al menos 300.000 personas.

Los acuerdos recientes para que la violencia no escale, son vendajes insuficientes y precarios para una hemorragia social.

«Hay calles que ya ni reconozco; si no me hubiera fijado en algún detalle. Todo está destruido, arrasado. No hay hospitales, parques ni tiendas. Raqqa quedó en ruinas. Me cuesta encontrar palabras para expresar lo que siento —dice Haroud y mira para abajo—. Ojalá mi casa no estuviera destruida. Ojalá no hubiéramos sufrido esta guerra».

Cuando conversamos sobre su instituto en Qamishlo, Haroud se anima. «Doy clases y organizamos conciertos. Somos diversos, de allí el nombre de nuestro instituto. Hacemos música libre de religiones, de etnias o de cualquier otro concepto. En estos escenarios de conflicto, ¿sirve de algo la música? ¡Claro! La música es el alimento del alma, y motiva —especialmente a los niños— a comprender la belleza de la vida y los ayuda a desarrollar sus habilidades.

A través de los instrumentos podemos crear un nuevo mundo; por eso, para mí la música es resistencia.»

Migue Roth

Editor | Periodismo narrativo

Graduado en Comunicación y en Fotoperiodismo; se especializó en Periodismo en la respuesta a las crisis humanitarias. Freelance y docente universitario. Editor y fundador de Angular. Recorre Latinoamérica con el foco puesto en las problemáticas sociales y sus transformaciones.

Pablo Tosco

Fotoperiodista | Realizador multimedia

Foto-videoperiodista, comunicador social y máster en Documental Creativo. Desde 2004 documenta para Oxfam Intermón proyectos de cooperación, desarrollo y acción humanitaria en África, América Latina y Asia. Miembro fundador de Angular.

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