Serigen retira su colchón de una pila junto al quiosco de revistas de la plaza del centro de Lepe. Son las diez de la noche, el sol recién acaba de ocultarse y el calor afloja un poco. De su mochila extrae una sábana, una manta y una almohada que acomoda contra la persiana, se coloca los auriculares y realiza una videollamada a Dakar, la capital de Senegal. Del otro lado sus dos hijas lo saludan en una conexión intermitente que lleva seis años. Serigen junto a otra treintena de migrantes, ha ocupado la plaza de la ciudad para exigir acceso a una vivienda digna tras años viviendo en chabolas.
Este año —como en tantos anteriores—, estas viviendas precarias son un riesgo para miles de personas que las habitan como única opción: acceder a un alquiler es una posibilidad remota. «Aquí no quieren alquilar ni una habitación ni un piso a un negro» dice Serigen, quien llegó a las costas de España en 2014, en una pequeña zodiac. Desde entonces persigue el ciclo agrícola, una cartografía dictada por la producción anual de alimentos en fincas e invernaderos a través de Lepe, Huelva, Albacete, Lérida, Zaragoza, Padrón y de vuelta a Andalucía.
Desde hace décadas miles de personas migrantes del continente africano trabajan como temporeros en las fincas de explotación agrícola de la provincia de Huelva, al sur de España, así como en tantas otras regiones de Europa. Mientras el resto del país se confinaba seguro, este año —como cada año— los temporeros fueron contratados bajo condiciones laborales deplorables.
Aunque se los considera «trabajadores esenciales», las relaciones contractuales impuestas por los empresarios son tan precarias como las condiciones de vida en los asentamientos.
Mientras la campaña agrícola está activa, no surgen inconvenientes. Incluso les facilitan materiales para que construyan sus chabolas: tableros y palets suelen aparecer en los aledaños del asentamiento.
Los refugios se improvisan con maderas recicladas, cartones y plásticos; no hay luz, agua ni sanitarios. Debido a las características del lugar, los incendios siempre han existido; sin embargo, nunca antes habían ocurrido en plazos de tiempo tan acotados, advierten desde el colectivo de trabajadores africanos (CTA).
Por el momento el ayuntamiento de Lepe, en respuesta al último siniestro, solo envió máquinas de movimiento de tierra y excavadoras para enterrar los restos del incendio y de las pertenencias de los migrantes, abriendo zanjas enormes en las parcelas para evitar que se volvieran a instalar las chabolas.
Entre cenizas
Ismael recorre una parcela con surcos profundos, observa la tierra con detenimiento en busca de algún objeto de valor que haya sobrevivido al fuego. Se alzan montículos de tierra consolidados por las excavadoras mezclados con restos de telas, maderas, hierros.
Ismael es de Senegal y todos los años recorre el territorio español como trabajador agrícola allí donde se lo necesite.
Eran las cuatro de la mañana en el asentamiento de las afueras de Lepe cuando escuchó el chirrido de los plásticos y las maderas que ardían, y explosiones de las garrafas de butano que saltaban por los aires.
La tragedia forzó a más de doscientos temporeros a quedarse en situación de calle. Perdieron dinero, ropa, bicicletas, recibos de pago, tarjeta de la seguridad social y toda documentación que acredita su existencia, vital para solicitar en algún momento los permisos de residencia. Tras el último incendio que arrasó las chabolas, el Colectivo de Trabajadores Africanos solicitó audiencia con el Ayuntamiento de Lepe mientras se instalaba en la plaza. Allí pasan días y noches, con el objetivo de encontrar vías de solución a una realidad que afrontan miles de trabajadores como ellos.
El fin de la campaña
La campaña agrícola ha tocado a su fin, ahora la mano de obra barata no es necesaria.
Ante las situaciones de precariedad extrema, el Ayuntamiento sólo puso sobre la mesa de negociaciones 75 plazas de alojamientos para cinco días: una propuesta que atenta contra la posibilidad de hallar soluciones estructurales y que el colectivo de migrantes ha desestimado por no cubrir en absoluto las necesidades de los más de 200 afectados y lo insignificante del tiempo de estancia.
Por otro lado, la Unidad de Emergencia del Ejercito (UME) se desplazó a la región de Huelva para realizar relevamientos y valorar la instalación de un campamento de emergencia, pero se retiró después de visitar la zona propuesta por las autoridades locales.
El informe de la UME ratificó lo que el colectivo migrante ya había denunciado: es inviable la instalación de un campamento en los terrenos situados en el polígono industrial La Gravera: «Es inhóspito, sin comercios donde abastecerse de lo más necesario, sin plazas ni arbolado, ni sombras y alejado del núcleo urbano, lo que impediría a las personas ocupantes del campamento relacionarse con el resto de la población. Queremos un campamento, no un gueto aislado».
Antonio abre la compuerta trasera de su furgoneta y descarga un par de colchones que se suman a la pila que está junto al quiosco de revistas, y en la puerta lateral se agrupan media docena de personas que preparan bocadillos de sardinas en lata y distribuyen tetrabricks de leche a la treintena de personas que pernoctan en la plaza.
«Los incendios son desoladores, el fuego lo devora todo», explica Antonio mientras enfoca un proyector donde se observan las imágenes de los incendios grabadas con teléfonos móviles reflejadas en una sabana en medio de la plaza.
«Siempre pasa lo mismo, —dice Antonio Abad, del Colectivo de Trabajadores Africanos—. Se da una solución para unos pocos días, hasta que la cosa se enfría y la gente se va dispersando porque la campaña ya está casi acabada. No se dan soluciones reales».
Antonio lleva desde 2015 junto al colectivo de trabajadores migrantes acompañándolos en el asesoramiento legal, la gestión de trámites administrativos y de salud, facilitándoles comida, alojamiento y transporte y ahora reivindicando el acceso a una vivienda digna. Regularmente recorre los asentamientos para conocer sus necesidades e intentar apoyarles a través de la construcción de una red de solidaridad.
«Inexplicablemente estas personas están junto a la red de agua pero no tienen acceso a ella», dice Antonio ofuscado y denuncia la apatía de la administración ante la situación dramática. Gracias al fondo de emergencia que brindó la agencia humanitaria Oxfam Intermón, se puso en marcha un proyecto para que tengan acceso a agua potable. Antonio y los miembros de CTA decidieron adquirir un camión cisterna e instalar tanques.
Nada gratis
«Aquí nadie quiere una casa gratis, las personas migrantes esperan tener el derecho a alquilar una vivienda dignamente» resume Ana Pinto, miembro de la organización Jornaleras en Lucha tras haber recorrido los asentamientos para recoger las necesidades básicas de las personas afectadas. Ana junto a las compañeras de la organización distribuyen alimentos, ropa, utensilios para cocinar y gestionan acompañamiento legal y sanitario a las personas más vulnerables.
En febrero, Philip Alston —Relator de Naciones Unidas para la pobreza extrema y los derechos humanos—, visitó asentamientos y dijo: «las condiciones que vi en los trabajadores migrantes que recogen la fresa en Huelva eran peores que en un campo de refugiados». Muchos han vivido allí durante años y, aunque pueden pagar un alquiler, insisten en que nadie les aceptaría como inquilinos. Aunque trabajan a destajo, ganan 30 euros al día y no tienen acceso a casi ninguna ayuda gubernamental.
El informe de Oxfam Intermón afirma que «el colectivo de personas migrantes es uno de los más castigados por los efectos de la crisis de la Covid-19». Al mismo tiempo, sostiene que «la migración internacional se ha convertido en el chivo expiatorio para encubrir lo que no está resuelto en el ámbito doméstico: el empleo precario, las desigualdades o la falta de acceso a servicios sociales, entre otros. Con frecuencia se instrumentaliza para cuestionar acuerdos esenciales como los relativos a derechos humanos fundamentales, y para evitar que se ponga el foco en las causas estructurales que mantienen a amplios sectores de la población en España, independientemente de su origen, en la pobreza y la exclusión social.»
La temporada agrícola comenzara en breve, los empresarios reclutarán de nuevo personas migrantes para la producción. La situación de precariedad laboral se perpetua junto a las indignas condiciones de vida.
«…parece ser que nadie se preocupa por estas personas —dice Ana Pinto mientras atraviesa las cenizas de lo que fueron viviendas—. Y son las manos que trabajan el campo».
Pablo Tosco
Angular | Realizador multimedia
Foto-videoperiodista, comunicador social y máster en Documental Creativo. Desde 2004 documenta para Oxfam Intermón proyectos de cooperación, desarrollo y acción humanitaria en África, América Latina y Asia. Miembro fundador de Angular.
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