Historias de criminales y detectives en Malvinas

Un cronista argentino viaja a las islas y descubre lo que nadie espera en la apacible soledad del fin del mundo: una ola de ataques sexuales y un policía empeñado en descubrir la verdad.

Texto & Fotos: Ernesto Picco

–Lo tenemos aquí, en la habitación de al lado –me dijo Jeff Mc Mahon, el jefe de policía de las islas, estirando su largo brazo cubierto por la camisa blanca y señalando la pared de la izquierda.

Con su acento de Manchester, nasal y de vocales fuertes y largas, me volvió a contar algunos detalles de la historia de Kevin McLaren. Pero el sujeto más peligroso de las islas, que estaba del otro lado de la pared, no era mucho más que un nombre. No pude conseguir en internet ni en los archivos del semanario de las islas una fotografía suya para saber cómo era. Alguien me lo había descripto como un muchacho robusto y colorado, con cara aniñada. Todo lo cual lo hacía más tenebroso.

Las dos veces que viajé a las islas, en 2018 y 2019, escuché a locales, inmigrantes y turistas decir que, a pesar del mal tiempo y el aislamiento, las Malvinas tienen dos grandes ventajas que las distinguen prácticamente del resto del mundo: no hay desempleo y no hay inseguridad. Yo mismo he caminado solo, a altas horas de la noche y sin ningún temor por el pueblo y el campo.

En las islas no hay robos ni vandalismo y en general los únicos problemas se presentan, a veces, en los bares. Las peleas entre borrachos son frecuentes, aunque casi siempre resultan contenidas por la policía y rara vez terminan con algún detenido. De vez en cuando sigue siendo noticia la aparición de marihuana colada por correo, en algún barco mercante o turista. En junio de 2006, el Daily Telegraph de Londres publicó una nota sobre las islas titulada «Crime’s a joke»: El crimen es una broma.

La historia contaba que en las islas se solicitaban candidatos para ocupar el cargo de juez, que dejaba vacante Jim Wood, después de diez años. Relataban, con un tono entre sorprendido y burlón, que tanto el pueblo como el campo eran lugares muy tranquilos, que el último asesinato había ocurrido en la década del ochenta, y que «los eventos más notables de los 10 diez años de permanencia del juez Jim Wood fueron tres violaciones y un incendio provocado».

Hasta aquí el título de la nota podría haber sido pertinente. Pero el crimen no era una broma porque en las islas se habían perpetrado muchas más que tres violaciones. Solo Kyle Mc Laren, el hombre más peligroso de las islas, estaba denunciado de catorce.

Apenas habían pasado seis minutos de partido cuando tres policías entraron corriendo al campo de juego. Uno encaró al árbitro y los otros dos, agitando los brazos, empezaron a ordenarles a los jugadores de Liverpool y Nottingham Forest que abandonaran el lugar. Aquella tarde del sábado 15 de abril de 1989 se jugaba la semifinal de la FA Cup en el Hillsbrough Stadium, en el municipio metropolitano de Sheffield, en el centro de Inglaterra. Ninguno de los veintitrés hombres que corrían dentro de la cancha había visto que, detrás del arco del Liverpool, ya había muertos amontonándose contra el alambrado.

La tragedia de Hillsbrough, como se la conoció a partir de ese día, terminó con 96 hinchas muertos al ser aplastados por una avalancha humana en la tribuna. Muchos otros, más de 700, fueron gravemente heridos.

Durante más de veinte años, los familiares de las víctimas reclamaron justicia: la policía había informado que la avalancha había sido producida por la acción de los hooligans y un grupo de hinchas borrachos, pero los familiares decían otra cosa.

Los reclamos de la sociedad civil apoyada por la iglesia obligaron a que el caso pasara a ser oficialmente investigado como un crimen y atendido por el IPCC: el Independent Police Complaints Comission, una suerte de asuntos internos de la policía británica.

Para encabezar la investigación hicieron regresar a Inglaterra a Jeff McMahon, un oficial retirado que había servido treinta años en la policía de Manchester y los últimos tres los había pasado en Irlanda del Norte, como miembro del Historical Enquire Team. Aquella unidad se había creado en 2005 para investigar más de 3000 crímenes no resueltos que había dejado el conflicto entre republicanos y unionistas desde 1968 a 1998. El trabajo de McMahon en Irlanda de Norte había consistido en avanzar, a partir de entrevistas a familiares de las víctimas, en la determinación de la responsabilidad del Estado en algunos de los asesinatos cometidos en ese periodo. Muchos de los cuales fueron efectivamente investigados y probados.

Jeff McMahon dejó Irlanda del Norte y viajó a Warrington, una ciudad a 30 minutos de Liverpool donde se instaló la base del grupo investigador del IPCC. Traía su reputación de experto en investigar crímenes históricos, con intuición para hallar evidencias escurridizas en viejos documentos y revelar las contradicciones de los testigos. Ratón de archivo y entrevistador frío, imponía presencia. Mc Mahon es un gigante que roza los dos metros, con un par de brazos que le cuelgan como pilotes. La cabeza pelada y brillante. Los labios apretados y la mirada concentrada. Todo el tiempo parece estar a punto de decir “ya lo sé”.

En Warrington, McMahon guió un trabajo de relectura y revisión de más de 800 cajas con archivos del caso ocurrido hacía 26 años, y nuevas entrevistas a 164 oficiales de la policía cuyos testimonios o los de sus colegas generaban dudas. Fue la investigación de asuntos internos más grande de la historia de Gran Bretaña. Seis oficiales de la policía fueron procesados, aunque en 2019, a treinta años de la tragedia aún no ha habido sentencia firme sobre el caso.

Venir aquí era un desafío nuevo. Y el caso era muy importante. La Operación Cinnamon, que llevamos adelante aquí, hubiera sido tapa de todos los diarios si hubiera sido en Londres o Liverpool.

A fines de 2016 apareció una convocatoria del gobierno que buscaba policías para encarar una investigación muy específica en el Atlántico Sur. Eran crímenes no resueltos del pasado reciente, como los que McMahon estaba acostumbrado a tratar:

– Necesitaba un cambio de aire- me dijo en su oficina del segundo piso de la sede de la policía de las islas Malvinas, cuando lo visité en abril de 2019.

La central de policía es uno de los pocos edificios con dos pisos que hay en el pueblo, donde hoy viven 2.121 personas en poco más de 2.5 kilómetros cuadrados. Luego hay otras 1.200 personas que viven en lo que los isleños llaman el campo, repartidas y aisladas en los más de 12.000 kilómetros cuadrados que suman entre la isla Soledad y la Gran Malvina. Aparte hay 300 civiles que viven en la base militar de Mount Pleasant, a 50 kilómetros del pueblo, y una cantidad de soldados que no se conoce oficialmente, pero ronda el millar.

Puerto Stanley, que en 1982 bautizamos Puerto Argentino y todavía lo llamamos así desde el continente, está a 50 kilómetros de la base, en una pendiente que da a la bahía. Allí cuatro largas calles lo recorren de este a oeste. En la calle más baja, que es la costanera, están los edificios públicos, coloridos y pintorescos. Y en la más alta ya casi no hay nada. Apenas algunas casas aisladas y unos cuantos galpones.

Desde la parte alta puede verse como decenas de callecitas se cruzan y zigzaguean en distintas direcciones. Todas, hasta las más angostas, son doble mano. En las islas casi no hay autos, son todas camionetas y no es raro que haya dos por familia. Es porque las calles están asfaltadas sólo en el pueblo, y para ir a cualquier otro lugar de las islas hay que manejar por caminos de ripio y tierra, difíciles y resbaladizos.

En el pueblo las zonas de viviendas y de comercios no se diferencian. En las islas hay tres supermercados y decenas de negocios pequeños y medianos. Hay cinco casas que venden regalos, dos salones de belleza, dos imprentas, y dieciséis lugares donde se puede ir a comer. El más caro es el restaurant del Malvina House Hotel y el más barato una pequeña hamburguesería que un matrimonio chileno tiene en la entrada de su casa. También hay cuatro iglesias de distintas religiones. La más grande es la anglicana, que en su entrada tiene un imponente arco hecho con cuatro huesos de ballena. En la base hay una placa que dice que lo pusieron en 1933, al conmemorarse cien años de la colonización de las islas. Hay, además, cuatro pubs, que es el único lugar donde a veces tiene que acudir la policía a separar borrachos.

Al momento de nuestro encuentro, Mc Mahon ya había alcanzado el grado de jefe de policía de las islas. Cuando le pregunté qué hacía en este lugar tan alejado del mundo, después de haber atendido alguno de los casos policiales más importantes de Gran Bretaña, me contestó lo del cambio de aire. Pero tras una pausa, resopló y reformuló su respuesta:

– Y además ya me estaba poniendo viejo. Venir aquí era un desafío nuevo. Y el caso era muy importante. La Operación Cinnamon, que llevamos adelante aquí, hubiera sido tapa de todos los diarios si hubiera sido en Londres o Liverpool.

Graham Minto tenía 14 años cuando su padre mató a su madre. El 11 de diciembre de 1980 escapó de su casa en el centro del pueblo y cruzó de vereda por Brandon Road hasta llegar a la de su vecina, Claudette Mosley. Desde allí llamaron a la policía y quince minutos más tarde dos oficiales entraron en la casa de los Minto. Encontraron a Gladys, la madre de Graham, empapada en sangre en el piso junto a la entrada. Había sido apuñalada varias veces.

Unos pasos más adentro de la casa estaba el cuerpo de Len Minto, el padre. Tenía cortes en el cuello y las muñecas y yacía boca arriba con el cuchillo a un lado. Los policías se llevaron una sorpresa cuando se dieron cuenta que Len todavía respiraba. Era un graznido lánguido, pero el asesino vivía.

El Penguin News dijo sobre el caso Minto: «Uno de los crímenes más trágicos de la historia de las islas». Len y Gladys llevaban un tiempo separados. Gladys lo había echado de la casa y Len insistía en volver. Ella había denunciado varias veces ante la policía de las islas los regresos esporádicos e intentos de agresión. La única respuesta que le habían dado los oficiales a Gladys fue que si Len volvía a aparecer, se fuera a la casa de su vecina y pidiera ayuda. A principios de los ochenta, los teléfonos de las islas eran a manivela y las conexiones eran pésimas.

La policía local ya venía siendo objeto de críticas por parte de la comunidad. La muerte de Gladys era el segundo asesinato que tenían en 1980. En abril de ese año dos peones se habían enfrentado en una estancia en Pradera del Ganso. En un desencuentro después de una tarde de mucha bebida, Anthony Kirk le había roto la nariz de una trompada a Francisco Burgos. Y Burgos le había devuelto el gesto con una puñalada mortal. Burgos fue llevado a juicio a fines de ese mes, y el magistrado Peter Watkin Williams dijo que el peón había sido severamente provocado y había reaccionado en un estado de emoción violenta. Que normalmente era un hombre tranquilo y reservado. Y lo terminó condenando a apenas nueve meses de prisión.

Len Minto tuvo una suerte diferente. Ya la gente había quedado intranquila por tener a Burgos suelto en las islas, y la escena del crimen de Gladys era mucho más grotesca. Minto fue condenado a prisión perpetua, y trasladado a Inglaterra a cumplir su pena, ya que en las islas no había un lugar en condiciones para hacerlo.

Poco más de un año más tarde devino la guerra y los asesinatos de 1980 pasaron rápidamente al olvido. Sin embargo, otros casos siguieron sembrando dudas sobre la capacidad de la policía local para responder ante las demandas de la comunidad.

En 1983 el gobierno inglés desarrolló un plan de inversión de miles de millones de libras para reconstruir los lugares que habían sido afectados por los combates, llevar adelante un plan de fomento a la producción, y construir, a cincuenta kilómetros del pueblo, la base militar más grande de Sudamérica. La población en las islas se duplicó por la presencia de soldados y trabajadores transitorios que venían de otros países del Commonwealth a trabajar en las obras. Todo esto incrementó los casos de robos y la llegada de drogas menores a las islas.

En abril de 2019, el juez de las islas, James Lewis, llegó a varias conclusiones acerca del retorcido caso de Kevin Derek Charles McLaren. Pudo probar que en 1990, cuando Kevin tenía 14 años, llevó a una nena de 10 hasta una construcción abandonada a las afueras de Stanley, la arrojó al suelo y la violó. Quedó probado además que en 2007, mientras trabajaba como chofer, McLaren se ofreció a ayudar a una chica de 16 que había quedado encerrada fuera de su casa en la noche. Las investigaciones pudieron establecer que la chica terminó en la casa de McLaren con promesa de refugio, y allí él la violó.

El juez Lewis comprobó también que al poco tiempo Kevin entabló un perverso vínculo sexual con una niña de 12 años. Las pruebas presentadas dieron cuenta de que abusó de ella sistemáticamente: entre diez y quince veces en un período en que McLaren mantuvo el vínculo a escondidas y bajo la explicación de que así es cómo las niñas mayores le demuestran a los niños más grandes cuando les caen bien.

Kevin McLaren está preso desde principios de la década del 2010 en el Cuartel de Policía. Y esos tres casos son los primeros que han logrado probarse en la Corte, de un total de catorce denuncias abiertas y bajo investigación ya sobre el filo de la segunda década del siglo.

Los tres casos pudieron esclarecerse gracias a los testimonios de víctimas, testigos y familiares que fueron animados a hablar por la policía después de años de silencio.

Me encontraba en las islas la semana en que el caso McLaren fue tratado en la Corte. El Penguin News del 19 de abril hablaba de un juicio histórico. Pero no es eso lo que más llamó mi atención.

La nota sobre el caso de McLaren es el texto principal de la página 3 del periódico. Al lado, una nota más breve dice «Duvall apela su condena». Relata el caso de Kenneth Duvall, de 39 años, que en 2018 había sido condenado a 3 tres años de prisión por violar a un menor en 1996, y ahora pedía reducción de condena.

En la primera plana de la misma edición, otro titular dice «Reducen la sentencia de Paul Barton». Paul Barton era un maestro de escuela que en febrero de 2019 había sido condenado a dos años de prisión por distintas ofensas, entre las que se contaba la de pedirle a un niño de 13 años que tuviesen relaciones sexuales con él. El juez Lewis, contaba el periódico, aceptó reducir la condena a 18 meses, a condición de realizar un seguimiento por parte de la Fundación Lucy Faithfull, que se encarga de prevenir casos de abuso sexual.

«Él dice que soy especial. Por eso hace esas cosas», es el título de un afiche pegado en la puerta de la escuela primaria del pueblo. Está escrito con grandes letras negras sobre la foto fuera de foco de una niña y de un hombre observándola. Debajo, un texto blanco sobre fondo rojo dice: «El abuso sexual a menores puede ocurrir, y ocurre en las islas Falklands ¿Te está pasando a vos o a algún amigo?». En letras más pequeñas, se ofrecen números de teléfono para denuncias y consultas, y una página web con más información.

Otro: sobre la imagen de una adolescente recostada con la mirada perdida, el título del afiche dice «¿Qué le pasa?». Debajo, otra vez, el texto blanco sobre fondo rojo, que dice: «Abuso sexual a menores: conozca las señales». Y los números y las direcciones.

Así, al menos seis o siete afiches diferentes están pegados en todo el pueblo: en las vidrieras de los comercios, en los edificios públicos, en los bares. La campaña se lanzó en 2017, al poco tiempo de que McMahon arribara a las islas, y seguía vigente en 2018 y 2019, cuando la visité.

Los tres casos pudieron esclarecerse gracias a los testimonios de víctimas, testigos y familiares que fueron animados a hablar por la policía después de años de silencio.

A principios de 1983 renunció el jefe de policía Ronnie Lamb, y el Consejo Ejecutivo de las islas decidió reemplazarlo por Bill Richards, un isleño que había dejado el pueblo en 1956 para servir en la Policía Metropolitana en Londres. Cuando estaba a dos años del retiro, regresó para hacerse cargo de la jefatura de policía de las islas.

Pero la llegada de un veterano oficial de la gran capital británica no cambió mucho la situación, y la policía siguió fallando.

En 1983 entraron a robar tres veces en el West Store, principal centro comercial de las islas. En ninguna de las tres ocasiones pudo la policía dar con los ladrones. Luego, en la noche del 2 de febrero de 1984 dos oficiales que pasaban por el lugar se abalanzaron sobre un sospechoso que intentaba entrar al West Store al cobijo de la oscuridad en medio de la noche. Después de reducirlo, amenazarlo y festejar entre ellos la detención, se dieron con que se trataba de Richard Neal, el gerente manager del local. Los oficiales no le dieron tiempo a Neal para explicar que había entrado por la puerta de atrás a chequear la refrigeración.

Dos meses después, lograron su primer arresto efectivo en el cuarto asalto nocturno al West Store, cuando un marino mercante se escabulló cuando entraba a robar.

En noviembre de ese año los ladrones cambiaron de objetivo. Entraron al Town Hall y se robaron dos pinturas originales que iban a ser usadas para estampillas y un huevo de pingüino que se exhibía como adorno. Nunca dieron con los criminales, aunque siguieron atribuyéndoles la posible responsabilidad a los trabajadores temporarios que habían alterado la calma de las islas.

También en estos años se presentaron los primeros casos de drogas prohibidas. El 19 de abril de 1984 la policía arrestó a dos trabajadores temporarios de Mount Pleasant por recibir paquetes sospechosos provenientes de Sudáfrica. El caso fue a la justicia y el Penguin News publicó los detalles: «Barry Hall, un hombre de 26 años nacido en Hartepool, fue acusado por haber adquirido sin licencia 8.45 gramos de semillas de cannabis, 2.77 gramos de resina de cannabis y 11.4 gramos de hojas de cannabis. Ian Themann, de 33, nacido en Findhorn, Escocia, había obtenido 50 miligramos de semilla de cannabis y 91.8 gramos de hojas de marihuana. Ambos fueron multados por 100 libras, la pena máxima por esta infracción».

A sabiendas de que los desafíos de la seguridad en las islas estaban cambiando, a mediados de 1986, el Consejo Ejecutivo mandó a uno de sus oficiales a prepararse para el futuro. John Adams, un ex royal marine que se había unido a la fuerza policial en 1983, fue enviado a Londres a hacer un curso de 16 semanas que incluyó capacitación en investigación criminal, trabajo forense y técnicas de manejo de escena del crimen. Regresó en diciembre de ese año y fue presentado como el primer detective de las islas. La comunidad le festejó que trajo, además, equipamiento recién comprado para tomar y analizar huellas digitales. Tecnología de punta que sólo habían visto en las películas.

John Adams encabezó varias investigaciones policiales que se hicieron desde entonces. Era el hombre más esperado en la escena del crimen. Y si bien no hubo más asesinatos en las islas, si hubo muertes y episodios confusos.

En marzo del 87 encontraron el cuerpo de David Paul Smith, un marinero de 19 años, flotando en la costa oeste. Y en mayo hallaron muerto en Lively Island a Kevin Browning, un hombre que llevaba cuatro días desaparecido después de salir de su casa. Las pericias de John Adams permitieron clarificar que Smith se había ahogado por accidente, y que Browning había muerto por hipotermia, después de perderse y pasar varios días a la intemperie.

También le tocó investigar casos más mundanos y los típicos enfrentamientos en los bares. No sólo entre varones. Adams debió esclarecer el caso de Theresa Cliffton, que reventó un vaso en la cara del barman que intentaba interceder entre ella y otra mujer en medio de una discusión. Y tuvo algunos casos más bizarros, como el de tres obreros de Mount Pleasant que atacaron una colonia de pingüinos en un campo minado para hacerlos explotar por diversión. Todos ellos en su primer año a cargo como primer y único detective de las islas. Su presencia y su pericia ofrecieron certezas que antes no había, y un halo de profesionalidad del que la policía de Stanley carecía.

Con el paso de los años la escena criminal de las islas fue cambiando. La partida de los obreros tras la finalización de la reconstrucción y la nueva prosperidad económica que empezó tras el desarrollo del negocio pesquero, terminaron casi por completo con los hurtos y robos. Y no se volvió a registrar ningún asesinato. Después de una carrera que podría calificarse de exitosa, el detective Adams se retiró a mediados de los 90.

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En diciembre de 2016 el Daily Epxress publicó en Londres un extenso reportaje donde se informaba que detectives de Scotland Yard viajarían a las islas para ayudar con casos históricos de abuso infantil.

«Los puntos más finos de la operación son altamente secretos – dice el reportaje – «todo lo que se sabe es que tiene que ver con casos no recientes de explotación sexual infantil y comenzará dentro de un mes. La operación es demasiado grande para que la Policía de las Islas Falkland la encare sola, por lo que el gobierno está buscando la ayuda de los detectives del continente»».

El pedido oficial al gobierno británico vino luego de que, en los años 2013 y 2015, la Fundación Lucy Faithfull realizara en las islas una revisión de las medidas de protección infantil en las islas en los años 2013 y 2015, en un contexto en el que otros territorios de ultramar británicos habían presentado problemas similares.

Al momento de la llegada de los observadores de la Fundación Lucy Faithfull a las Malvinas, la isla de Santa Helena era noticia porque habían destapado allí más de 20 casos de abusos sexuales a menores. Se habían investigado allí desde 2002, en una isla donde viven 4500 habitantes.

Y estaba el antecedente de las islas Pitcairn. En este pequeño archipiélago de la Polinesia, se realizó un juicio donde los jueces condenaron a siete hombres, entre ellos funcionarios públicos, por más de 35 casos de abusos sexuales a menores. El impacto fue tremendo, porque en las islas Pictairn sólo vivían allí nueve familias. En todas había habido abusos. Las islas eran el territorio de caza de los pederastas. Después de su paso por Malvinas, la Fundación Lucy Faithfull presentó un informe de cincuenta páginas al Consejo Ejecutivo donde puede leerse: «Existe la amenaza potencial de la continuidad de lo que parece ser una larga tradición de grooming callejero. Esto no alcanza los niveles brutales de abuso y explotación organizada que vemos en UK, pero se han presentado algunos casos que terminaron con los agresores en prisión, y ha causado daño a un número considerable de niños. El patrón parece estar muy establecido, con hombres jóvenes entre 18 y 25, apuntando a chicas de entre 12 y 15 años con propuestas sexuales. Generalmente son jóvenes que tienen un vehículo y llevan a las niñas o los niños lejos del pueblo». Y más adelante, concluye: «La naturaleza de los delitos sexuales contra los niños en las Islas Falkland no es muy diferente a la que se presenta en el Reino Unido. Hay problemas particulares en términos de ofensas históricas en varias familias, y la fuerte perspectiva de que se presenten denuncias en instituciones establecidas hace mucho tiempo».

Una de las recomendaciones del informe de la fundación fue llevar a cabo una revisión de los archivos históricos de atención social y garantizar que toda la información relevante se identificara, registrara y pudiera accederse a casos que quizás no hubieran sido denunciados. Aquella recomendación fue la que motivó el inicio de las investigaciones.

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El veterano policía que investigó los crímenes cometidos por los ingleses en Irlanda del Norte y guió la investigación de asuntos internos más grande de la historia británica con la tragedia de Hillsbrough, está ahora solo en su pequeño despacho en el primer piso del Cuartel, donde hay apenas tres oficiales más trabajando en la recepción y otras oficinas. Los otros diez que conforman la totalidad de los integrantes de la fuerza recorren algún lugar del pueblo o los confines de la isla.

–Vine con un contrato por un año y ya llevo dos – me dijo McMahon mientras se echaba atrás en su silla – Cuando se retiró el jefe de Policía me preguntó si quería hacerme cargo y le dije que sí. Ahora viene mi esposa a acompañarme el mes próximo. Tengo que completar mi contrato hasta el 22 de julio de 2020.

En un año, y con cientos de entrevistas realizadas a hombres y mujeres de todas las edades en el pueblo y el campo, McMahon logró detectar y comprobar varios casos más de abuso sexual. En general, aunque algunos fueron publicados en el Penguin News, la mayoría se mantiene en reserva:

– Por la naturaleza de las islas, y porque es una comunidad tan pequeña, es muy difícil mantener las cosas confidenciales. En una ciudad grande como Buenos Aires es más fácil permanecer anónimo. Y eso es contraproducente aquí porque a la gente le cuesta salir a la luz a denunciar. Requiere mucho más coraje.

– ¿Y cuántos casos han logrado resolver en este año y medio?- le insistí.

– Probablemente procesamos alrededor de una docena de personas, tal vez un poco más – me contestó con calculada imprecisión – Pero tenemos en vista muchos más.

* Este texto fue producido en el marco de la Beca Michael Jacobs de crónica viajera, organizada por la Fundación Gabo, el Hay Festival Cartagena y The Michael Jacobs Foundation for Travel Writing. Y se publicó de manera original en TucumánZeta, nuestra revista hermana.

Ernesto Picco

Cronista

En 2010 se alejó de las redacciones: se dedicó a estudiarlas. Ganó una beca del Conicet con la que terminó un doctorado en Ciencias Sociales en la UBA, con una tesis sobre la relación entre los medios, la iglesia católica, las empresas constructoras y de servicios. Trabaja en las dos universidades de Santiago del Estero. En la Nacional forma parte de un equipo de investigación sobre política y ciudadanía, y en la Católica es profesor en la carrera de Comunicación Social. Con sus compañeros de equipo, siguió los casos policiales que después dieron lugar al texto con el que ganó el Premio Crónicas Interiores, publicado en Anfibia.

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