Un abrazo que diga «te quiero»
El cabello negro que antes llegaba hasta la mitad de la espalda cae con el roce de una caricia. Entre agua caliente y piel, corren mechones enteros desprendidos del cuero cabelludo de Miguelina Galindo, quien desliza una de las puertas de la ducha y me mira, me vuelve testigo de su nuevo look tras haber recibido dos de seis sesiones de quimioterapia: mi madre tiene cáncer y vive en Venezuela.
Texto: Nolan Rada | Fotos: Fabiola Ferrero
“A la pregunta estúpida de «¿Por qué yo?»
el cosmos apenas se molesta en responder
«¿Por qué no?»”
(Christopher Hitchens, en Mortalidad, al saber que tiene cáncer de esófago)
Sonrío. La sonrisa es contagiosa. La sonrisa es un escudo ante el miedo.
Nunca más he vuelto a ver a mamá con el cabello largo.
En 2004, al voltear la cabeza hacia el lado izquierdo, notaba un pequeño bulto en el lado derecho. Pensaba que no tenía mayor importancia al no molestarle ni dolerle. Venía de atravesar dos años de exámenes y consultas médicas. Terminó incapacitada laboralmente debido al diagnóstico de osteoartrosis crónica degenerativa generalizada el 22 de octubre de 2003. No quería saber nada de médicos, aunque tuvo que estar en controles periódicos en Fisiatría y Rehabilitación hasta finales de 2007. En ese momento, es remitida por su fisiatra a Neurología debido a que presentaba fugas de la memoria inmediata. Entre la primera consulta con el neurólogo y abril de 2008, una gripe brutal alteró todo.
El pequeño bulto ahora parecía una semilla de melocotón.
¿Qué era? ¿Por qué había crecido? ¿A cuál médico ir? Las preguntas se sucedían al mismo tiempo que las hipótesis y el temor. Fue un médico cirujano oncólogo quien ordenó una tomografía de cuello que derivó en otras de abdomen y pelvis, debido a que mostraban un aumento anormal de los ganglios linfáticos. Ese aumento se había producido en la mitad del cuerpo de mi mamá, desde el cuello hasta la pelvis.
Para encontrar el porqué del aumento, fueron necesarias cuatro biopsias. En el informe médico de la primera, cerca de la boca del estómago, ya se podía leer el futuro. Frases como «tumor maligno» comenzaban a aparecer. Se reducían las hipótesis, no el temor. Ya no se traba de si mi mamá tenía o no cáncer; sino de conocer cuál tipo, qué características, cuál era el grado la enfermedad.
Otra doctora, esta vez una hemato-oncóloga, requería más exámenes para conocer si el cáncer había alcanzado el hueso: aspirado de médula ósea y biopsia de coágulo. La segunda biopsia. No tuvimos acceso a ella. Durante alguna de esas consultas, recuerdo haber visto a una mujer bella y delgada que asistía a recibir tratamiento. Desconozco si era por cáncer u otra enfermedad, pero ya no olvidaré cómo parecía extinguirse mientras recibía medicación. El futuro no sólo se leía en informes médicos.
Para definir el tipo de cáncer fue necesaria otra biopsia a la altura de la pelvis para luego realizar un estudio inmunohistoquímico con lo que se extrajera. Ese examen, fechado el 15 de abril de 2009, indicó el diagnóstico final: linfoma no Hodgkin folicular grado I. En palabras sencillas, suelo decir que a mí mamá comenzaron a crecerle globos dentro de su cuerpo. Parecía estar minada de ellos.
Sin embargo, no se atendió inmediatamente porque el tumor estaba estable y la vida no estaba en riesgo. Cuando recuerda el período, lo hace con serenidad. Pareciera no ser un mal recuerdo haber convivido aproximadamente dos años con la enfermedad. Fue en marzo de 2010, tras chequeos continuos, cuando internamente dejó de ser capaz de albergar el cáncer: se supo a través de otra tomografía que uno de los ganglios había crecido tanto que oprimía su uréter derecho y ponía en riesgo su riñón. Entonces la doctora explicó: «Tu caso pasa a ser una emergencia. Hay que ponerte quimio. Pero, antes, hay que tomar muestra de lo que tienes en el cuello».
Otra biopsia.
Frustrado, no entendía muy bien por qué tantas; por qué ir y venir entre exámenes y consultorios; por qué mi mamá otra vez en una camilla con alguna clase de herida en su cuerpo. Quizá no se trataba de entendimiento, comprensión; sino de reclamar a la realidad un poco de compasión.
La muestra la extrajo el mismo cirujano de las anteriores. Había que tomar parte del ganglio del cuello. Una etapa terminaba donde había empezado. Nos recuerdo a mi padre, Guillermo Rada, y a mí llevando la muestra en un envase similar al usado para recoger muestras de orina. La trasladamos desde el Centro Médico de San Bernardino hasta la Clínica La Floresta. Mi mamá se quedó en el área de recuperación. El cirujano oncólogo, quien le dejó una fina herida de dos centímetros en el cuello, presagiaba: «No te preocupes por lo que queda ahí, que con la quimio se elimina».
La urgencia del caso fue tal que mi mamá comenzó a recibir quimioterapia sin tener el resultado de esa biopsia. Su historia médica en el Banco Municipal de Sangre del Distrito Capital fue abierta en abril de 2010. Un día después recibió su primera sesión de quimioterapia.
Aparentemente serena, hacía de su mantra una bandera: «Pa´lante es pa’llá».
Miguelina es madre de tres hijos. Todos somos varones. Mis hermanos mayores, Miguel y Gabriel Rodríguez, nacieron durante su primer matrimonio. Con Guillermo Rada, mi padre, me crio a mí. En casa nunca se planeó una temporada vacacional si antes no teníamos comprados la lista de útiles y los uniformes para la escuela. | Foto: Fabiola Ferrero.
El día, para un paciente que se trate en el Banco Municipal de Sangre, empieza muy temprano; demasiado —quizá— para un enfermo. El servicio público funciona por orden de llegada, así que mientras buena parte de la ciudad duerme, hay quien ha llegado a las cuatro de la mañana para ser uno de los primeros. Mi mamá, quien el día previo a cada sesión debía asistir para el chequeo médico y los exámenes hematológicos, solía llegar entre las 5:00 y las 5:30 para «enchufarse» a la vía que le serviría el tratamiento poco después de las 8:00. Aún así, tenía más de una decena de personas por delante.
Las gotas de medicamento se suceden en intervalos lentos.
Cae una.
Otra.
Otra gota.
Son intervalos muy lentos. Apresurar su entrada al cuerpo puede generar consecuencias poco favorables para el paciente.
Paciencia.
Sobre una camilla azul naval, ve pasar el tratamiento. Lee un libro. Conversa con otro paciente. Escucha música. Duerme. Pero, sobre todo, se preocupa por sabernos allí: a mi padre, a mí.
Nunca le ha gustado sentir que molesta.
Paciencia.
Intervalos lentos.
El tratamiento compuesto por once medicamentos comienza a hacer efecto: la persona que caminaba radiante ahora se está marchitando en esa camilla azul naval. Los párpados caen levemente sin llegar a cerrarse, como quien tiene sueño pero teme dormirse. La piel se oscurece. La voz y los músculos pierden fuerza. La vía no es similar a un enchufe del cual tomar energía, más bien parece uno que la absorbe: lo que te mantiene con vida también te la quita.
Afuera de la sala de tratamiento, cerca de cien personas esperan. Algunos son pacientes oncológicos; otros van a donar sangre o a recibir algún tratamiento para enfermedades sanguíneas. O, como nosotros, a acompañar a algún enfermo. Personas entre los 20 y los 60 años, aunque de vez en cuando se ve a un niño con tapaboca, en silla de ruedas o con una vía tomada. ¿Cómo no pensar que a ellos la vida les ha quitado más de lo que les ha dado?
Si el Banco de Sangre fuera un cuerpo, sería uno que ha recibido pocos favores del tiempo y del Estado. El alma del lugar son sus empleados; se les puede ver de madrugada atendiendo a los primeros pacientes o usuarios; buscando y llevando bolsas de sangre de un lugar a otro; tomando y estudiando muestras; barriendo o preparando la comida en el pequeño cafetín del sitio: son la vía que da vida al lugar.
Rodeado de viviendas que aún conservan rasgos de la arquitectura colonial, pese a parecer sumergidas en la pobreza, resulta imposible no contrastar el Banco Municipal de Sangre con la opulencia que sugieren las dimensiones del Mausoleo del Libertador Simón Bolívar, a menos de un kilómetro de distancia. La infraestructura del centro médico, aunque amplia, no deja de resultar agria, gris, incómoda. Mirar las estructuras deja la sensación de que el pasado se cultiva mientras el presente agoniza.
Por ella se desplazan pacientes con distintos tipos de Linfoma: un total de dos centenares. Su día transcurre entre el frío de la mañana para alcanzar un cartoncito con el número de atención; el llamado para la toma de muestra de sangre y la espera por los resultados. Luego, la consulta o aplicación del tratamiento, un proceso que puede durar entre tres y ocho horas. Fuera del área de tratado, su tiempo pasa sobre sillas de fibra de vidrio o recostados al concreto de una columna; usando baños defectuosos o mirando canales nacionales en uno de los dos pequeños televisores de las áreas de espera. Con esa especie de fuente en forma de pirámide en el centro de todo y la luz que se filtra levemente por las grietas de las láminas de fibra de vidrio que hacen de techo. La única vez que vi que corría agua por ella fue porque estaba lloviendo.
**
Miguelina es la séptima de ocho hermanos. Nació en 1958 y creció en la parroquia caraqueña de Macarao. Sólo alcanzó a completar el tercer año de secundaria porque la situación económica la forzó a contribuir en las finanzas de la casa, para que «por lo menos ellos no tuvieran mi carga». Interrumpidos los estudios básicos, estudió durante dos años Secretariado Ejecutivo. Trabajó en el Instituto Venezolano de Seguros Sociales; luego en la Universidad Central de Venezuela hasta 2003, cuando fue incapacitada laboralmente al ser diagnosticada con osteoartrosis crónica degenerativa. | Foto: Fabiola Ferrero.
Aburrida de que el tiempo se resuma a las gotas de tratamiento que recibe por la vía, le dice a una de las enfermeras:
— ¡Ay, mi niña! Ponme eso un poquito más rápido…
— Lo que te estamos poniendo es una bomba
— ¿Verdad que una vez le estábamos poniendo este tratamiento a un señor y se murió?
Teme más a lo que su ausencia pueda generar en la familia que a su partida física. Por eso, cuando el oncólogo le dio el diagnóstico de la primera biopsia, lo primero que pensó y preguntó al doctor fue:
— ¿Cómo se lo digo a mis amores?
— Diciéndoselo.
Ella recuerda el momento y se le quiebra la voz. Sus ojos son lágrimas represadas.
— ¿Puedo hacer algo por ti? —le preguntó el oncólogo.
— Deme un abrazo, —respondió mi madre en el prefacio del llanto.
Físicamente, no sufrió grandes cambios pero sí uno muy visible: la pérdida de esos rizos negros mezclados con canas que podían cubrir más de cuarenta centímetros de su metro y medio de estatura. Su rostro, con un lunar en el pómulo izquierdo «que siempre fue mi gancho», no se demacró.
El mayor daño lo sufrieron sus venas de 51 años, quemadas por los medicamentos. No fueron pocas las veces en que buscarlas para iniciar el tratamiento podía parecer un juego perverso de meter y sacar agujas.
Ella, quien en confianza siempre lució regia, prefiere quebrarse ante un extraño que en familia, sólo por el temor a causar angustia. Por eso prefiere entrar sola a cualquier consulta médica.
—Sabía que tenía que darles la cara a ustedes— me dice, reviviendo el momento mientras conversamos en mi cuarto—. No sabía cómo decirlo. Tú te diste cuenta por mi cara de que no andaba bien. Más que pensar en un «me voy a morir», era un «los voy a dejar solos». Sobre todo a tu papá. Ustedes, los tres hermanos, van a hacer sus vidas. Él no.
Estar fuera de la camilla era una forma de tranquilizar su preocupación y calmar su temor.
Siempre pensó que le daría cáncer. Cuando lo reconoce, recuerdo que mi abuela Carmen murió de un paro respiratorio como consecuencia de un linfosarcoma cuando mamá era una veinteñaera. Pienso en la genética, en que la muerte de un ser querido se puede volver un espejo.
Al cuestionarla acerca de por qué pensaba que le daría cáncer, lo primero que me sorprende es la serenidad en su tono de voz. «Fue una especie de premonición que se asentó cuando mi mamá murió a raíz del cáncer». Habla y me queda la sensación de que su vida fue un entrenamiento inconsciente para hacerle frente. «Cuando murió, pensé: ‹Okey. Acuérdate de lo que siempre has creído. Mosca con eso›. No se trató de atraer malas energías; estaba ahí».
Entonces, «teniendo ya un diagnóstico, ¿para qué negar la realidad? Para mí, negarla era perder tiempo en lo que fuese necesario hacer». Entre quehaceres, lo primero fue la aceptación.
«Decir ‹Sí, tengo cáncer› fue una especie de alivio —me explica—. ¡Pa’lante es pa’llá! Sí, es verdad, uno pregunta: ¿por qué a mí? ¿Por qué yo? Pero en ningún momento me sentí amargada por eso. Por el contrario, mi vida cambió porque aprendí a sonreír más; me abrí a la gente; al contacto físico del abrazo, que para mí pasó a ser una necesidad. Me llena dar un abrazo fuerte, cálido, uno que diga te quiero».
Decir. Querer. Abrazar.
En esa etapa de redescubrimiento, mi mamá naturalizó su cáncer como si siguiera la prosa de Susan Sontag:
«Hasta tanto tratemos a una dada enfermedad como a un animal de rapiña, perverso e invencible, y no como a una mera enfermedad, la mayoría de los enfermos de cáncer, efectivamente, se desmoralizarán al enterarse de qué padecen. La solución no está en no decirles la verdad sino en rectificar la idea que tienen de ella, desmitificándola».
Llegados a este punto, tras adaptar pashminas como turbantes, superar dos años de terapia de mantenimiento —con un solo medicamento— una vez que se diagnosticó que la enfermedad había remitido en agosto de 2010, navegaba en un mar de emociones. Por un lado, el optimismo. Por otro «es mentira que uno no se deprime, que uno no dice ‹me voy a morir›. Cuando pasaba por eso o lo pensaba, yo sonreía». La sonrisa es un escudo ante el miedo. «Es tu decisión poner esto o no, pero es la verdad: le doy gracias a Dios porque tuve un hijo que siempre me hizo reír y me acompañó a reír».
Tras ser dada de alta en agosto de 2012, sigue asistiendo al Banco Municipal de Sangre para controles cada tres o cuatro meses. El alta médica nos lleva hacia otro riesgo: la posibilidad de que la enfermedad vuelva a surgir. Ya son cinco años conviviendo con “la espada de Damocles”, como ella suele recrearlo. “Si me vuelve a tocar, ojalá tenga el mismo ánimo y el mismo optimismo. Temo no tener eso”.
Su temor me produce vértigo, aunque directamente no se lo he dicho.
Un vértigo distinto al que viví en 2014, viendo a mi mamá en la sala del hogar. Sus manos sostienen el informe de una tomografía reciente y ella mira hacia el techo como quien busca una respuesta del más allá, al descubrir que no había leído una página en la que se indicaba que “aparecía algo a nivel del cuello”. Está llorando. Mi papá baja del patio. Yo salgo del cuarto. Ni él ni yo entendemos qué pasa porque hasta ese instante habíamos agradecido que todo estaba en orden, de acuerdo a la primera página del informe. Sólo comprendimos cuando ella, con la voz ahogada en la garganta y limpiándose con el índice derecho una lágrima, nos explicó que no había leído la segunda página del informe. Años después, recuerda que al día siguiente fue con miedo a la consulta, y la doctora le dijo que todo estaba dentro de lo normal.
Al año siguiente, sentí un vacío que no viví cuando todo comenzó ni aquella noche cuando rompió a llorar en la sala. Tras retirarle una tomografía en la Clínica Metropolitana de Caracas, la llamé mientras iba con mi papá hacia la casa. Le leí, por insistencia suya, palabras que no habían aparecido en informes previos, palabras con las que parecía anunciarse el regreso de la enfermedad.
Es probable que esa haya sido la primera vez que sentí a mi mamá dudar, realmente dudar, después de haber superado el cáncer. La primera vez que la sentí tan vulnerable.
Quizá la proyección del antecedente de 2014 fomentó los miedos posteriores. Ésta vez sí. Contrario a lo que puede pensarse, hay situaciones que no te fortalecen, sino que te muestran cuán débil puedes ser. Ese día le advertí a Jonathan Dias, amigo y para el momento compañero de trabajo, que no estaría concentrado, que estaba preocupado por mi mamá. Su comprensión fue un alivio. Pedí el día siguiente en el trabajo como parte de mis vacaciones. Acordé con mi mamá que esta vez no entraría sola a la consulta médica.
Lleno de temores, esa noche previa a la consulta me consumía una pregunta que compartí con Laura Merino, amiga a la que suelo recurrir cuando las situaciones me desbordan:
¿Cómo se hacer para dejar de pensar en cuestiones que no han sucedido?
Su empatía con el momento me hizo sentir que no estaba solo. Lo lógico habría sido ir con esa pregunta a mamá, contarle acerca de mis miedos e, inmediatamente, parecer optimista: ya se superó una vez, lo haremos de nuevo. Como si el cáncer no dejara tierra quemada a su paso. Lo ilógico era atemorizarla al notarme frágil, darle un motivo más de preocupación, hacer que en su mente volviera a aparecer su mayor fantasma: «más que pensar en un ‹me voy a morir›, era un ‹los voy a dejar solos›».
Esos días temí no ser capaz de volver a acompañarla. Como ella, también temí el contexto en el que podría producirse el regreso a la enfermedad. Luego de la revisión de los exámenes y el chequeo médico, supimos que mi mamá no había recaído. Nos marchamos del Banco de Sangre satisfechos, aliviados, como si nos hubieran quitado una lápida de encima, y sonriendo: la mejor manera que encontró mi mamá de conjugar la muerte.
**
Actualmente, mi mamá toma siete medicamentos para tratar tres enfermedades: tres para la miastenia gravis; otros tres para la osteopenia; y uno más para la osteoartrosis crónica degenerativa. La crisis económica que atraviesa Venezuela, y que influye en la escasez de medicamentos, hace que cada vez sea más complicado poder hallar las medicinas en el país. A través del periodista Daniel Pardo, quien viajó a Venezuela hace poco, le pude enviar medicinas —y comida— por primera vez desde que estoy en Buenos Aires. | Foto: Fabiola Ferrero.
En la última etapa del tratamiento, los doctores del Banco de Sangre desconfiaban de unos medicamentos uruguayos suministrados por la Farmacia de Alto Costo del Seguro Social. Advertían que eran buenos, pero no tanto como los que ellos habían recetado y que inicialmente sí fueron suministrados. Mi mamá recibió sólo una sesión de tratamiento con dos de esos fármacos uruguayos en el coctel. Pasó tres días con nauseas, algo que no le había ocurrido antes. «No, medicamentos raros no me los vuelvo a poner». Para el momento, nosotros, una familia de clase media baja, pudimos comprar los recetados en la Fundación BADAN, entidad privada y sin fines de lucro, especializada en facilitar medicamentos de alto costo, antineoplásicos, hematológicas y neoplásicos.
En 2015, la Federación Farmacéutica Venezolana alertaba sobre la escasez de medicamentos y explicaba en un comunicado que sin la adecuada liquidación de divisas no habría un correcto abastecimiento de medicamentos.
La crisis estructural que atraviesa el país se suma a los fantasmas internos, a la angustia. Sólo el tiempo dirá cuán hondo ha calado en la sociedad venezolana la idea de que enfermar es un lujo por lo costoso que puede ser el tratamiento y la escasez de medicamentos.
Las fotografías de manifestantes con pancartas reclamando medicinas en la oleada de protestas que comenzó en abril de 2017, también se veían durante las manifestaciones que iniciaron en febrero de 2014, proceso que sería denominado como La Salida. El 27 de enero de 2017, la Federación Farmacéutica Venezolana marcó en 85% la escasez de medicamentos en el país, mientras que la escasez de medicinas de alto costo —que suelen ser las que necesitan los pacientes oncológicos— se estima en 75%, de acuerdo con una investigación del periodista Erick Lezama.
Para los visitantes esporádicos como nosotros, la afluencia de pacientes en el Banco Municipal de Sangre puede variar dependiendo del día, de la época del año. Puede ser anecdótica, hasta que los doctores comentan que están asistiendo menos pacientes a tratarse porque el viaje a Caracas les resulta prohibitivo a nivel económico, teniendo que pagar el transporte, el alojamiento, la comida. Al menos hasta 2016, 60% de los pacientes que recibió el Banco de Sangre venían del interior del país. Actualmente, se estima que sólo 15% puede asistir a tratarse en el centro.
No fueron pocos los pacientes con los que mi mamá conversaba que se habían trasladado desde el interior del país hasta la capital para atenderse; era frecuente que ellos consiguieran los primeros números de atención porque solían viajar para llegar a las tres o cuatro de la mañana mientras otros dormían, porque llegaban mientras otros dormían, porque su tensión comenzaba mientras otros dormían.
Averiguar acerca de la operatividad actual del Banco es entrar en una zona que sugiere más dudas que certezas. Una doctora que prefiere guardar su identidad explica que todo depende de los recursos que dispongan. Y detalla: «la capacidad operativa real, en este momento, debería ser cero. Prácticamente, no hay quimioterapia. Sin embargo, nosotros seguimos recibiendo pacientes». El equipo de médicos, conformado por tres doctores para consultas hemato oncológicas y dos residentes de postgrado, podría ser capaz de atender 80 pacientes por consulta, de acuerdo con la doctora. Sin embargo, «la verdad es que no disponemos de recursos».
Así como la atención médica puede llegar a ser prohibitiva, también puede serlo la frecuencia de los exámenes médicos. En 2016, a mi mamá no le exigieron la tomografía correspondiente a cada año para evitarle la inversión en el examen. La revisión y el chequeo clínico no arrojaron ganglios inflamados. Se podía posponer el chequeo. ¿Cómo hacen quienes no pueden darle largas?
En 2014, esa tomografía de abdomen, pelvis, cuello y tórax con contraste intravenoso, costó 10.550 bolívares en el Instituto de Diagnóstico de San Bernardino. Con esos 10.550 bolívares no se compra medio cartón de huevos —12 mil bolívares— en 2017. Aquella tomografía de 2015, realizada en la Clínica Metropolitana de Caracas, costó 47.517 bolívares. Fue de tórax, abdomen y pelvis. Entre uno y otro examen, hay un aumento de al menos 400%.
Ya han pasado dos años desde la última tomografía. Este año sí se la pidieron luego de un control médico, al que no asistí como acompañante, ya que en 2016 decidí mudarme a Buenos Aires; al igual que al menos 11 mil venezolanos más.
La tomografía con contraste intravenoso, únicamente de abdomen y pelvis, costaba, previo al tercer aumento del salario mínimo decretado por Nicolás Maduro en 2017, 230 mil bolívares, —casi cuatro salarios mínimos (65.021 bolívares, sin aumento)—; en el Centro Médico de Caracas, su valor es de 310 mil bolívares, casi cinco salarios mínimos. Mientras escribo la crónica, el tomógrafo de la Clínica Metropolitana está fuera de servicio.
¿Cómo hacen quienes no pueden acceder a un diagnóstico por vía privada, sin seguros médicos ni recursos propios?
¿Cómo habríamos hecho nosotros en caso de una recaída?
¿Cómo habríamos manejado el escenario?
¿Cómo lo habría asumido ella?
«Honestamente, no sé si soy un ejemplo de vida. Nunca me lo había planteado. Quizá sí pueda serlo».
Esa voz, su voz, suele estar en las primeras horas de la mañana en Buenos Aires, saludándome a través de una voice note; preocupándose por cómo me alimento o si me estoy abrigando bien en el primer invierno de mi vida; preguntándome por cómo están quienes han tendido la mano en el proceso migratorio; por ubicar en Google Maps dónde queda el barrio al que me he mudado; por conocer cómo me va en un trabajo no periodístico que me permite mantenerme en una ciudad tan costosa como interesante.
Me gusta recordar el hogar como ese espacio en el que, luego del cáncer, siempre se escucha «¡Buenos días, vida!», cuando asoma su cabeza con cabello corto al patio. Luego sonríe y empieza a saludar a Toby y a Veru, los perros guardianes, y a las matas que vuelven el hogar una especie de jardín botánico.
Ella dice que «ahora es más fácil peinarse».
Y respira.
Nolan Rada
Periodista | Fotógrafo
Leyendo diarios deportivos en mi adolescencia, quise ser periodista deportivo. Leyendo crónicas en la Universidad Central de Venezuela, descubrí que quería ser cronista. Ahora me interesa la crónica deportiva como una oportunidad para representar aspectos sociales a través del juego; y el periodismo narrativo como una oportunidad para acompañar y conocer problemáticas e historias de primera mano. Crecí -y sigo colaborando- en Prodavinci. Hice radio. También soy fotógrafo.
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