«Sonríen para la foto. Viajaron cientos de kilómetros —atravesaron Argentina—, para llegar hasta la pequeña comunidad de la etnia Wichi, en el gran chaco formoseño y hacer obra misionera: llevaron donaciones de ropa usada, bolsones de comida, sus estudios bíblicos resumidos para la ocasión; y sonríen. »

Por Migue Roth   |  Ilustraciones: Raed Khalil

En la imagen, una bebé está desconcertada y desnuda. La enjabonan y la enjuagan; la secan. Llora. Tiene la cara roja, pómulos levemente inflamados. Es evidente que no dejó de lamentarse desde que comenzaron a bañarla. Quizá desde antes. La joven rubia que la limpia —pulserita de oro en la muñeca izquierda, uñas esmalte ivory— intenta sacarle un moco. La compañera de tareas ya no le seca el pelo, más bien le sostiene la cabecita para que su amiga logre sacarle el retobado moco

para que no quede tan mal

para que no se vea eso

para la foto,

sonríen.

La composición es pobre, el enfoque forzado y la luz de contra limita el campo visual, de todas maneras se logra distinguir, al fondo, cómo les lavan la cabeza a los hermanos de la pequeña y al resto de mocosos que merodeaban por el lugar. Les buscan piojos. Según parece les da un poco de asco. Al menos es lo que se percibe en sus expresiones: algunas muchachas usan guantes de látex, por las dudas. Otros no, son más osados; ellos —los valientes— ya tuvieron experiencias previas en otras misiones: están calificados; por eso hablan con los jefes comunales y les dan instrucciones. El coordinador del operativo no debe superar los treinta años, pero en tono paternalista reparte consejos a personas que por lo menos lo doblan en edad y podrían enseñarle bastante de fe y supervivencia.

Los viajes de los grupos misioneros son un éxito en universidades privadas denominacionales en Latinoamérica. Se vende la idea como una actividad espiritual extrema, práctica profesional y turismo solidario: un combo imposible de resistir.

Cayó la idea en el momento justo: La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), un organismo que depende de las Naciones Unidas y se concentra en la investigación económica, dio a conocer informes que muestran un incremento sostenido en la tasa de egresados de nivel secundario en la últimos diez años, y la proliferación de universidades, fundaciones, seminarios y academias. La incorporación de alumnos despertó una competencia sin precedentes entre instituciones educativas privadas y ahora vale todo: cualquier moda sirve para promocionarse (ice-bucket en el pasillo, harlem shake en el aula, flashmobs en el patio) mientras aumente la presencia en las redes sociales, vale. Vale publicitarse de la mano con las mismas corporaciones que son caso de estudio por malversación, corrupción y contaminación. Si la multinacional aporta al desarrollo de las ciencias, vale; sin importar que lo haga por interés y limite la libertad académica para poner la institución a su servicio. Si la marca es buena onda, no hay drama, vale. Vale pagar fortunas por un departamento de marketing antes que un sueldo decente a los docentes.

Y si la solidaridad es moda, entonces es útil y hay que crear un departamento de Responsabilidad Social Universitaria; ente de concepción confusa que funciona para hacerse cargo —¿de qué?—, mostrarse políticamente correcto, eliminar sospechas. Y hay que apoyar el viaje de ese grupo de estudiantes a alguna provincia pobre para que lleve ropa y algo de comida y se saquen fotos y las suban a internet y en los posteos se cuelen comentarios sobre las enriquecedoras experiencias que la universidad les ofrece: aventura, caridad y sonrisas. Que lo vean los padres, ese es el nicho.

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Pareciera que los traslados en taxi se reducen a diálogos obligados y superficiales, pero hay algunos en los que la conversación es franca. En confianza se dan buenos viajes; tuve uno hace poco: Carlos me preguntó sobre mi trabajo y se sorprendió cuando le dije que iba al Impenetrable para cubrir la respuesta de una agencia humanitaria en comunidades que habían quedado aisladas por la inundación.

«¿Inundación?, pensaba que era un desierto…», me dijo apagando la radio.

Hay varias razones por los cuales el argentino promedio puede figurarse que la región norteña del país, conocida como el Impenetrable, es un desierto: motivos geográficos y climáticos surgen en primera instancia. Es lógico. Pero hay otra razón, una connotación negativa que lleva décadas instalada y reforzándose: la concepción del desierto desde lo poblacional.

El término desierto es utilizado desde épocas en las que el país pretendía extender sus fronteras más allá de los territorios mesopotámicos que por entonces controlaba, allá por 1860 – 1870. Desierto era toda la Patagonia. Desierto era gran parte de cuyo y las pampas. Desierto era el Gran Chaco. Desiertos eran todos aquellos espacios indómitos que resistían el avance de la civilización.

Es interesante notar cómo el término desierto comenzó a designar un espacio que estaba poblado pero que debía ser despoblado para resultar útil; así se invisibilizó a los pueblos que lo habitaban; ni siquiera entraron en la categorización humana: «hay que correr la línea de fronteras»; «Civilización o barbarie»; «Conquista del desierto…». Y sucedió también durante la campaña del Gran Chaco (región que comprende lo que hoy se conoce como Impenetrable) los nativos fueron cosificados por su utilidad. Algunos les llamaban «brazos baratos indispensables», otros —los más diplomáticos— «elementos inapreciables»: brazos. Elementos. Cosas, a lo sumo.

Los procesos de civilización que tuvieron por epicentro estos territorios fueron efectivos a tal punto que, desde entonces y hasta en la actualidad, el argentino promedio supone que el Impenetrable es un desierto. Aunque allí viven y aún resisten decenas de comunidades indígenas.

Aquella civilización que antes los diezmó por las armas, la enfermedad o el trabajo esclavo, hoy los ignora o los olvida con la facilidad de un zapping.

«…por eso tenemos que contar lo que pasa: : brindarles espacios para que difundan su voz», le dije a Carlos, que también apagó el reloj y me miró. «Llevan semanas con el río empecinándose sobre sus ranchos. Los caminos están anegados y quedaron aislados, pero como están lejos de Buenos Aires, parece que no importa: no son noticia ni motivo de tapa. Por eso mismo tenemos que contarlo. Para que se sepa que el Impenetrable no es un desierto, hay un montón de gente en peligro.»

Carlos quiso saber más sobre lo que estaba pasando y cómo se llevaba a cabo una respuesta humanitaria. «Hay principios, guías de acción, buenas prácticas que se escribieron después de malas experiencias y aprendizajes». Le resumí las cosas como pude diciéndole que lo importante era no hacer más daño: «que la acción que se realice no cause más daño. Y cuidar la dignidad del otro en cualquier situación, conflicto, desastre o emergencia».

—«Pero es imprudente», dicen. «Nuestra institución no costea seguros si hay riesgo real».

Durante la emergencia, no llegaron agrupaciones universitarias caritativas a terreno, pero sí recolectaron donaciones para otras inundaciones.

Los desastres y catástrofes que salen en los grandes medios poseen un elevadísimo poder conmovedor; activan el efecto lacrimógeno y sensibilizan a la población: es la oportunidad indicada para estar; para ir; para mostrarse ahí. Si no se llega a tiempo o si la cosa no está muy mediatizada, entonces quedan los pobres de siempre. Si son del interior mejor: siempre se ven más pobres.

«Tu universidad te ofrece lo que ninguna otra puede darte: viví una inolvidable experiencia de servicio.»

Entonces, el bienintencionado joven que descubre su veta revolucionaria y piadosa, sale con otros bienintencionados jóvenes altruistas (el voluntariado parece ser un comportamiento imitativo) en un viaje programado a tierras lejanas para llevar ayuda y vivir una inolvidable experiencia.

   Repiten inolvidable experiencia.

Valija de color las chicas, mochila de camping los muchachos. No pueden faltar smartphones, la camarita digital, auriculares —inalámbricos en lo posible— y tablets, para ir a una zona en la que ni siquiera hay electricidad. Pero esa es la gracia de la aventura, dicen.

Al llegar a destino, el director del grupo reitera sus recomendaciones, se reúnen abajo, junto al ómnibus y rezan en ronda, de la mano. Los infaltables músicos entonan algún corito con la guitarra. Se reparten las tareas más o menos por rubro y afinidad. Y se ejecuta el operativo: charlas de salud y nutrición; entrega de donaciones recolectadas y lavado de cabezas.

«Las ofertas de voluntariado les permiten a nuestros alumnos, una vez insertados en el mercado laboral, ofrecer a las personas con las que les toque trabajar una atención profesional de excelencia y contar además con el valor agregado de brindar esperanza.»

Oferta, mercado, valor agregado. Si no releo tres veces el enunciado de visión en el folleto de la organización misionera y me lo repito como mantra, no puedo dejar de pensar que se trata de una transacción comercial.

«Nada. Haber podido ir a ayudar a las personas que más necesitan fue algo buenísimo. Cuando contaron del proyecto me dio mucha lástima ver tanta miseria… me indignó bastante, por eso me sumé. Y no me arrepiento. Fue una experiencia inolvidable y no sé, seguro me va a dar fuerzas por mucho tiempo porque sentí que me sirvió para acercarme a dios. Me alegró muchísimo saber que hicimos una diferencia en la vida de esas personas. Me hizo sentir muy bien.»

A ver.

Me interesó saber porqué ayudan; conocer los motivos que —en definitiva— son la base de las acciones caritativas. Porque las razones que se presentan son decisivas al momento del encuentro con las personas que se pretende beneficiar, determinan la vinculación afectiva y definen el compromiso que se establece.

Veamos.

            Lo que narran, las fotos y los videos también sirven para demostrar si la acción es humanitaria o una reacción piadosa de moda: la joven dice que la inolvidable experiencia de visitar un lugar pobre fue algo buenísimo porque le hizo sentir muy bien. En su discurso (verbal, gestual, visual) es notable el predominio de contenido emocional; remite de forma constante a sí misma. Es altruismo como negocio social: para valer, el esfuerzo debe ser compensativo y gratificante. La abnegación y el compromiso se comprimen a un par de horas en las que el balance tiene que ser a favor para tener sentido. Ir más profundo, parecería excesivo.

            me sirvió, me alegró, me hizo sentir muy bien.

            Es cierto, los estudiantes pueden descubrir y desarrollar capacidades aplicando ciertos principios; pero al practicar la compasión sin reflexión, el análisis del entorno se inhibe y las tareas realizadas se reducen a —una inolvidable experiencia— de propaganda filantrópica.

«Hay normas esenciales que establecen el nivel mínimo que debe alcanzarse en las respuestas de las organizaciones humanitarias a nivel comunitario, local, nacional o internacional», dice el Proyecto Esfera, una iniciativa reconocida a nivel mundial por haber introducido las nociones de calidad y de rendición de cuentas en la acción humanitaria. El proyecto, que emprendieron varias organizaciones no gubernamentales y el movimiento internacional de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja, propone principios de protección para tener en cuenta al momento de asistir a otros en situaciones de vulnerabilidad por desastres o conflictos sociales.

En el principio de los principios, la primera pauta propone «evitar exponer a las personas a daños adicionales como resultado de nuestras acciones».

—¿Por más que a esas personas no les interese saber si lo que hacemos le corresponde o no al estado; es simple compasión, asistencialismo o una estrategia corporativa de mercado?

—Con más razón.

            —«Pero, ¿qué tanto? Esa maldita manía de buscarle la quinta pata al gato… ¿Qué tiene de malo que un grupo de jóvenes vaya a hacer el bien a esa pobre gente? Si hasta les dieron charlas de salud y alimentación.»

Y muy claras; estudiantes avanzadas de Nutrición ilustraron sus presentaciones con banners y expusieron con solidez académica: «…les recomendamos consumir toda la fruta que puedan conseguir. También hortalizas y carbohidratos, pero recuerden que es mejor si no son refinados. Por ejemplo, la harina común es refinada y no tiene el mismo valor nutritivo de la harina integral…»

Muy bien diez felicitaciones. Ahora, pregúntele a cualquiera de los mujeres indígenas presentes si alguna vez tuvieron la posibilidad de poner juntos, en la mesa de su rancho, al menos dos de los alimentos mencionados en la base del esquema alimentario.

            —«Pero, ¿qué tanto? Esa maldita manía de buscarle la quinta pata al gato… también les llevaron comida.»

El operativo que desplegó el grupo misionero comprendía la entrega de donaciones recolectadas sin ajustarse al contexto ni considerar las necesidades locales:

…puré de tomate envasado, yerba mate, leche en polvo, mucho fideo (incluso paquetes de lasaña en oferta, para que se den un gustito, ¿no?), atún en lata caballa en lata sardina en lata…

Un parámetro sanitario básico pone en evidencia que el valor nutricional de los bolsones que se armaron no llegaba a un mínimo requerido. Organismos de salud indican no distribuir leche en polvo luego de inundaciones o en lugares que no garanticen la potabilización del agua, ya que la contaminación podría provocar serias enfermedades. Los beneficiarios jamás habían visto pescado envasado y muchos ni siquiera tenían abrelatas. Ni hablar de la lasaña.

Las donaciones eran inapropiadas, nutricionalmente inadecuadas e inseguras.

Por más buena intención, no consideraron que las distribuciones de alimentos pueden crear riesgos graves, como actos de violencia dentro de la comunidad por el reparto de donaciones o el desvío de las mismas; hay que conocer cuántas familias viven en el lugar y qué tipo de necesidades puntuales tienen. Es indispensable preverlo para que no haya problemas de seguridad.

Pero no. No lo sabían. No conocían los principios que piden proteger a las personas de los daños físicos y psíquicos causados por la coerción. Tampoco el principio que pide velar para que todos tengan acceso a una asistencia imparcial. No lo pensaron; no lo imaginaron ni vieron la tensión y las peleas dos días después, cuando una de las familias Wichi fue acusada de quedarse con doble ración.

Ya no estaban.

            —«Pero, ¿qué tanto? …por lo menos hacen algo».

Sonríen para la foto.

Cruzaron el país para llegar hasta aquella distante comunidad indígena y hacer obra misionera: llevaron donaciones de ropa usada, bolsones de comida exótica y sus estudios bíblicos resumidos para la ocasión.

Y sonríen, pero la inocencia humanitaria no los exime de las consecuencias de su acción.

El voluntariado estudiantil tiende a trasformarse en una simulación moral; fluctúa entre ideas religiosas, humanismo y pulsiones digitales hedonistas. Lo convirtieron en una estrategia de mercado. Hace falta mucha creatividad y más compromiso para sacarlo del pozo de la industria compasiva y la explotación instrumental.

La joven finalmente logró sacarle el retobado moco

   me sirvió, me alegró, me hizo sentir muy bien

   fue una experiencia inolvidable

para la foto

sonrieron todos,

menos la pequeña.

Migue Roth (M20th)

Editor de Angular   |   Realizador multimedia

Migue puede leer incluso en los ómnibus en movimiento; siempre anda con alguna libretita a mano, lápices y libros en el morral. Escribe y dice que no saca fotos, las hace en todo caso. Es un nómade patagónico. Miembro fundador de Angular.