Retratos de Siria
Los años de guerra fueron la consecuencia directa de medio siglo de gobierno de la familia Assad. Como los emperadores antiguos, eligieron reducir su reino a cenizas antes que escuchar a quienes se atrevieron a reclamar derechos. Ni los millones de desplazados, ni los cuerpos flotando en el Egeo, lograron conmover del todo al mundo. Siria quedó atrapada entre el estigma de Occidente y el abrazo cínico del llamado “Eje del Mal”.

A quienes escaparon no se les abrieron los puertos, se les cerraron las puertas. Algunos llegaron, otros se quedaron en el camino. Muchos naufragaron. Pero quienes lograron pisar Europa pronto descubrieron que el futuro prometido tampoco era muy distinto al que dejaron atrás. Porque ser sirio es, hoy, naufragar todos los días por un mendrugo, sin importar el lugar en el que se viva.
No huyeron solo del estruendo de las bombas. Huyeron de un régimen que obligó a cientos de miles de jóvenes y adultos a enrolarse en un ejército hecho para masacrar a sus propios hermanos. Pocos lo creyeron. Cuentan los tatuadores de Damasco que, tras la huida del dictador, encontraron trabajo cubriendo rostros de Assad grabados en la piel. El oftalmólogo devenido tirano desplegó una red de vigilancia interna tan extensa como enfermiza: muchos de sus perseguidos no representaban amenaza alguna. Bastaba con decir “dólar” para convertirse en objetivo.
El aparato de control reflejaba su desquicio. La mujabarat, los servicios secretos, extendieron sus tentáculos incluso fuera del país, ahogando suspiros en algún bar perdido del exilio. Así fue silenciando uno a uno.
Las historias de las cárceles sirias salieron a la superficie como un gas venenoso: no para escandalizar, sino para inhibir, para instalarse en la mente como un virus. Para recordarnos que, en Siria, el “sálvese quien pueda” se convirtió en única religión.
La desesperanza erosionó las ya difusas fronteras entre comunidades. Las acciones de los otros —los que sobrevivieron, los que huyeron, los que colaboraron, los que callaron— quedaron tatuadas en la memoria colectiva. En los rostros sirios se leen relatos cinematográficos: cada mirada cuenta la historia de un joven guerrero, de una anciana desplazada, de un niño perdido.
Cada gesto es testimonio de una Siria brutalizada hasta el hueso, por líderes locales y por forasteros
Mientras tanto, los medios del mundo mostraban al país como un tablero de dioses enfrentados. Pero Siria fue más bien la tumba de los hombres, empujados por intereses ajenos tras una revolución que fracasó.
La muerte sigue oliendo en Tadmor. Los huesos aún están desparramados en Yarmouk. Las minas siguen mutilando en los campos de Idlib. El polvo sigue respirándose en Jaramana. En Homs, los niños juegan con restos humanos. Las heridas están a la vista. Y su cicatrización, si llega, tomará más que tiempo.
Quedará entre quienes permanecieron —y quienes regresan— la tarea de cavar los cimientos del nuevo futuro. Aunque sea sobre ruinas. Aunque el mundo ya no mire.
Pero incluso en medio del derrumbe, Siria sigue hablando. Lo hace a través del olor de su pan, amasado entre escombros. En los cánticos de quienes resisten, de quienes escriben, de quienes filman con un celular desde un balcón agujereado por los obuses. Porque contar lo que pasó —y lo que pasa— se volvió un acto de supervivencia. La verdad, en Siria, también fue perseguida. Pero encontró grietas para colarse. En los mercados subterráneos de Raqqa, en los pasillos oscuros de Alepo, en los mensajes codificados que cruzaron fronteras a escondidas. Hay historias que lograron escapar, aunque el precio haya sido perder la voz o el cuerpo.
Hoy, el mayor desafío no es reconstruir paredes, sino volver a confiar. Volver a tender la mano, volver a decir “nosotros”. Después de tanto horror, la identidad también quedó fracturada. Los exiliados miran con distancia el país que dejaron, y quienes se quedaron desconfían de los que volvieron. Aun así, hay quienes plantan árboles en medio del polvo. Quienes levantan escuelas con ladrillos recuperados. Quienes inventan un idioma nuevo entre las ruinas. La Siria del futuro no será la de los mapas ni la de los noticieros, sino la que logren imaginar quienes aún se atreven a nombrarla.
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