Reexistencia: agroecología y cooperativismo en Argentina

Guardianes del Y’verá y las cooperativas productivas que apuestan por un paradigma distinto al del modelo tóxico: agroecología, organización, venta a precio justo, trabajo digno, de la utopía a los hechos, en uno de los conglomerados más pobres de Argentina. ¿Es posible una vida sin venenos?

Por Francisco Pandolfi | Lavaca

“Corrientes capital tiene 500 años y a 15 minutos del centro todas las calles siguen siendo de tierra”. 

Corrientes recibe a MU [una revista hermana de Angular] con una fina garúa, frío, gris, en un tiempo que recién mejorará varios días después, cuando se emprenda la vuelta. En el durante, pasará mucha agua bajo el puente. Muchos barrios populares recorridos. Mucho barro y mucha resistencia. Mucha pobreza y mucha resiliencia. Y mucha organización desde el campo, desde la ciudad, desde el río, para enfrentar valores como estos: el último informe del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (Indec) dice que el índice de pobreza en Corrientes capital es del 45,2 de los hogares (el segundo aglomerado más pobre del país, detrás de Gran Resistencia: 54%); y el de indigencia de 9,4%. No es novedad: el noreste argentino tiene los niveles más altos de inequidad del país.

Esos números son cifras escritas en un papel, frías y distantes. Pero palpables en palabras, en rostros, en cuerpos. Y transformables. Así lo cree (y lo crea) una organización social ambientalista que nació en la provincia en 2011 para luchar contra el extractivismo: Guardianes del Y’verá.

Emilio Spataro, uno de sus precursores, le decía a MU en julio de aquel año fundacional: “Están saqueando los recursos y la proyección es que el saqueo se va a intensificar, con concentración de tierras en pocas manos y de manera cada vez más violenta (…). Queremos un modelo de participación ciudadana y de organización de base que lleve adelante la lucha ambiental. Que el Estado deje de ponerle plata a los grupos trasnacionales y locales que representan un modelo excluyente y que se fomente la agricultura familiar y cooperativa, sustentable en el tiempo, con una relación permanente del agricultor con su tierra. Yo sé que parece difícil pensar en eso. Pero estamos seguros de algo: con resistencia las cosas pueden cambiar”.

Hoy, doce años después, afirma: “En aquella nota, Guardianes recién había empezado, y mucho de lo que teníamos como propuestas hoy son una realidad evidente”.

Nancy Fernández, coordinadora de la cooperativa de reciclaje, junto a su compañera Roxana Barrientos, sentada en un bicicarro con el que colecta cartones y plástico.

A desalambrar

Los conflictos iniciados en 2006 por la construcción de terraplenes en zonas de acceso libre de los Esteros del Iberá fueron la piedra fundacional para formalizar la organización comunitaria, que desde hacía un lustro denunciaba el atropello mediante estrategias como cortes de rutas, desalambrados y una campaña que se hizo masiva con el lema “Salvemos al Iberá”. ¿Los denunciados? “Arroceras contaminantes y grandes terratenientes que cerraban caminos para hacer ganadería intensiva. El reclamo vecinal se volvió orgánico para visibilizar lo que pasaba”, rememora Cristian Barrionuevo.

Una característica que los diferencia de muchos otros movimientos sociales es que Guardianes nace y constituye su esencia en las entrañas de la provincia (en el mal llamado interior) y luego se expande a la capital; no al revés. Explica Barrionuevo: “Las problemáticas sí o sí dependen de la resistencia local, no que alguien de afuera caiga como paracaidista a dar la solución”. Al lado, su compañero que también se llama Cristian y se apellida Piriz, sintetiza: “El empoderamiento que se gestó en el interior lo volcamos en los barrios de Corrientes capital, teniendo bien en claro las referencias naturales, el empoderamiento de los trabajadores y el hacerse cargo de manera propia de la situación de pobreza para cambiar la realidad”.

Describen otras características: “Somos una organización autogestiva y apartidaria. Un movimiento socioambiental que no se encasilla en una oenegé tradicional, sino más con lo colectivo y lo dinámico. A muchos barrios llegamos porque no somos parte de ningún partido político, que creemos no resuelven la mayoría de los problemas en los espacios donde nos manejamos. Nuestro proceso de crecimiento va por fuera de lo electoral, sin dejar de tener relación con el Estado y exigir lo que le corresponde”. Suman un concepto que busca sanear a la política: “Nuestro principio fundamental es la solidaridad, el profundizar la democracia, la participación por fuera de Guardianes. O sea, nuestro objetivo no es representar a la agroecología, sino que Corrientes sea agroecológica. Para esto, no queda otra que profundizar la democracia y eso se logra no pensando en nuestro ‘quiosco’, sino fomentando la creación de otros espacios”.

Alejandra Galain es otra de las coordinadoras de Guardianes del Y’verá: “Militamos junto a comunidades campesinas guaraníes del interior de la provincia, como lo es la FeCaGua (Federación Campesina Guaraní de Corrientes) contra el acaparamiento de tierras por parte de capitales extranjeros, los grandes terratenientes y hasta el mismo Estado que afecta la manera de coexistir que tienen estas comunidades con el ambiente. En la ciudad, con el eje en la economía popular y el cuidado ambiental, impulsamos la creación de la Federación de Trabajadores Correntinos, la FeTraC, donde se hace énfasis en el reciclado como eje de trabajo; las huertas periurbanas que practican la agroecología y los pescadores artesanales. Deben crecer estos procesos de ecología popular donde la gente intercale el cuidado de su territorio, con su trabajo”. Cristian Barrionuevo agrega: “Debemos enfrentarnos al modelo económico extractivista, pero también crear uno propio”.

Trabajo social y shopping

Guardianes del Y’verá impulsó la creación de cooperativas de carreros y reciclaje; textiles; malloneros (pescadores); construcción; agroecología y panadería, nucleadas en la FeTraC y la FeCaGua.

En Corrientes capital hay dos cooperativas de reciclaje. Entre ambas, nuclean 32 unidades productivas. La cooperativa de zona norte tiene su sede central en la casa de Nancy, en el barrio popular Pueblito de Buenos Aires. La lluvia no es torrencial, ni

mucho menos, pero las calles están embarradísimas. Los techos son de chapa y de madera, recubiertos de plástico. Hace frío, pero Nancy está en remera. De color gris, como el día, lleva una inscripción que muestra con orgullo: “Recicladores”. Sus 17 compañeras y compañeros de trabajo que también reciben a MU, se abrigan con buzos y camperas. Nancy no. Remera, termo y mate bordó, para calentar el cuerpo. No empieza hablando ella. Prefiere que hable el resto. Toma la posta Estefanía Schmidt, 28 años, que vive en el humilde barrio Tosquera: “La cooperativa nos enseñó a defendernos, nos dio una oportunidad a quienes no tenemos oportunidades. En los barrios no hay servicio de residuos y ver limpio es una emoción para nosotros; nuestros vecinos están contentos”. Hace una breve pausa y suelta: “No tenemos alumbrado público ni agua potable ni gas ni asfalto. Hoy el 60 por ciento de la gente tiene carencias económicas. No tenemos esperanzas de que esto cambie, salvo por nuestro trabajo colectivo que nos permite seguir remándola, con complicaciones y emociones”.

¿Cuáles complicaciones y cuáles emociones? Dice Manuel Martínez: “Que se pinche el triciclo, que no haya plata para la nafta. En cuanto a lo positivo: el llenar los bolsones; que la gente que antes nos discriminaba hoy nos salude porque saben que cuidamos el lugar, desatamos las bolas y luego las volvemos atar; y lo otro que nos pone contentos es encontrar las cosas que tira la gente”. Estefanía completa: “Es increíble lo que se descarta. Secadores de pelo, licuadoras. Yo le digo a mi mamá ‘me voy al shopping’ y ella ya sabe dónde. El otro día un compañero se encontró cuatro pares de zapatillas en muy buen estado y yo 10 kilos de asado, lo que demuestra que hay gente que tiene mucha plata, al mismo tiempo que cada vez hay más en situación de calle y viviendo de la basura”.

La ronda es grande y va pasando la palabra. De fondo, 18 bolsones enormes, gordos, glotones, repletos de plásticos y cartones. Cada uno acumula entre 65 y 80 kilos. Dicen que juntan 1600 kilos cada dos semanas y que el kilo se paga aproximadamente a 55 pesos. “Cada quince días juntamos diez bolsones y nos llevamos aproximadamente 33 mil pesos”, cuentan. Roxana Barrientos, 38 años: “A nadie le alcanza para las cuatro comidas; trabajamos todos los días, ponemos todo de nosotros y no alcanza. Yo me siento una trabajadora social porque salgo a la calle para dar de comer a mi familia y también para mejorar a la sociedad, en lo ambiental, en la limpieza”. Silvia Miño, 50 años: “Vine del campo, de Mburucuyá, y no conseguía empleo por ningún lado, era rechazada. Trabajé un año gratis en un comedor comunitario para poder comer. Vivo con mi hijo discapacitado en el barrio Popular, donde no tenemos nada, solo pobreza y en una casa donde cada vez que llueve se inunda”. ¿Un deseo? “Que en mi vejez no deba andar tanto en la calle reciclando, porque ya me estoy mareando mucho. Pero si tengo que seguir, seguiré”.

Nancy, 42 años, coordinadora de la cooperativa: “Con compañeros se sale adelante mejor. Juntamos plástico, cartón, aluminio, vidrio, cobre, bronce. La situación económica es pesadísima. Este año es el peor de los últimos, sobre todo por el aumento de los precios cotidianos. Los alimentos para los chicos suben día a día. Estamos pagando un paquete de azúcar a 750 pesos. Sí, a 750 pesos. No se puede vivir así”.

Cepo a la verdura podrida

«No molesta que la policía tenga caballos, sí que los tenga la gente pobre”, resume Cristian Barrionuevo. La tracción a sangre en Corrientes es visible a los ojos. Sucede a toda hora. No está permitido en el centro, pero sí en el resto de la ciudad. Soledad Acosta, 38 años, carrera del barrio Popular: “A veces vamos a juntar a escondidas, porque la policía nos intimida”.

En el barrio Sol de Mayo, lindante al río Paraná, vive Verónica. Su edad es la misma que el número de integrantes de la cooperativa de Carreros-Recicladores que coordina: 42. Lo que más juntan es cartón, plástico, aluminio y chatarra. Llegar al barrio, donde viven más de 60 familias es mucho menos sencillo de lo que debería ser: una tenue llovizna convirtió su entrada en un lodazal. Barro, barro y más barro dificultan el paso humano y la llegada o la partida de los carros arrastrados por los caballos. Verónica profundiza sobre la problemática de la tracción a sangre: “La mayoría de los vecinos subsiste por los carros; acá la gente es muy pobre. Tenemos problemas con la policía, con los defensores de animales, pero nosotros no explotamos a nuestros caballos, los cuidamos”. Su hija Ailén, de 24 años, “carrera orgullosa desde la cuna”, dice lo que siente: “Los caballos son nuestra familia; si les pasa algo lloramos, nuestros hijos se enferman”. Mientras pasan uno y otro y otro carro más, con el stencil que reza “gremio carrero”, su mamá ahonda: “Quieren eliminarlos, pero el gobierno no nos ofrece alternativa. Con un galpón, un lugar de trabajo, además de algunas herramientas como una prensadora y una balanza, iría disminuyendo el uso de los caballos. Sin embargo, no hay respuesta a nuestros pedidos. Reciclamos, limpiamos el río de los plásticos que encontramos, hacemos un trabajo ambiental en toda la ciudad y lo único que recibimos es juzgamiento de una parte de la sociedad”.

La situación económica se hace más difícil aún en tiempos como los actuales: con el río Paraná crecido, queda sin efecto la fabricación de ladrillos, otra de las changas con las que se autogestiona la comunidad. Verónica detalla otro uso que se les da a los carros y refleja la situación extrema: “Entre las 3 y 5 de la madrugada vamos al Mercado de Corrientes a buscar verdura picada, fundida, que no se vende al público y se tira. Antes podían entrar dos personas por familia, con dos baldes de 20 kilos vacíos cada una; como aumentó tanto la necesidad, ahora se permite el ingreso de una sola persona por familia y con un solo balde”.

Lo esencial y lo que no

Una de las patas centrales del trabajo de Guardianes del Y´verá es la agroecología; pata coja en la capital. Contextualiza Cristian Barrionuevo: “Es más fácil hacer agroecología en el campo que en la ciudad. Por un lado, por el desequilibrio trófico, por las plagas y los insectos; además, porque hay mucha gente que quiere trabajar en la tierra, pero no nos quieren dar. Hicimos gestiones con el municipio para que nos vendan o nos den en comodato, pero es lo mismo que nada. Y comprarle a un privado es imposible. La agroecología es políticamente correcta, genera alimento sano, trabajo local; el intendente (Eduardo Tassano) nos tira flores, aunque nunca una ayuda. Hasta que no se consiga tierra propia que nos permita estabilizarnos y producir en mayor escala, no hay futuro para la cooperativa”.

En el barrio Ponce funciona una de las unidades productivas de la cooperativa agroecológica. La moderada lluvia que cayó hace un par de horas se refleja en las gotas posando en las hojas, en el aire húmedo, en el olor a tierra viva, a abono fértil. La oferta es amplia: ajíes, porotos, pimentón; acelga, lechuga, achicoria, rúcula, orégano, albahaca, batata, mandioca, zapallo, cebollita, apio.

Víctor tiene 59 años y hace dos está en la cooperativa. Está triste porque el maíz no salió bien “porque se secó, lo castigó mucho el sol”; y está contento porque acaba “de cosechar 4 kilos de porotos”. Después de hablar unos minutos, se mueve unos metros, y con una sonrisa ancha, entre tumultuosas hojas verdes, descubre como quien ha hallado un tesoro, su tesoro: una sandía. Trabaja de 7 a 11.30, de lunes a viernes. “Y también vengo los fines de semana, porque hay que verificar que todo esté bien”.

Pablo Cerdán tiene 69 años y hace siete está en la cooperativa. Es hijo de pequeños productores tabacaleros. Habla de las ventajas de la agroecología: “Cuesta más tiempo producir sin químicos, pero lo vale; ¿cómo no lo va a valer si está en juego la salud? Hacemos de todo para no usar químicos; preparamos abonos, bioinsumos naturales que espantan hormigas y al mismo tiempo dan proteínas a la tierra: quemamos pasto, generamos cenizas y las dejamos reposar: ese polvo espanta a las hormigas”. Hace un paralelismo: “El tomate tiene poros, como la piel humana. Si le echamos químicos, se meten y ahí empiezan los problemas de riñones, del hígado y distintas afectaciones de salud. Si es natural, lo lavás y te lo comés; listo”.

Pone en números lo largo que queda el mes a fin de sueldo: “Yo cobro 43 mil por el Plan Potenciar que me dura diez días… si un kilo de carne está a 1.200 pesos. Acá trabajo a la mañana y luego a la tarde tengo una pequeña repostería en casa, donde hago facturas, pan casero y lo reparto. Sí o sí hay que tener una changa extra, no queda otra”.

Tiene el rostro y las manos bien marcadas, con decenas de surcos: “Trabajo 12 horas todos los días, no tengo fines de semana e igual no alcanza. Antes comía asado una vez por mes, ahora lo pienso dos veces porque no se llega. Los pequeños productores estamos abandonados, olvidados. Y eso se nota en los jóvenes: si no están perdidos en la droga, son changarines o se escapan hacia otra ciudad para buscar un futuro mejor. No hay oportunidades; no hay fábricas que te tomen por más que tengas un oficio”. La cara rígida, los rasgos fuertes, en cuestión de segundos se convierten en impotencia que le deja paso al llanto. De uno de sus bolsillos saca una pico de loro, como si así pudiese evitar las lágrimas imposibles de esconder.

Miriam Acevedo tiene 52 años y hace cinco está en la cooperativa. “La situación está fatal”, arranca. “Ayer el paquete de azúcar costaba 480, hoy ya 500”. Vuelven a brillar los ojos cuando recuerda su labor: “Me gusta que la gente venga a comprar verdura linda, sana, que las criaturas no se enfermen”. Valora el privilegio de laburar la tierra: “Me puedo llevar comida de acá, que produzco. En este contexto, en el que un paquete de fideos está a 280 pesos, es muy importante. Yo tengo cuatro hijos y hasta hace no mucho tiempo con 12 mil pesos vivía una semana, hoy me dura dos días”, expresa con bronca, mientras mira a un espantapájaros de gorro y remera blanca, callado, que no sabe qué decir.

No muy lejos funciona otra unidad productiva que hace eje en la formación: la huerta agroecológica educativa Ivy Porá. Se hacen capacitaciones de lunes a sábado en la preparación de suelos; el uso de máquinas; la siembra de verduras, flores y aromáticas; en armar aboneros y en los sistemas de riego. “También vamos a enseñar a otras huertas a usar fertilizantes naturales, biopreparados”, dice Sergio y muestra un compact disc colgado, que al moverse por la brisa o el viento, junto al reflejo del brillo del sol, espanta a los pájaros. “Lo vamos cambiando de lugar para que no se acostumbren”. Karina Chamorro es la coordinadora y comenta con orgullo que tienen un nuevo deshidratador solar. ¿Para qué sirve? “A los cultivos que no se venden los deshidratamos, para que no pierdan su esencia”. Por unos segundos me imagino qué importante sería una deshidratadora humana, hasta que Roberto López, 24 años, me saca del lapsus mental con una acción concreta y humana: “Estamos proyectando casas de semillas en distintos lugares de la provincia, para intercambiar semillas sanas”.

María Billordo tiene 47 años y no se olvida: “La cooperativa agroecológica empezó con la muerte de los chicos Nicolás Arévalo (2011) y Kili Rivero (2012) contaminados por los agroquímicos. Por eso es fundamental la producción de semillas sanas”. Ambos tenían 4 años cuando fueron envenenados por productores tomateros en la localidad correntina de Lavalle. La tristeza del recuerdo se le va esfumando a medida que se acerca a la tierra, que arranca una planta de perejil, que huele, que ve, que toca y que dice, mientras le cuelgan los anteojos rojos y una sonrisa prolongada: “El sabor, el color, lo sano, todo es diferente. El producido con químicos no tiene ese verde, ni se siente esta fragancia, este aroma que penetra”. Karina completa con una receta que no (le) falla: “La situación está muy jodida, mucha gente está pasando necesidades y se hace largo el mes. Lo que no podemos hacer es desviarnos de nuestro objetivo, que es cultivar con amor. Y eso, sí o sí es sin venenos”.

Crear redes

En el noreste argentino al pescador artesanal se le dice mallonero, por las redes o mallones que utiliza. Precisamente, cuando arribamos al barrio Virgen de los Dolores, bien pegado al Paraná, el coordinador de la cooperativa de malloneros, Ramón Acuña, tiene en la mano la aguja –mucho más gruesa que una de tejer– con la que está cosiendo la malla de 200 metros de largo. “Se suelen romper por los palos que están en el río, por la basura que se tira o por las hélices de los barcos”, explica. “Hace poco pescamos un surubí grande, de 46 kilos”, ostenta y se aleja por unos segundos. “Y este lo pescamos esta mañana”, muestra cual trofeo un pacú ya congelado de 7 kilos. “Un pacuzazo”, vocifera, sonriendo sin mostrar la dentadura. Agrega con énfasis: “Es el más codiciado del Paraná”. En su casa funciona la sede de la cooperativa, edificada por otra cooperativa nucleada en la FeTraC: la de construcción, que se encarga de levantar todos los espacios populares de la Federación. Su patio da a la barranca, desde donde se ven decenas de botes y pescadores armando sus mallas para salir a buscar suerte, y peces que viren a pescados. Hay una playita. Hay arena. Y hay 231 cooperativistas asociados, de los cuales 20 son mujeres. Tienen 50 embarcaciones. “Por día saldrán entre 15 y 20. Lo que cada uno saca, se pesa y se paga en el mismo día. Vendemos a personas individuales y a restaurantes”, cuenta Ramón, que tiene 46 años, ocho hijos, seis nietos y que pesca desde los 13. “En el río nos conocemos todos, nos ayudamos, no hay raza, etnia, color ni religión. Pescamos por pasión, más allá de las necesidades; es un trabajo que hacemos con amor, sin órdenes de un patrón y sabiendo que nos espera la familia”.

No todo es positivo aguas adentro: “Somos muy discriminados. La Dirección de Recursos Naturales y Prefectura más de una vez nos ha secuestrado mallas que salen 300 mil pesos, lo cual para nosotros significa no recuperarlas más. Mientras, vienen barcos extranjeros que no pagan impuestos y no pasa nada, porque la ley no rige de la misma manera. A esta zona vienen barcos más grandes que los permitidos, generan empujes y desmoronan las barrancas, así desaparecieron islas enteras: hacen desastres”. Profundiza el reclamo: “Somos los apuntados como depredadores del río Paraná, cuando no es así. Se la agarran con los pescadores más vulnerables cuando en Corrientes tenemos a Yacyretá y a la nueva represa Aña Cuá, que cambiaron los cursos del río, la bajante, la creciente. A nosotros nos sacan el río y nos sacan la vida; somos los cuidadores, si lo perjudicamos, nos quedamos sin comer”.

Su mujer, Alejandra, es una de las decenas de mujeres de los malloneros que tomaron una decisión: como los fines de semana no funcionan comedores comunitarios en el barrio, los sábados a la noche preparan una cena y los domingos una merienda comunitaria: “Viene cada vez más gente porque no alcanza la plata. Traen fuentes grandes, para llevarles a cuatro o cinco personas. En la semana, las familias buscan en distintos comedores porque si no, no les alcanza; acá la situación está cada vez peor”, susurra, con voz bajita. A un par de cuadras, cuatro edificios lujosos están construyéndose: “Torres Costanera Sur”, de 15, de 20, de 25 y de 30 pisos.

Proezas y olvido

«Hay cosas que se cumplen, desde abajo, contra viento y marea; hay cosas que avanzan”, comenta Emilio Spataro al analizar el paso del tiempo y los doce años de Guardianes del Y´verá. Para confirmarlo, las decenas de unidades productivas que alumbran resistencia desde la base, en una de las provincias más pobres del país.

Pero hay cosas que no avanzan. Josefina integra Guardianes desde hace más de una década. En 2011, la muerte de su sobrino Nicolás Arévalo y el acompañamiento cercano de la organización hizo que se sumara a la lucha desde la localidad de Lavalle, a 210 kilómetros de la capital. Ella tiene una huerta agroecológica y sostiene desde hace 12 años el comedor comunitario “Una sonrisa para Nicolás” en su casa del Paraje Puerto Viejo, en la comunidad Rincón Ava. “Después de la pandemia el comedor fue perdiendo las ayudas que venía recibiendo, del municipio, de organizaciones; ahora hacemos la copa de leche una o dos veces al mes para 80 chicos, porque ya no tenemos más recursos para sostenerlo todos los días. Con los útiles que hay que comprar para la escuela de los chicos, no alcanza ni para vestirlos”.

Muchas cosas avanzan, sí, como la cooperativa textil en el barrio empobrecido Sol de Mayo, donde 12 compañeras hacen vestidos, almohadas y almohadones, cortinas y delantales. Es una de las diez unidades productivas que tiene la cooperativa.

Y hay muchas cosas que no avanzan. No. “Corrientes capital tiene 500 años y a 15 minutos del centro todas las calles siguen siendo de tierra”; así empieza esta nota, con la frase de Sergio, uno de los integrantes de Guardianes. Después de conocer la cooperativa textil y la de reciclaje y carreros del barrio Sol de Mayo; después de una lluvia insignificante, hubo que salir cual equilibristas. Pisando cartones, saltando hacia alguna piedra, pasando hacia un tronco, intentando no pisar tan fuerte un caño de pvc. En síntesis: haciendo malabares. Los que hacen las y los vecinos todos los días. Llueva fuerte o llueva débil. O incluso sin llover. Sin alumbrado público, no se ve casi nada. Pero se escucha. Mientras el periodismo se va y el barrio se queda, suena una cumbia que dice así: “Lloro, porque me has olvidado”.

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Lavaca

«lavaca.org es la casa virtual de nuestra cooperativa. Habitamos la web desde abril de 2002, pero nuestro parto se produjo el 19 y 20 de diciembre de 2001, en la calle y al grito de “Que se vayan todos”. Allí nació nuestra primera nota, que distribuimos por mail entre nuestros contactos y con el lema “anticopyright”. Hoy forma parte del libro Grandes crónicas periodísticas, editado por el Fondo de Cultura Económica, junto a textos de José Martí, John Reed, Elena Poniatowska, entre otros clásicos. Desde entonces hasta hoy lavaca se propone generar herramientas, información, vínculos y saberes que potencien la autonomía de las personas y sus organizaciones sociales.»

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