«Albert Einstein afirmaba que la única persona que no había sido corrompida por la fama era Marie Curie y esta entrevista realizada por Marie Meloney, una destacada periodista estadounidense, consigue hacer un retrato absolutamente humano de una de las mentes más brillantes de la ciencia.»

Texto de Socompa

En estos tiempos – y la pandemia de Covid-19 lo demuestra – que en gran parte del mundo la salud no es un derecho humano sino un negocio de prestadoras, laboratorios, grupos financieros e inescrupulosos de todo tipo, conviene leer esta entrevista que le hizo Marie Meloney a Marie Curie en 1921. “No voy a patentar el Radio – dice Curie -. Es un elemento, pertenece a todas las personas”.


La sobriedad, austeridad y timidez con la que se muestra Curie hacen olvidar su enorme estatura intelectual. Fue la primera mujer en dar clases en La Sorbona, en ganar el premio Nobel de Física (1903) y junto a su marido, Pierre Curie, revolucionaron el conocimiento científico y médico del siglo XX.

Su contribución fue vasta en los campos de la física y química, sin embargo, este matrimonio será recordado por sus avances en el estudio de la radiación. Primero lo hizo en conjunto con su marido y tras la muerte de éste continuó sola las investigaciones y en 1910 obtuvo el Nobel de Química por el descubrimiento del radio y el polonio, convirtiéndose en la única persona en ganar dos galardones en disciplinas científicas diferentes.

Sin embargo, estos descubrimientos ayudan a ver otra faceta poco conocida de Curie y es su profundo sentido nacional. Curie nació como Manya Skłodowska, en Polonia aunque más tarde se trasladó a Francia para continuar sus estudios. Por ese entonces su país atravesaba una compleja situación política estando dominado por naciones extranjeras, fue por eso que nombró polonio a uno de sus descubrimientos, en homenaje a su país natal.

La entrevista de Meloney revela una personalidad compleja, socialmente tímida, pero con un determinación de hierro en su enfoque del trabajo y perfectamente coherente con su pensamiento. Todo esto despertó la admiración de la periodista que, conmovida por la simpleza de la vida y los esfuerzos que la científica hacía para desarrollar su trabajo, terminó organizando una colecta en Estados Unidos para reunir fondos para sus investigaciones. Al momento de recibir la donación, Curie dejó en claro que los dos principales elementos que mueven la tabla periódica de su vida son su familia y la ciencia.

Entrevista

En mayo de 1919, el editor en jefe de Le Matin, Stéphane Lauzanne, que durante muchos años había seguido la vida y el trabajo de madame Curie, y a quien recurrí cuando intentaba reunirme con ella, me dijo: “No quiere ver a nadie. Lo único que hace es trabajar”.

Pocas cosas en la vida le desagradan tanto como la publicidad. Su mente es tan exacta y lógica como la propia ciencia. No puede entender por qué la prensa se ocupa de los científicos en vez de ocuparse de la ciencia. Sólo le importan dos cosas en la vida: su familia directa y su trabajo.

Después de la muerte de Pierre Curie, el consejo y las autoridades de la Universidad de París decidieron dejar de lado todo precedente y nombrar a una mujer catedrática de la Sorbona. Madame Curie aceptó la designación y se fijó la fecha de asunción del cargo.

Fue la histórica tarde del 5 de octubre de 1906. Estaban presentes los antiguos discípulos del profesor Pierre Curie. Pero había muchísima gente más: celebridades, estadistas, académicos, todo el consejo de la facultad. De repente, por una pequeña puerta lateral entró una mujer vestida de negro, de manos pálidas y amplia frente. Lo primero que llamaba la atención era la majestuosa frente. No teníamos delante a una simple mujer sino a un intelecto excepcional. Su aparición fue recibida con cinco minutos de fervorosos aplausos. Cuando se acallaron los aplausos, Madame Curie saludó con una leve inclinación y labios apenas temblorosos. Nos preguntábamos qué diría. Era importante. Dijera lo que dijera, sería histórico.

En primera fila había una taquígrafa lista para registrar sus palabras. ¿Hablaría de su marido? ¿Agradecería al Ministro y al público? No, simplemente comenzó así: “Cuando consideramos los avances en las teorías de la radiactividad desde principios del siglo XIX…”.

Para esta gran mujer, lo único importante es el trabajo. No pierde el tiempo en palabras inútiles. Y así, prescindiendo de toda formalidad superflua, sin dejar traslucir la tremenda emoción que la embargaba —salvo por la extrema palidez de su rostro y el temblor de sus labios— continuó su clase en voz clara y bien modulada. Era propio de este gran espíritu seguir adelante con su trabajo, con valentía y sin flaquear.

Pese a todo, conseguí una entrevista. Había estado en el laboratorio de Edison algunas semanas antes de partir. Edison tiene muchas posesiones materiales, como es de suponer. Cuenta con todos los equipos imaginables. Es una potencia tanto en el mundo financiero como en el científico. En mi infancia había vivido cerca de la gran casa de Alexander Graham Bell y admirado sus hermosos caballos. Hacía poco que había estado en Pittsburgh, cuyo cielo luce empenachado por las columnas de humo de las mayores plantas de reducción de radio del mundo.

Recordaba que se habían gastado millones de dólares en relojes y miras de armas que utilizaban radio. En diversas partes de Estados Unidos había varios millones de dólares de radio almacenados. Estaba preparada para encontrarme con una mujer de mundo, con una fortuna forjada con su propio esfuerzo, viviendo en algún blanco palacio en los Champs Elysées o algún otro hermoso boulevard de París. Me encontré con una mujer sencilla que trabajaba en un laboratorio mal equipado y vivía en un apartamento modesto de la magra paga que reciben los profesores franceses.

Al entrar al edificio ubicado en el número 1 de la calle Pierre Curie, que casualmente se encuentra dentro de los antiguos muros de la Universidad de París, ya tenía una imagen formada del laboratorio donde se descubrió el radio.

Esperé unos minutos en la pequeña oficina despojada que podría haber sido equipada desde Grand Rapids, Michigan. La puerta se abrió y vi a una mujer menuda, pálida, tímida, con un vestido negro de algodón y el rostro más triste que he visto en mi vida. Sus bien formadas manos se veían ásperas. Noté un gesto nervioso, característico, que consistía en frotar alternativamente la punta de los dedos sobre la yema del pulgar. Luego me enteraría de que tenía los dedos entumecidos debido al trabajo con el radio. Su rostro amable, paciente y hermoso tenía la expresión distante de los eruditos.

Madame Curie empezó a hablar de Estados Unidos. Hacía muchos años que quería visitar este país, pero era incapaz de separarse de sus hijas.

“Estados Unidos —dijo— tiene alrededor de 50 gramos de radio. Cuatro están en Baltimore, seis en Denver, siete en Nueva York”. Siguió nombrando la ubicación de cada gramo.

¿Y en Francia?, le pregunté.

“En mi laboratorio hay poco más de un gramo”, contestó con sencillez.

¿Usted tiene solamente un gramo?, exclamé.

“¿Yo? No, yo no tengo nada”, me corrigió. “Pertenece a mi laboratorio”.

Sugerí que cobraría regalías por las patentes. Seguramente su derecho sobre los procesos a través de los cuales se produce el radio estaría protegido. Gracias a los ingresos por esas patentes debería ser una persona muy rica.

Sencillamente, sin darse cuenta en apariencia de la inmensidad de su renuncia, dijo: “No hay ninguna patente. Trabajábamos en aras de la ciencia. Nadie debía enriquecerse con el radio. El radio es un elemento. Pertenece a todas las personas”.

Había contribuido al avance de la ciencia y al alivio del sufrimiento humano pero no contaba, en la flor de la vida, con las herramientas que hubieran permitido a su inteligencia seguir realizando aportes. En ese momento, el precio de mercado de un gramo de radio era de 100 mil dólares. El laboratorio de madame Curie era un edificio nuevo, pero sin equipamiento suficiente; el radio que había allí sólo se utilizaba para extraer emanaciones para uso hospitalario en el tratamiento del cáncer.

Madame Curie no se quejaba; solamente lamentaba que esa falta de equipamiento fuera un obstáculo para el importante trabajo de investigación que deberían estar haciendo ella y su hija Irène.

En mi fuero interno, albergaba la esperanza de encontrar en Nueva York, a donde llegaría algunas semanas después, 10 mujeres que suscribieran 10 mil dólares cada una para comprar un gramo de radio que permitiera a Madame Curie continuar con su trabajo, sin la publicidad de una campaña generalizada.

Para ayudar a comprar ese gramo de radio no encontré 10 sino 100 mil mujeres y un grupo de hombres que decidieron que había que recaudar el dinero. El primer apoyo directo e importante fue el de la viuda del poeta y dramaturgo estadounidense William Vaughn Moody, y el siguiente, el de Herbert Hoover (3). En menos de un año, se habían recaudado los fondos necesarios.

Stéphane Lauzanne describe otro momento impresionante en la vida de madame Curie. Sucedió casi un año después de mi charla con ella. Desde aquella escena de la Universidad de París habían transcurrido 15 años, que madame Curie había pasado en su laboratorio, sin realizar apariciones públicas.

En marzo de 1921, Lauzanne volvió a escuchar su voz. “Descolgué el teléfono —relata— y escuché estas palabras: madame Curie desea hablarle. ¿Qué acontecimiento, tal vez una tragedia, podría ser la razón de esta llamada? Y de repente, a través del cable llegó el sonido de la voz que sólo había escuchado una vez pero que había permanecido en mi memoria, la misma voz que una vez pronunciara las palabras: Cuando consideramos los avances en las teorías de la radiactividad desde principios del siglo XIX…”.

“Quería decirle que voy a ir a Estados Unidos”, dijo. “Me costó decidirme a ir, queda tan lejos y es tan grande… Si alguien no hubiera venido a buscarme, probablemente nunca haría este viaje. Me daría mucho miedo. Pero a este miedo se agrega una gran alegría. He dedicado mi vida a la ciencia de la radiactividad y sé todo lo que le debemos a Estados Unidos en el campo de la ciencia. Me han dicho que usted se encuentra entre quienes apoyan calurosamente este largo viaje, por eso quería decirle que he decidido ir, pero por favor, no lo comente con nadie”.

Esta gran mujer, la mujer más grande de Francia, titubeaba, hablaba con voz temblorosa, casi como una niña pequeña. Ella, que día tras día manipula una partícula de radio más peligrosa que un rayo, tenía miedo cuando tenía que aparecer en público.

Como ya he dicho, madame Curie había rechazado otras oportunidades de visitar Estados Unidos porque no podía soportar separarse de sus hijas. Creo que finalmente pudieron convencerla de enfrentar este largo viaje y la consiguiente aterradora publicidad, en parte debido a su gratitud por el apoyo a su trabajo científico, pero sobre todo porque el viaje era una espléndida oportunidad para sus hijas.

Madame Curie carece de la legendaria frialdad y falta de consideración que se atribuyen a los científicos. Durante la guerra, cuando manejaba su propio coche radiológico y vivía de hospital en hospital en la zona de operaciones, ella misma se encargaba de lavar, secar y planchar su ropa. Una vez, durante nuestros viajes por Estados Unidos, nos alojamos en una casa en la que había varios invitados además de nosotros cinco. Entré a la habitación de madame Curie y la encontré lavando su ropa interior.

“No es nada”, dijo cuando protesté. “Puedo hacerlo perfectamente, y con todos esos invitados en la casa, los sirvientes ya tienen bastante que hacer”.

La noche anterior a la recepción en la Casa Blanca en la que el presidente Harding entregaría un gramo de radio a madame Curie, le llevaron el Documento de Donación. Era un pergamino hermosamente decorado en el que constaba que las mujeres estadounidenses donaban y transferían a Marie Curie todos los derechos sobre un gramo de radio.

Leyó el documento con atención y tras reflexionar unos momentos, dijo: “Esto está muy bien y es muy generoso, pero no debe quedar así. Este gramo de radio representa una gran cantidad de dinero, pero, lo que es más importante aún, representa a las mujeres de este país. No es para mí, es para la ciencia. No estoy muy bien de salud, puedo morir en cualquier momento (4). Mi hija Ève es menor de edad, y si yo muriera, este radio se dividiría entre mis hijas. Esa no es la finalidad de esta donación. Este radio debe quedar consagrado para siempre al uso científico. ¿Podría hacer que el abogado redactara un documento que dejara esto bien claro?”

Le dije que lo haría en unos días.

“Debe hacerse esta noche”, dijo. “Mañana recibo el radio; puedo morir mañana. Hay demasiado en juego”.

Y así fue que, tarde en esa calurosa noche de mayo, después de algunos contratiempos, conseguimos un abogado que preparó el documento sobre la base de un borrador escrito por la propia Madame Curie. Lo firmó antes de partir para Washington. Una de las testigos fue la esposa de Calvin Coolidge. El documento decía: “En caso de que fallezca, dejo al Institut du Radium de París, para uso exclusivo en el Laboratoire Curie, el gramo de radio que me fuera entregado hoy por el Comité de Mujeres del Fondo del Radio Marie Curie, según documento de fecha 19 de mayo de 1921”.

Esta acción fue coherente con toda la vida de la descubridora del radio y con la respuesta que me había dado un año antes: “Nadie debe enriquecerse con el radio. Es un elemento, pertenece a todas las personas”.

Uno de los sueños de Madame Curie, que aún no se ha cumplido, es el de tener su propia casita en un lugar tranquilo, con un jardín, un seto, flores y pájaros. Durante sus viajes por Estados Unidos a menudo miraba por la ventanilla cuando el tren pasaba por algún pequeño pueblo y, al divisar alguna casita modesta con jardín, decía: “Siempre quise una casita así”.

Pero la casa propia era algo secundario para Pierre y Marie Curie. Transformaban en hogar cualquier lugar donde vivieran, ya que el dinero que podría haber destinado a comprar la casita de sus sueños siempre se necesitaba en el laboratorio. Un día me contó que uno de los grandes pesares de su vida era que Pierre Curie hubiera muerto sin siquiera tener un laboratorio permanente.

Cuando se estaba por casar, un familiar regaló a Madame Curie dinero para el ajuar. No era mucho, pero era una suma importante para una estudiante pobre de París. Para entender la importancia del uso que le dio a esos fondos, debemos recordar que en ese entonces Marie Sklodowska era joven, bella y encantadora. Sabía apreciar lo bello, por lo que era imposible que no tuviera conciencia de su propio aspecto. Como es natural en una mujer joven, le gustaba la ropa bonita. En un primer momento, consideró la posibilidad de comprarse un vestido de novia y otros artículos personales, pero luego, con su característica racionalidad, sopesó sus necesidades y el futuro.

Se casó con un sencillo vestido que había traído de Polonia, y gastó el dinero de su ajuar en dos bicicletas, con las que ella y Pierre Curie disfrutaron de la bellísima campiña francesa… Esa fue su luna de miel.

Epílogo

Parece ser a propósito que Marie Malone compara a Thomas Edison con Marie Curie, para contrastar la diferencia entre un inventor y un científico, entre el hombre que persigue la riqueza y la mujer que está casada con el conocimiento. El matrimonio Curie pudo ser inmensamente rico, sólo debían patentar el método para aislar el radio, sin embargo no lo hicieron por la convicción de que el conocimiento es de la humanidad.

Tras la muerte de su marido, Marie seguiría fiel a estos principios y aunque tenía en su poder radio que equivalía a cifras millonarias en oro, ella continuó con su vida modesta. De hecho, el gramo de radio que le donaron en Estados Unidos lo cuidó con celo y siguió trabajando con él durante años.

Lo más paradójico de esta historia es que la pasión de Curie la llevaría a la tumba. Ni ella ni su marido tomaron especiales cuidados en el manejo de las sustancias radiactivas con las que trabajaran y hay sobrados indicios que de ambos padecieron heridas y otros trastornos de salud debido a ello. Lo curioso es que pese a que Marie Curie era muy estricta con sus alumnos y colaboradores sobre los cuidados a tener en el laboratorio, ella misma no tomaba en cuenta esas recomendaciones.

En 1934, los médicos le diagnostican “anemia perniciosa”. Su salud ya es delicada y al final al contraer una gripe se desencadena el final al sufrir un paro cardíaco. Luego se sabría que su composición sanguínea era absolutamente anormal debido a más tres de décadas de exposición a diversas sustancias, años más tarde se llegaría a la conclusión que el asesino de Curie fue el propio radio, su descubrimiento.

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