“En aquella cofradía entró un día Lluís Foix, no sé si aún estudiante o ya periodista, como traductor rápido y experto, que escribía a máquina a toda velocidad y con toda energía, sin mirar la máquina, sino al papel que traducía, y sin equivocarse. Todos decían que aquel chico valía mucho”. Con estas palabras recordaba en sus memorias el periodista Lorenzo Gomis la entrada de su compañero y amigo Lluís Foix Carnicé (Rocafort de Vallbona, Lleida, 1949) en la sección Internacional de La Vanguardia en un lejano día de mediados de la década de 1960. Desde aquel momento, Foix permanecería vinculado de por vida el diario de la familia Godó en una larga trayectoria que le llevaría a asumir las corresponsalías de Washington D.C y Londres, cubrir informativamente siete guerras y dirigir la cabecera en dos etapas distintas.
Jubilado del diario barcelonés, y con el bagaje de haber viajado a más de 80 países de todo el mundo y haber entrevistado a numerosos líderes mundiales, Foix ha mantenido una gran actividad durante la última década colaborando en numerosos medios de comunicación como analista político. En estos años también ha encontrado las condiciones adecuadas para escribir, en su lengua materna, el catalán, unos pocos libros excelentes, algunos de los cuales se nutren, de un modo u otro, de su rica trayectoria profesional. Es el caso, por ejemplo, de Aquella porta giratòria (Destino, 2016), obra que recorre los años de Foix en La Vanguardia, cuando el periódico tenía su sede en el número 28 de la calle Pelayo de Barcelona. “Para quienes han conocido la antigua redacción”, escribía el crítico Julià Guillamon, “las primeras páginas saben a cosa buena, fuerte. Foix describe muy bien el ambiente: periodistas que beben y fuman sin parar y que terminan su jornada a las tantas de la madrugada”. La obra, galardonada con el Premi Josep Pla, presenta de un modo magistral un rico anecdotario en torno a una redacción que albergó algunas de las más destacadas figuras del periodismo español de la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI como Jaime Arias, Santiago Nadal, Lluís Permanyer, Tomàs Alcoverro o el mismo Lorenzo Gomis.
El último libro de Foix hasta la fecha es Una mirada anglesa (Una mirada inglesa) , obra en la que el periodista y escritor despliega una “anglofilia proverbial”, como diría otro crítico, para examinar con “saludable nostalgia” la idiosincrasia inglesa a la luz de sus años en Londres impregnándose de la cultura británica. Fue una época, confiesa Foix, en la que tuvo muchísimo tiempo para leer, por ello no faltan en este libro referencias a William Shakespeare, George Bernard Shaw, Oscar Wilde, George Orwell o Sherlock Holmes, combinadas con reflexiones sobre Winston Churchill y Margaret Thatcher, la insularidad, el Brexit, los paisajes, los lores y los hooligans, la monarquía, la Cámara de los Comunes y, cómo no, la prensa inglesa. Ingredientes todos que contribuyen a forjar la imagen de un imperio que desde hace algún tiempo vive, según Foix, instalado “en una decadencia plácida y agradable, larga, inapreciable”.
En ‘Aquella porta giratòria’ dedicó algún capítulo a su etapa como corresponsal de ‘La Vanguardia’ en Londres. Un tiempo después, decidió abordar esta experiencia en un nuevo libro, ‘Una mirada anglesa’. ¿Se había quedado con ganas de seguir escribiendo sobre el tema?
Una mirada anglesa no es un libro de memorias, sino un libro de memoria literaria; de hecho, en él hablo poco de La Vanguardia. Lo que intento es hablar de una gente, de un pueblo y de un país que no es fácil entender porque tienen esta condición de insularidad, su cultura propia y, como todos los países, su propia manera de ser nacionalistas. A partir de esto, recorro un poco el carácter de los ingleses teniendo en cuenta dos cosas: primera, el intento de jugar siempre a su favor con respecto a sus relaciones con Europa, y segundo, este tira y afloja que han hecho queriendo entrar en la UE cuando no los dejaron los franceses, para después entrar en el año 1975 tras varios referéndums y finalmente irse. Esto es lo que me ha interesado, analizar las causas más o menos profundas que puedan haber tras esta decisión que a mi me sorprendió; y sobre todo me sorprendió mucho esta idea de negociación de la ruptura con la UE teniendo en cuenta que una de las condiciones que los ingleses tienen, como carácter nacional, es su sentido práctico de la vida y de las cosas. Y en este asunto yo creo que no han sido prácticos sino que se han dejado llevar por los sentimientos, han introducido un factor de supremacismo y elitismo que siempre ha estado muy presente en la sociedad británica e inglesa en particular. De modo que hice una serie de reflexiones sobre estos puntos que yo creo que pueden tener un interés para los lectores.
En el libro habla del corresponsal de prensa no como un periodista —que también— sino más bien como la extensión diplomática de una empresa periodística. Es decir, usted era una especie de embajador de La Vanguardia en Inglaterra, ¿es así?
En efecto, lo mismo que otros periodistas eran embajadores de sus respectivos diarios. Esto ha cambiado hoy en día —el periodismo se ha socializado en el sentido de que todo el mundo puede transmitir cosas desde el lugar donde se encuentra sin necesidad de ser enviado por algún medio— pero en el fondo yo soy muy periodista de la Guerra Fría, en el sentido que en aquella época había dos bandos en el mundo: uno bajo el paraguas militar, político y económico cultural de los EEUU, y otro bajo el dominio del Kremlin y el Pacto de Varsovia. En muchas ruedas de prensa y encuentros con estadistas o primeros ministros o jefes de estado, había siempre dos periodistas importantes, independientemente de la persona que se tratara: uno era el de The New York Times y el otro el de Pravda. El primero representaba a los ojos del mundo a los EEUU y el segundo a la URSS. De modo que había todo un grupo de periodistas que rondábamos también por aquellos ambientes pero no teníamos la importancia que tenían ellos, porque hemos de ser conscientes —al menos así se practicó durante mucho tiempo— que el periodista es aquel que no solo escribe alguna cosa sino a quien representa. En este sentido, sí que el corresponsal era una extensión del diario que, en el caso de La Vanguardia, siendo un medio de la propiedad privada, familiar, comportaba también el hecho de recibir, acompañar a los propietarios cuando venían a Londres.
En algún punto de Una mirada anglesa comenta que el corresponsal de aquella época era un aristócrata del periodismo.
Cierto. Primero porque tenía una posición, un sueldo más o menos arreglado que permitía vivir de una manera cómoda; y segundo porque no estaba sometido al control de la redacción, sino que simplemente enviaba el material —la copia, que decíamos— a la hora acordada —hacia media tarde— y luego se iba a cenar, a hacer vida social. Porque el corresponsal era el foco de la información y de la noticia. Hoy esto no es tan importante. Lo importante es que lo que uno sabe viviendo en París o Roma o Londres, se sabe al mismo tiempo, y puede que incluso con más detalle, desde cualquier otra parte del mundo, especialmente desde la redacción de un periódico, donde se ven las cosas tal como son sin necesidad de estar allí. Aquí sí ha cambiado mucho el papel del periodista: recuerdo por ejemplo una ocasión en que Ángel Zúñiga, el entonces corresponsal de La Vanguardia en Nueva York, cuando Nixon estaba a punto de dimitir en el año 1964, sostenía que el presidente no dimitiría. Y lo sostuvo hasta dos días antes de la dimisión. Y cuando sus crónicas llegaban al periódico, yo estaba entonces en la redacción de la Calle Pelayo y le decía: escuche, Nixon dimitirá; lo dicen el The New York Times, el The Washington Post y toda la prensa americana. Pero en la redacción existía la convicción —que tiene sus pros y contras pero es lo que pasaba en muchos diarios— que había que hacer caso a lo que decía el corresponsal, que era la fuente directa del diario. Al día siguiente Nixon dimitió y Zúñiga tuvo que explicar las razones que le llevaron a negar que pasaría algo que se veía como inminente desde hacía semanas o meses.
En la actualidad, gracias en parte a las redes sociales y a la inmediatez, la información se mueve con más velocidad y en mayor cantidad. En la segunda mitad del siglo XX esto no era así. ¿Cómo hacía usted para encontrar los temas sobre los que escribir diariamente?
En aquella época, uno se levantaba por la mañana y lo primero que hacía era ir a la puerta de casa a recoger los periódicos que llevaba el quiosquero —y la leche que dejaba el lechero—. Leías los periódicos y escuchabas la BBC o las emisoras locales, o veías la televisión. Estas eran las fuentes de información más importantes. Yo, los martes y los jueves iba a la cámara de los comunes, porque entonces no se televisaban ni radiaban las sesiones del parlamento, como hemos visto estos últimos años con los debates sobre el Brexit. Yo iba allí a ver qué pasaba y cómo se debatía y discutía la gente, y como se hacía la política con la misma pasión que en todas partes.
Por otra parte, la vía de comunicación más frecuente era el teléfono: el día que murió Franco me llamaron a las 4 de la mañana para decirme que en la televisión salía Arias Navarro con aquella cara funesta diciendo aquello de “Españoles, Franco ha muerto”. ¿Qué hacías ante aquella situación? Después de verlo en directo llamabas al Foreign Office (Ministerio de Asuntos Exteriores) y asistías a alguna rueda de prensa y preguntabas…
Luego había una cosa, y es que la Transición española de alguna manera también se hizo en el extranjero, sobre todo en aquellas capitales donde había poder y se trazaba la política europea: París, Bonn, Roma, Londres… A Londres venían todos los políticos que estaban protagonizando la Transición. En aquel entonces el embajador español era Manuel Fraga Iribarne, que era una persona con un carácter muy especial; nos invitaba a cenar cada quince días en la embajada. Se preparaba para ser la continuidad o solución reformista post-franquista, por eso en aquellos años pasaba por allí mucha gente. Fueron tiempos de profundos cambios durante los cuales Inglaterra vivió una revolución sin que nosotros lo supiéramos. Porque el periodista y el periodismo en general las cosas que ve o escribe no las sabe valorar en su auténtica dimensión. Por ejemplo que cuando escogieron a Margaret Thatcher como líder del partido conservador y después primera ministra, decíamos que una mujer había entrado en Downing Street, que era hija de droguero del norte de Londres, que había estado en Oxford con una beca, que era muy voluntarista, y que cambiaba una tradición de siglos, puesto que nunca hasta entonces había habido una mujer presidiendo el Gobierno británico. Pero a parte de esto, poca cosa más. Y lo mismo pasó con Reagan al año siguiente, en 1980. Al cabo del tiempo, sin embargo, se vio bien claro que no solo hubo un cambio de gobierno sino una revolución conservadora cuyos efectos todavía duran en la actualidad. Y para exponerlo de una forma plástica, creo que Donald Trump, José María Aznar, Isabel Díaz Ayuso, de alguna manera son los hijos o los descendientes de aquella revolución conservadora.
En este sentido, recuerdo haber vivido situaciones similares pero en otras circunstancias. Estaba en Afganistán cuando entraron las tropas soviéticas a invadir el país, estuve tres meses allí y enviaba crónicas, informaba, pero lo que no veía —porque nadie lo veía— es que aquello también era el fin del imperio soviético y de la URSS y del sistema comunista tal como lo había sido desde el año 1917. Lo que quiero decir es que una de las cosas más particulares que tiene el periodismo es que uno va informando de las cosas que ve pero debe tener la modestia y el sentido común y sentido crítico para saber que lo que está contando no es la última palabra; porque muchas veces, cuando informas sobre hechos concretos como unas elecciones o cumbre o una innovación científica, no sabes las consecuencias que eso tiene hasta pasado un tiempo. Esto es así, por tanto los periodistas lo que somos es impresionistas, trazamos pinceladas y acabamos un borrador de la historia, para que luego vengan otros periodistas e historiadores, que finalmente irán fijando las cosas tal como pasan. De modo que aquellos cambios que se produjeron en Londres a finales de los años 70 y 80 tuvieron una gran repercusión. Hasta el punto de que Tony Blair, que fue el siguiente primer ministro laborista que ganó las elecciones por mayoría absoluta, tomaba sus ideas del programa de Thacher.
Bien, todo esto son reflexiones que yo creo que también pueden ser interesantes en el libro porque tengo un gran respeto por el periodismo de calidad británico, inglés sobre todo, el que se hace en Londres: cuatro o cinco diarios que tienen una influencia muy grande porque están muy bien hechos. Después, tambén están los medios que más se vendes y llegan a más gente en Inglaterra son los que practican el periodismo amarillo, de tabloide, de escándalos, del titular
Javier Godó, editor de ‘La Vanguardia’, pasó mucho tiempo estudiando la manera de trabajar de los diarios ingleses de calidad. ¿Qué aprendieron, tanto Godó como usted, de aquellas grandes cabeceras?
La Vanguardia siempre ha tenido la voluntad y la vocación de ofrecer una mirada amplia, no solo hacia las cosas de aquí sino hacia las cosas del mundo. El editor tenía una gran relación con el director de The Times, que era una persona encantadora, se conocían y habían comido juntos más de una vez; y también mantuvo muy buenas relaciones con el grupo del Financial Times. Javier Godó siempre miró los grandes diarios del mundo no para copiarlos, sino para adaptar aquella manera de hacer a la realidad catalana y española y apostar por un diario de grandes historias largas. En la actualidad venimos de un tiempo en que los medios se han dedicado a informar de una forma cada vez más comprimida y sintética, pero creo que el periodismo del futuro, tanto en versión papel como online, volverá a la crónica larga, la explicación extensiva de los hechos. El lector informado de hoy conoce los hechos, los titulares, cosas que en la sociedad del Big Data todo el mundo lo sabe. Sin embargo, el periodismo de formato largo permite conocer las causas de las cosas, ofrece información complementaria y da un cuadro amplio de la situación para que una persona que quiera conocer un asunto en concreto pueda llegar a la conclusión de que le compensa mucho más leer una pieza larga que una corta. Hoy vuelven las crónicas como las del The New Yorker, que son historias de varias páginas, o crónicas como las que salen en el Financial Times los fines de semana. Y es lo que se acostumbra a hacer también en muchos diarios aquí y ahora los fines de semana. El periodismo ha cambiado en la manera de ejercerlo, de practicarlo, pero lo que no ha cambiado y me temo que no lo hará es la necesidad de explicar al público la realidad con todas sus variantes posibles. Había una ley que me dijo una persona con la que tenía muy buena relación en mi época como director de La Vanguardia: “Mire, señor Foix, el que no lo sabe todo no sabe nada”. Esto quiere decir que a veces uno puede escribir una historia larga y el dato importante, que tal vez es un gesto, una palabra, un compromiso o un contrato, si no se tiene en cuenta ese hecho concreto el resto de la historia no tiene tanto sentido como conociendo ese hecho.
En ‘Una mirada anglesa’ habla de sus vivencias y recuerdos de su etapa en Londres, de la que han pasado varias décadas, ¿Cómo hace para recuperar tantos detalles y con tanta precisión? ¿Llevaba dietario?
En primer lugar, en la hemeroteca online de La Vanguardia se puede consultar todo lo que el diario ha publicado a lo largo de su nacimiento en 1881. Además, conservo todo lo que he publicado. Por lo demás, he llevado un dietario desde hace muchos años, pero curiosamente, para este libro no lo he consultado: estas cosas uno las tiene pero nunca las consulta. Lo que pasa es que cuando dibujas una situación determinada, por ejemplo cómo era el barrio donde vivías en Londres, son cosas de las que te acuerdas. Además, posteriormente he vuelto a la ciudad, además de haber viajado por muchos lugares del mundo. Y te quedan las impresiones, que yo creo que ya están un poco matizadas por el paso del tiempo; el tiempo te da una gran perspectiva. La relevancia de determinadas informaciones va fluctuando con el paso del tiempo; por eso el periodista, desde el punto de vista informativo, no tiene que ser aséptico sino que debe estar abierto a todos los puntos de vista. Por otra parte, tampoco debe tratar de ser neutral con sus posiciones, porque la neutralidad absoluta no existe. El periodista, aunque no quiera, aunque sea un auténtico narrador de los hechos, siempre adopta un punto de vista concreto, lo cual no quiere decir que sea sectario o parcial, sino que se aprecia en la manera como uno titula, o según como empieza un escrito. Esta idea de que hay periodistas que no toman posición o periodistas neutrales, no existe en ningún lugar del mundo. Todos somos partidarios de alguna idea o causa, y esto se manifiesta en lo que escribimos.
En este sentido, hace unos años algunos diarios catalanes hicieron un editorial conjunto sobre el tema del Procés en Cataluña. Creo que aquello fue una equivocación muy grande del periodismo catalán. Porque no hay una única mirada sobre la realidad, sino muchas. Y esto se ve siempre que hay elecciones, donde se manifiestan las miradas diversas que tiene el ciudadano sobre la política, la economía, sobre las leyes que se aprueban en el Parlamento. Por tanto, creo que en este sentido es bueno que el periodismo refleje la pluralidad de la sociedad. Esto se ve mucho en Inglaterra: quien lee el The Telegraph se sabe que es una persona muy conservadora; quien lee el Financial Times, es una persona que está muy conectada con la city y con el poder; y quien lee The Times, está en sintonía con el establishment; lo mismo pasa con The Guardian, que representa de algún modo a personas con ideas más o menos progresistas. Y esto es bueno que siga así. Creo que una sociedad en la que hubiera un solo diario o un solo medio de comunicación sería una sociedad más empobrecida que aquella que tiene muchas voces que hablan de un mismo tema desde diferentes. Y esto yo lo aprendí del periodismo en Inglaterra y de EEUU, donde también estuve unos años como corresponsal. En este sentido yo creo que es muy bueno que todos aceptemos que hay muchas maneras de ver la realidad y que cada cual la enfoque desde su punto de vista.
Su estilo de escritura es directo, ameno, y se hace leer, algo que parece fácil pero que no lo es. ¿Qué es para usted el estilo, y en qué medida cree que el hecho de haber cultivado la redacción periodística le ha ayudado a pulir su forma de escribir?
En mi caso, primero vino el periodismo y luego la literatura. Pero creo que son dos géneros muy parecidos. A mi me ha influido mucho Josep Pla en el sentido de querer explicar las cosas para que se entiendan, sin buscar complicaciones, ni maneras nuevas de decir las cosas. Recuerdo que Pla decía “la persiana es verde”. Por otra parte, yo pertenezco a una generación a la que no nos enseñaron el catalán en la escuela. Lo aprendí posteriormente, cuando me hice grande. Y ahora, finalmente, he descubierto que escribo mejor en catalán que en castellano; y en castellano no escribo mal, porque he escrito muchísimo en esta lengua. Pero en catalán me sale la lengua que llevo dentro, la lengua materna y esto hace también que a veces te salga con más facilidad o de una forma más fluida. Mi lengua, la que he hablado y en la que mejor me expreso, es la lengua que me enseñaron mis padres.
¿Qué consejos da a los periodistas jóvenes?
Lo más importante para ser periodista es leer y viajar mucho. Viajar no siempre es asequible, pero leer sí. De modo que una de las mejores inversiones que puede hacer un periodista para mejorar su trabajo es dedicar todo el tiempo posible a la lectura. Una lectura escogida en función de los intereses de cada cual, evidentemente, porque no se puede leer todo lo que se publica. Sin lecturas buenas, no hay escritores de calidad, porque para escribir se ha de leer primero.
De hecho, en su libro Aquella porta giratòria vemos desfilar no pocos periodistas de la vieja escuela, gente muy leída, viajada y erudita. ¿Son los periodistas de hoy tan cultos como los de antes?
Creo que el periodista de ahora tiene una ventaja que no teníamos los de antes, y es que dispone de una gran cantidad de información al momento en la web. Recuerdo que una vez, en mi columna semanal en El Mundo Deportivo, hice referencia la locución latina que dice Carthago delenda est (Cartago debe ser destruida), y la atribuí a Plinio el Viejo. A los diez minutos alguien publicó un comentario en la web diciéndome que la frase no era de Plinio sino de Catón. ¿Qué quiero decir con esto? Cuando tuve dinero para comprar la Enciclopedia Británica consideré que había alcanzado el summum en cuanto al acceso al conocimiento. Sin embargo, ahora tengo esta obra en algún rincón de casa y hace años que no me levanto para consultarla porque tengo casi toda la información que necesito a un solo clic. Lo que pasa es que mucha de la información que circula por la web no ha sido procesada, de modo que el papel del periodista, del intelectual o de cualquier persona que se dedique a pensar, consiste en saber relacionar, porque el periodismo consiste en poner unas cosas en relación con las otras y llegar a una conclusión. ¿Antes la gente era más culta? Quizás era más leída, y aunque ahora se saben más cosas, quizás no se trata tanto de saber mucho como de poner las cosas en orden. Mi padre, por ejemplo, era un campesino, no sabía muchas cosas ni tampoco había leído mucho, pero era culto en el sentido que ponía todas las cosas en su sitio. Sabía situar los hechos y hacer que cuadraran en su universo mental, entonces, las cosas tenían sentido para él. Y cuando algo no lo tenía, lo decía. Quiero decir con esto que he conocido muchas personas que han leído desmesuradamente y, sin embargo, no son cultas, porque no se trata solo de almacenar conocimiento sino que también hay que saberlo relacionar. Y en eso consiste el periodismo, como decía.
A menudo se habla del miedo en la página en blanco. Sin embargo, leyendo sus libros da la impresión de que, lejos de sentir miedo, se lo pasa muy bien escribiendo. ¿Es así?
Me lo he pasado muy bien en este oficio y no tengo más que motivos de agradecimiento. El periodismo es una profesión nada repetitiva, cada día trae sus historias, y establece una relación muy directa con lo que es la condición humana, con todas sus imperfecciones y contradicciones. En general, siempre he disfrutado de mi oficio, y durante la época en que pude viajar a tantos lugares y vivir fuera de mi país, me lo pasé aún mejor ya que aprendí muchísimo y siempre tuve a mi lado personas con las cuales hablamos, discutimos, y pasamos horas entrañables desde el punto de vista de la profesión, de la cultura, del arte.
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Jordi Pacheco
Periodista freelance especializado en la cobertura de información cultural y socio-religiosa. En la actualidad es director de la revista Foc Nou y colaborador de diversos medios escritos y audiovisuales.
Forma parte del Col·legi de Periodistes de Catalunya.
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