Todos dejamos marcas al leer: indicios menores o tachones categóricos. Algún ticket, flores secas o fotos viejas funcionando como señaladores. Hay quienes subrayan prolijito y están los que no respetan renglón pero dicen entenderse igual. Los del sutil lápiz negro y los entusiastas del fluorescente.
¿Qué dice de su lector un libro rayado?
Por Migue Roth
Borges era de los que apuntan fechas y lugares de lectura; y nunca quitaba los adhesivos de las librerías donde compraba libros porque le parecían un rasgo de identidad vital. Cortázar anotaba sus impresiones en el idioma del texto: francés, inglés, alemán o castellano; y dibujaba cosas —como a la obra de Drácula a la que en portada le pintó barba, anteojos y un reloj pulsera—. Benedetti resaltaba con rotulador amarillo y transcribía las ideas que más le gustaban en papelitos que luego dejaba entre las páginas del libro una vez concluido. Investigaciones alemanas develaron que Lutero siempre hacía sus anotaciones en rojo. Darwin marcó más de 700 obras de su amplia biblioteca personal. Según parece, no podían leer sin rayar.
Pero hacer anotaciones al margen no sólo es cosa de escritores famosos. Todo lector tiende a dejar señales: hay quienes tienen su propio y sofisticado código de marcación con los clásicos signos: [ * – • } ! < ? ) y un repertorio de símbolos más bien raros. Otros son menos determinados y apuestan por papelitos de colores o por post-it, «aunque la pegatina de los post-it tiene fecha de caducidad, así que son lo mismo que cualquier papelito de color», decía desengañado mi compañero de cuarto en la universidad. Están los que marcan sus libros únicamente con señaladores ingeniosos. Los refinados, que usan marcapáginas elaborados por orfebres o sólo subrayan con lapiceras exclusivas. Los apurados, que se bastan con tickets de supermercado. Incluso los que, sin demasiadas opciones a mano, han llegado a usar una hoja de papel higiénico. Están los feticheros, que marcan con billetes antiguos o trastos vintage. Los hipocondríacos, que al subrayar cualquier dato patológico comienzan a sentir los síntomas descritos —y usan prescripciones médicas para recordar dónde habían dejado la lectura—. Los supersticiosos, del boletito capicúa. Los naturalistas, que además de leer usan los libros para secar hojas de arbustos, florcitas y vegetales de variadas especies. Los impulsivos, que doblan los pliegues. Y los más radicales entre los impulsivos, que llegan a arrancar páginas. Aunque también están los celosos que, para no dejar rastros de algún/a ex, recurren a la misma técnica.
Subrayamos, señalamos, rotulamos, tachamos y anotamos porque queremos dejar registro; queremos destacar algo relevante; queremos imprimir nuestros arrebatos de inspiración o expresar nuestro disgusto. Hacemos anotaciones para recordar.
Marginalius incorruptam
Quizás el estudio más exhaustivo del fenómeno de las anotaciones al margen o Marginalias, es el que realizó Heather J. Jackson, profesora de literatura de la Universidad de Toronto, que analizó miles de libros anotados y puso en relieve la intensidad de las emociones que caracterizan el proceso de lectura. Una obra preciosa que lamentablemente aún no se ha traducido del inglés. Entre sus principales conclusiones, Jackson afirma que el uso y el abuso del espacio marginal tiene menos que ver con la psicología de la lectura y más con la propiedad y el tipo de libros. Parece evidente que uno tiende a rayar más y tomarse ciertos atrevimientos si la obra en mano es propia. Pero no siempre fue así. En Marginalias: Readers writing in books [Marginalias: Lectores que escriben en los libros] la profesora identificó tres períodos históricos: antes de 1700; entre 1700 – 1820 y desde 1820 a la actualidad; y los divide de acuerdo a los cambios en las funciones de la anotación: se apuntaba como una forma de aprender y recordar, como un registro evaluativo y finalmente como una forma de expresión personal. Lo que llama la atención es que era habitual, hasta mediados del siglo XIX, subrayar y anotar cosas en los libros, incluso antes de obsequiarlos. Jackson dice que una de las razones centrales por las cuáles comenzó a abandonarse la práctica, se debe a que una red de bibliotecarios inició una lucha contra los marcadores de libros. Desde entonces, miles de bibliotecas advierten a potenciales rayadores sobre la criminalidad de las marginalias y anuncian castigos que van desde la aparición en la Lista Negra (que incluye a morosos y ladrones), la obligación de cumplir con servicios de limpieza y reponer la obra, a la expulsión de la institución y el pago de multas con cifras de varios ceros.
En su defensa, una cohorte de bibliotecarios sostiene que la normativa busca facilitar el vínculo de futuros lectores con los libros. Una archivista militante me dice: «una cosa es que dejen algunas marquitas en lápiz negro. Otra, que ensucien tanto el libro que ya no den ganas de tenerlo en la mano».
La necesidad de personalizar libros pone de manifiesto un aspecto decisivo: Jackson dice que esas marcas que hacemos revelan una ilusión de intimidad que creamos con el autor, con nosotros mismos y/o con los demás.
Intimidad entre páginas
Al leer establecemos vínculos. Con el libro impreso ese vínculo —intimidad— tiene innegables matices físicos que los científicos y técnicos de la era virtual se esfuerzan por empatar y cada vez asemejan mejor, pero jamás lograrán igualar.
La virtualidad agiliza; tiene sus ventajas, sin dudas; no es eso lo cuestionable. Se trate de geeks, neanderthales o un híbrido de ambos, nadie duda de que la lectura es una experiencia vital. Pero no todas las experiencias generan las mismas sensaciones ni conceden iguales efectos. Entiendo que un ciber-paseo, por ejemplo, no le brinda a nuestros músculos la misma tonicidad que caminar al aire libre. ¿El corazón latirá más rápido con un beso digital o uno real? ¿Para nuestros sentidos y para el cerebro, será lo mismo mirar pantallas que la posibilidad de oler páginas, tocar portadas y marcar con puño y letra las hojas?
¿A dónde irán a parar nuestras impresiones? ¿dónde quedan los recuerdos? Si se cae el sistema, ¿tendremos memoria?
Es desagradable imaginar bibliotecas de discos duros.
¿Qué llenará el vacío en los estantes? Esa esterilizada falta de páginas en las repisas me resulta tan aburrida e insulsa como peligrosa. La ausencia de roce real, propio de la aséptica era virtual, más que un adelanto tecnológico me parece un proceso de desensibilización física. Algo así como un rebrote de lepra, sin marcas en el cuerpo; las marcas ahora las llevan los dispositivos.
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Estudios cognitivos y neurobiológicos señalan que la lectura aumenta el flujo de sangre al cerebro. Especialmente en la zona encargada de la atención y la realización de actividades complejas. Con la tecnología actual, ¿se lee más o se mira más? Docentes con los que conversé sobre el uso de nuevos dispositivos repiten una frase casi a la defensiva: «son herramientas: ni buenas ni malas. Todo depende del uso», pero al instante sostienen que cada año notan más procrastinación que el anterior; que los estudiantes no logran concentrarse; que su atención es cada vez más superficial.
Si la invención tecnológica sólo se considera progreso científico y no se cuestionan sus efectos; si el modelo wifi se propone de forma universal y se piensa sin afueras posibles, ¿estaremos delante de un sistema perfeccionado de totalitarismo? Si así fuese, un libro en mano representa disidencia.
Bradbury, el autor que —anticipándose décadas— retrató la era actual en Farenheit 451, escribió: «en mis obras no traté de hacer predicciones acerca del futuro, sino avisos». Antes de morir dijo que el día en que la apocalíptica era virtual se instalara definitiva, aún entonces un remanente conservaría, leería y marcaría sus libros: «aún entonces habrá lecturas atrevidas».
Migue Roth (M20th)
Editor de Angular | Realizador multimedia
Migue puede leer incluso en los ómnibus en movimiento; siempre anda con alguna libretita a mano, lápices y libros en el morral. Escribe y dice que no saca fotos, las hace en todo caso. Es un nómade patagónico. Miembro fundador de Angular.