La Yaqui

Un niño se puso una pollera de su prima y supo que algo había cambiado. No es fácil descubrirse en la sociedad de la provincia norteña argentina de Tucumán. Menos en una villa. Y mucho menos con hambre. Ahí comenzó a forjarse la Yaqui.

Crónica: Martín Dzienczarski  |  Fotos: Diego Aráoz 

1. José es la Yaqui

Pelo rubio, un metro setenta y cinco, brazos delgados pero musculosos y dos vasos de aceite de avión en cada nalga. Yaqui es José Ponce. José Ponce es la Yaqui. Un par de tatuajes en el cuerpo y una M en el pómulo izquierdo. En una de las tardes más calurosas de un jueves sobre el final de diciembre, ella corta cebollas a la sombra de la tapia. A la noche servirán pollo con salsa a los piperos de La Costanera. Natalia Luna, una compañera del grupo de recuperación barrial de las adicciones, pica tomates a su lado. Las tablas para cocinar están apoyadas sobre una heladera exhibidora rota, sin motor y sin puerta, acostada sobre cuatro cajones de verduras -dos de cada lado-. Esa es la mesada.

“¿Podés creer que en ese tiempo no me cogió nadie?”, suelta Yaqui para resumir sus casi 10 meses de prostitución en Buenos Aires. “Me tenía que culiar a cada uno: putitos de traje, arrepentidas, inmaduras…”. Como se moría de frío en las madrugadas del Bajo Flores, no soportaba ponerse en bolas en la vereda del hotel San Remo. Para poder sobrevivir se dedicaba a vender otra cosa además de su cuerpo: merca. A las 7 su despertador era el taconeo de la madama, Debora Brito, que llegaba en remís y entraba con pasos tan largos como le permitían su vestido y sus zapatos. Golpeaba algunas puertas y se mandaba directo al baño: la mataba la diarrea, por tanta cocaína y metanfetamina. A la salida ya estaban las jefas de piso con la plata de la noche acomodada, lista para retirar. Plata del sexo y de la droga. “¿El precio? $20 la chupadita y $50 el polvo era en ese momento. Otras cosas tenían sus precios, la mayoría de los clientes no te buscaban para cogerte, son raros. Hay cada degenerado que quiere fiestas, después los bien machos sacan una tanga y quieren ser más mujer que uno. Siempre trabajábamos de más, había que andar culiándolos a todos los tipos”.

Por todo esto tuvo que pasar hasta juntar plata para que finalmente su último amor, el Johny, se convenciera de vivir con ella. Vivían a pocas cuadras de distancia en el barrio, pero era como si fueran de clases sociales que casi no pudieran congeniar dentro de la misma miseria, en el mismo barrio. Ella espera que él salga de la cárcel. Y no volver a drogarse malamente con el paco. Ella avanza en su recuperación y cocina en su casa junto a otras mujeres en el comedor de noche para chicas y chicos adictos. Se ríe y hace chistes entre que cocina y cuenta su historia. El pasado parece que a todos les da risa. Es fin de año.

Prende el fuego con un par de maderas de palets, algunos troncos y basura. Cocina a la intemperie. Se nubló de golpe. Habla sin dejar de mirar la tabla donde ahora pica tomates. Se fue de su casa a los 15 y se instaló en una especie de carpa armada con plástico negro en el basural de Los Vázquez, al sur de la ciudad. Las salidas con las chicas: sus primas y las amigas del barrio. Los primeros tatuajes: tres trochas gruesas atadas con cinta aislante. La tinta de tatuar era el ácido de una batería, tinta china y un poco de meo. Las tardes en la bloquera con la que armó los 2.600 ladrillos para levantar la casa que comparte con su hermana, la Vero. Su primera vez, que tuvo más de violación que de amor. Habla de sí a veces como ella y otras como él, depende el día.

Yaqui, la Gatu, Gatubela -porque se enfundaba en cuero- es más que el nombre del documento: José Ponce.
Es sobrina de Margarita Toro, quien encabeza un clan que a comienzos del milenio monopolizaba la delincuencia en media ciudad. Ahora disputa el poder con otros clanes. Yaqui estuvo cuando entró el paco a Tucumán. “Nos juntábamos los viernes con la delincuencia, queríamos chupa y droga gratis. El Rengo Ordóñez, que estaba con la Margarita, esa vez andaba con dos amigos peruanos. Sacaron unas piedras. Una de las chicas estaba a punto de picarla. ‘No, beibi, eso se fuma’. Ahí entró la pasta base”.

El ruido altera a todos en el patio. Parecen piedras que retumban desde el río. No es la crecida, está cayendo granizo. Hay que cuidar la salsa. La antena de Direct TV que mantiene cerrada la chapa en la entrada de la casa ahora va de tapa de olla. Yaqui cubre el fuego con pedazos de mdf de un mueble roto y tira más madera y basura para que el fuego dure. El pasillo se inunda y el agua cubre la mitad de las pantorrillas. “Si te voy a contar mi vida tengo que estar tranquila, necesito estar como Susana en el living, no ocupada”.

Como Susana

El diluvio sirvió de poco. Un día después, el sol quema, el calor seco corta la respiración. Aún así, no llega a secar del todo los charquitos eternos de agua y líquidos cloacales. A eso se suma el olor de los chiqueros. Son las tres de la tarde.

Hay que comprar un phillip 20 convertible y una pepsi fría. Enfrente, en una solución habitacional abandonada, se armó un revuelo. Ahí llevan las motos recién robadas para desarmarlas. Los módulos son una habitación que se anexa a la casa, para ampliar las viviendas humildes. El alperovichismo se jacta de haber inaugurado 40.000 durante su gestión. Éste está abandonado porque un programa del gobierno para mejorar el barrio dispuso la apertura de un pasillo en calle y cortó el terreno al medio. La familia que vivía ahí se trasladó. Una moto se reduce en bolsas y cajas en 30 minutos: repuestos, motor, bujías, plásticos, ruedas, manubrio. Si el asiento de la moto está muy fulero, aparece tirado a un par de cuadras. Los chicos chochos: con una soga tienen para jugar al carro. Los más chiquitos le dicen trineo, porque conocen la nieve de las películas navideñas de la televisión de aire. Sólo queda un manchón de grasa y nafta en el piso. Mientras dos desarman una moto, otros llegan para lo mismo y se desesperan: hay que esperar para terminar de faenar. En la clase media, los jóvenes dan el primer paso para independizarse en un monoambiente. Acá es igual: la solución habitacional hace de monoambiente. Algunos compran ladrillos de su bolsillo para ampliar el proyecto. Se arregla con los albañiles y se extiende unos metros más cada pared.

Yaqui está tranquila, ajena al sopor. Empieza a fumar y se acomoda en su living. Un butacón recuperado, algo maltrecho. La estructura de hierro que en los supermercados sirve para los fardos de gaseosas ahora está dada vuelta y con un par de almohadones hace las veces de sillón. El conjunto se completa con una mesita ratona y una lámpara de pie, atrás del butacón. La pantalla la armó ella con alambre y un pedazo de fliselina verde. El mismo principio en los portalámparas del techo. Un clavo atraviesa una foto de Yaqui de hace algunos años, con mirada profunda, en la pared de enfrente. Parece el living de Susana. Ella da una pitada larga y suspira con el humo. “Ahora estoy tranquila”, comenta. Las chapas están tan calientes que apenas pasa una nube todo el techo cruje por el cambio repentino de temperatura.

Afuera los chicos juegan, las madres sirven mate cocido. La cena de muchos. Los que tienen chanchos los limpian y los meten dentro de las casas. A fin de año el robo de chanchos se dispara estrepitosamente: el que labura uno tiene asegurada la comida para las semanas que duran las fiestas. Se convierte en un bien recontra valioso, como una moto o un caballo. No se puede arriesgar. Se hará de noche y comenzará la penumbra. Yaqui fuma el 20 y algunos sueltos. Un par de veces prendió uno con la última brasa del otro, casi quemándole los dedos.

La niñez

Mi historia comienza cuando tenía ocho años. He sido criada aquí en el barrio. Vivía con mis padres. Todo esto donde ahora está mi casa antes eran matorrales y unos cuantos ranchos. Sólo le decían Costanera a la zona bien cerca del río Salí. Éramos nueve hermanos, tres del primer matrimonio de mi mamá, Carmen, y seis del segundo. El mayor soy yo. Me empiezo a criar ahí con mi abuela Francisca, la Pancha, porque ella ya me agarra porque me veía haciendo los malos pasos con mi vida sexual. A los ocho ya daba los rasgos. Venía a las peleas con mi papá que no me aceptaba, recién ahora de grande. Me juntaba con mis primas y me ponía la ropa de ellas. Mi papá decía que él era macho, entonces me terminó criando la Pancha. Comencé a conocer los bailes a los 10, porque tenía amigas que eran más grandes que yo. Empecé a querer salir, a volar fuera del barrio. Mi abuela siempre me cubría, porque si bien vivía con Pancha mi papá me mandaba a vigilar a ver qué hacía. Ya andábamos en la calle con las chicas. No me dejaban entrar al baile porque era menor. Ahí empezó el poxirrán en la Terminal. Los sábados ya eran: salimos del barrio y vamos a bailar. Eran dos boliches frente a la Terminal. Uno era Remolino y el otro Torbellino (ahí donde ahora está el bar este Azul). En Torbellino pasábamos los maricones, los gays, las lesbianas. Se nos volvió vicio y si no era sábado lo mismo comprábamos un tarro de Fortén, el tarrito, y lo vaciábamos en una bolsita para aspirar. Íbamos con las chicas a los matorrales del puente negro, por donde pasa el tren, ahí en el Puente Fierro. Veía muchas cosas. Te hace alucinaciones el poxirrán. A los 12 probé porro.

Después buscábamos con las chicas un sachet de leche vacío, porque tenía la bolsa gruesa. Vaciábamos ahí el tarrito de poxi-rrán. A la primera seca de poxi sentía que me había explotado una bola de fuego, caliente. Me ha cambiado la vida. Tenía después un gusto dulce. A la segunda seca ya era un gustito dulce. Parecía que habías aspirado algo como pintura, porque era empalagoso. No era como dos cucharadas de dulce de leche, porque se te secaba toda la boca y recién sentías esa dulzura. Una sofocación. Le empecé a dar y ya no me ahogaba.

Todo era para experimentar. Me lo acuerdo bien. Una vez comencé a sentir un olor fuerte. Sentía una pudrición. Era porro, pero era tan barato que era pura baranda. Unos changos le convidan a mi amiga. El chango los vendía en realidad. Probamos. Después nos vende. Salía un peso el porrito armado. Ahora por $ 50 tenés un bagullito y sacás porro y medio. Le compramos. Empezamos a sequear. Después vino el vino con pastillas y el paco.

A los 13 comencé a vestirme de mujer. A la Terminal iba vestido de mujer. Lo caminaba por entero al barrio. A la misma edad dejé la escuela, cuando empecé a coquetear. Iba a la escuela Divino Maestro. Me peleaba mucho con los chicos, porque me discriminaban mucho. Más las chicas. Vivían haciéndome burla. Después iban las madres a quejarse porque yo les pegaba. Las maestras no veían las horas de que me vaya a la mierda.

Cuando las chicas comenzaron a calentarse cada una tenía su novio. La barrita se deshizo. Siempre fui amiga de las chicas, a la que no me trataba bien le pegaba y me tenía que tratar bien. Siempre me hacía tratar bien. Estaban Beatriz, que se fue del barrio; Liliana; Fabiana, la hija de la Dora Ibáñez (una de las Madres del Pañuelo Negro); y la Betty, otra gorda puta que se hizo transa. Se le murió un hijo de 15 años trasladando droga. Quedamos pocas. Dolores, que se hizo conocida porque salió un montón en los diarios. Era una mechera reconocida. Mi abuela muere a poco de que cumplí 15. Tenía un problema en los huesos. Murió de vieja. Tenía una enfermedad que se le empezaron como a comer las carnes. Quedé sólo. Se me acabó todo. Peleaban todos los hermanos de mi papá por la casa de la vieja. La Pancha me decía que todo era mío, porque vivía con ella y la atendía. Me quería mucho. Con mi papá nunca me llevaba bien porque me empezó a destratar apenas me empecé a pintar, me hacía la vida negra. Era de golpearme. Era de esos tipos molestos. Tomaba mucho. Encima era choro. Tenía cicatrices por él.

No tenía qué hacer. Me quedé sin casa ni nada. Me fui cuando comenzaron a ir todas las tías y las viejas a prender velas. Todos los Ponce, los Ledesma, los Toro, los Santa Ana. Prendí fuego la casa antes de irme. Ahí empecé a andar en la basura. Me decidí tirarme a la calle, a tropezar. Como había mucha gente que yo conocía de acá del barrio, me instalé en el basural. Vivía en una rancheada que hice en el basural, con nylon. Después me dieron un colchón, ropa, pintura. Trabajaba juntando botellas, aluminio. Comer no faltaba porque siempre sacaba de la basura. Estuve ahí en 1995. Tenía 15… Empecé a vivir solo. Estuve casi cinco años, hasta que cumplí 20 y volví a La Costanera.

Los barrios

Al este de San Miguel de Tucumán, en la franja entre el río Salí y la Avenida de Circunvalación, cordones de barrios pobres se fueron poblando por oleadas. La Costanera, El Trébol, Roselló, Autopista Sur y Los Vázquez. Intervalos de pasillos, calles y pasajes hace poco pavimentados, otros sólo con cordón cuneta o apenas una huella de barro que separa los frentes de las casas. Ranchos, prefabricadas, casas de material, tolderías de cartón y plástico. Barro y cumbia; hambre, risas, penas y violencias. La Costanera se pobló a fuerza de dos golpes económicos: la crisis social tras el cierre de los ingenios azucareros en 1966 y la hiperinflación de 1989. Autopista Sur y Los Vázquez crecieron con la crisis de la convertibilidad desde 1995 y se volvieron populosos después de 2001. El último barrio era el basural oficial de la Capital y la gente iba a instalarse allí para comer de la basura. El vaciadero fue trasladado. Quedaron las casas y las familias. Y las carencias.

La delincuencia con códigos desapareció cuando se hicieron comunes las pastillas y el paco. Se llama “ratas” a los que roban sin distinción: no importa si es vecino de la villa, maestra o un familiar. La locura radica en consumir más. Las mujeres que caen en el mismo pozo, además de vender su ropa o salir a robar, ofrecen sus cuerpos. Abajo de los puentes de la autopista viven grupos de “piperas” (lasmás adictos a las pipas de paco): niñas de 12, adolescentes y mujeres jóvenes cobran $80, $50 o hasta $40 por sexo. El precio depende de la necesidad de consumir. La dosis cuesta $10. A ese precio ni el dólar lo hizo disparar. En La Costanera, siempre el último sitio en el que aumenta, también se vende una dosis más chiquita, a $ 5. “Como un caramelito alka para dar vuelto”, hacen la comparación. En medio de la violencia de vivir hacinados, no tener qué comer o de los palos de la Policía, ser mujer -sinónimo de dejarse dominar- o no coger es un insulto: entre varones y mujeres la burla pasa por gritarse “mirála a la mujer”, “velo al virgen”, “eso es de mujercita”.

Las villas son insulares: muchos no salen de los límites salvo motivos de fuerza mayor. No son muchos los que se ubican bien entre las calles del centro, a excepción de que se trate de los tribunales penales o los hospitales. Y eso que viven a menos de 15 minutos en colectivo. Muchos nunca entraron a un bar, a menos que sea para pedir una moneda. Para cenar, las sangucherías. Las villas son grises. Entre los cinco barrios del este de la ciudad hasta hace poco sólo había tres plazas, y no muy parquizadas. Los changuitos se alegran cuando pasa un patrullero: a romperle los vidrios a hondazos. Las novedades generan curiosidad. No hay muchas fuentes de diversión.

La bandita

A los 20 míos el barrio se empezó a parecer a lo que es ahora. En la bandita era la única trans. Era la Gatúbela. Siempre hubo muchos putos en el barrio. Está mi primo que es puto, el Bidú. Raúl, el curandero también se la come. La del frente antes era alto puto. Mi tío: otro maricón. Están todas las locas desparramadas. Pero pocos se animaban a asumirse. A vestirse. A vivirse.

Por esa edad me hice amigo de un travesti amigo de mi tío. Ahora debe tener 60. Estaba con un grupo de travestis que son todas brujas, tirando a psicólogas. Así la conocí a la Luisa, que hace gualichos. También sé hacer
brujería, pero no la uso. La única que se vestía como mujer acá, en esos años, era yo. Desde los 14 que usabas polleritas, aunque a escondidas al principio. Las animé a todas ellas. Raúl en esa época salía vestido como macho atractivo, pero era gay. Todos así, nenes sin pinturas ni nada. Los otros maricones igual. Yo ya me pintaba, uñas vestidas. Si no era la mejor pintada, para qué salir, ¿no?

Hacíamos competencia en las fiestas. Me hice amiga de esta trans, y la traje al barrio, a Luisa. Nos metimos acá y las activamos a las maricas: que se vistan y se sientan como son, no se puede andar prisioneros de lo que dicen los padres. Mis padres a mí recién me aceptaron cuando me puse de novia con el Johny. Hay que ser libres. Las defendía, les decía que hagan lo que sientan, que no se dejen invadir. Las aconsejaba. Mi tío, maricón común y corriente, no tuvo la oportunidad de vestirse como mujer, la dejó pasar. Yo me siento mujer por dentro, pero no me vengas con esto de ponerte pechos para ser más femenina. Estoy bien así, no siento necesidad de ponerme nada. No soy como las otras. Sí me puse aceite de avión en la cola. Me hice amiga de la Luisa, me puse a travesiar y a meterme con el curanderismo. Nos juntábamos siempre las trans y los putos. Dejé a las chicas, el grupito de mujeres. Me llevaba bien con el Gringo y con Raúl. Empezábamos a salir los tres. De ahí los padres le hacían problemas a ellos que salían pintados y esto y aquello. Yo les decía que hagan lo que sientan bien. Que cumplan en la casa nomas y están bien. El tema es que acá los putos somos esclavos de las familias: si te pueden usar te usan bien, para que limpies todo. Me ha pasado. Los empecé a avivar y comenzaron a vestirse de mujer y a enfrentarse con sus padres. Hasta que se cansen y te acepten. Antes no podía ir a una fiesta si llegaba a estar mi papá, me hacía problemas, me hacía cagar. Borracho armaba problemas. No podía ir a la misma fiesta que él. Ellos, el Gringo y Raúl, siempre salían a la parada mía, porque el viejo culiao no me dejaba en paz. Siempre salíamos con los maricones. Empezamos a practicar brujería después. Ahí la conocimos a la Soraya, una travesti más chico que yo, que vive en La Banda. También es prima mía.

Nos quitan los recursos del comedor

“¡Guardenmé, que ahí voy con el taper!”, gritó Jonathan Domínguez desde su carro, mientras entraba a toda velocidad por un pasillo en La Costanera en la oscuridad de las 20. -¡Metele! -, le respondió Yaqui, mientras terminaba de servir las últimas porciones de pizza en junio de 2017. El comedor de noche había comenzado en abril de 2016, como una iniciativa del grupo de recuperación contra los dos problemas que más se incrementaron en la zona: el hambre y el consumo de paco. El primer año funcionó dos noches por semana. Se cocinaba en el patio de la casa de Blanca Ledesma, una de las Madres del Pañuelo Negro (las madres que perdieron hijos por la droga y reclaman políticas de Estado). Luego, el grupo pasó a servir las raciones en la casa parroquial. Transcurrido un año y medio de comedor de noche, también se cocina a la intemperie: la actividad se trasladó a la casa de la Yaqui, donde ahora también se sirven los platos a los jóvenes. Los psicólogos sociales que trabajaban en el equipo de recuperación definieron que se cocine una sola vez por semana. El Ministerio dispuso aumentar la cantidad de barrios de cobertura, pero no contrató más profesionales, por lo que los psicólogos sólo podían coordinar que funcione los martes. Y encima despidieron a muchos contratados.

Los primeros meses el comedor funcionó con donaciones, hasta que el Gobierno comenzó a destinar partidas. Luego de ocho meses de sostenerse con el aporte de colegios, algunos bares y un medio alternativo, la Secretaría de Adicciones destinó presupuesto para comprar alimentos. La Dirección de Políticas Alimentarias también destinó productos no perecederos. En julio de 2017, desde Adicciones recortaron el monto en efectivo. Cada dos semanas reciben alimentos “secos”: fideos, arroz, lentejas, puré de tomate. También reciben un saldo para comprar “frescos” del supermercadista Saccomani: carne, pollo, verduras, condimentos y demás. “Antes teníamos hasta $1.500 para cada jornada que se cocinaba. Pero desde hace un mes sólo tenemos $1.000. Como la cantidad de chicos que vienen aumentó, podemos sostener la cantidad de porciones porque volvimos a recibir donaciones”, explicó Yaqui mientras metía las asaderas con pizzas amasadas al horno de barro que armaron con los vecinos. Los chicos estaban contentos con el menú: en el barrio se cocina pizza cuando hay cumpleaños. Como tantos chicos viven en la calle desde muy niños, a algunos nunca le festejaron el cumpleaños. Cada jornada comen 90 chicas y chicos.

Se fue una amiga

Yaqui eligió no ir a la marcha el 16 de agosto de 2017. Unas semanas atrás encontraron muerta a Ayelén Gómez, una mujer trans de 31 años en el Parque 9 de Julio. Un empleado del club Lawn Tennis descubrió un cuerpo bajo una de las tribunas, cuando estaba terminando con la puesta a punto para el partido. La autopsia indicó que estaba desnuda, golpeada y con signos de asfixia. Es agosto, la primavera tucumana ya hizo florecer a todos los naranjos y los lapachos. Yaqui la había conocido cuando fueron a prostituirse a Buenos Aires.

Ese día, en la plaza Independencia se gritaron las consignas contra la discriminación y los delitos contra las trans. La esperanza de vida para el colectivo trans en Sudamérica, según la OMS, es de 30 años. Las columnas partieron desde la avenida Brígido Terán al 300, en la sede del Centro Educativo Trans, y marcharon hasta el parque donde murió Ayelén. Cruzaron el territorio de la Gorda María Luisa, la proxeneta que maneja la prostitución en la zona este de la ciudad, y que trabaja con la Comisaría 11. Después subieron por Córdoba hasta el centro para llegar frente a la Casa de Gobierno. La hermana de la mujer había denunciado a los medios que Ayelén ya había sido violada al menos dos veces por policías de la 11. “Ayelén murió como un animal. La golpearon y la humillaron como quisieron”, dijo ese día Elisabeth Gómez, una de sus hermanas.

Mientras en la plaza pedían justicia, Yaqui preparaba empanadas. Una vecina le pidió que la ayudara para cocinar un encargo grande para un cumpleaños fuera del barrio. Un día, una changa: comida asegurada.
En la capital del país, el San Remo es exactamente igual al recuerdo de Yaqui. Un edificio viejo, con cuatro pisos: un subsuelo, planta baja y dos plantas. Por la cantidad de puertas parece más un panal de abejas que un hotel. Ahí pululan las mujeres que caminan, se ríen, sufren y gimen. A simple vista no se distingue cuál acción es simulada y cuál cierta. Algunas recuerdan a las “tucu”: “muchas pasan por acá, pero no todas quieren amigarse de las de afuera. En cualquier momento pueden aparecer muertas”, contó en Buenos Aires La Susi, una chaqueña alta, producida y con la cara arruinada a cicatrices. “A mis clientes les gusto por las cicatrices y por los ojos: yo sonrío con la vista”, completó.

Revuelo

El ambiente cambió el amanecer del 27 de septiembre de 2016. Un centenar de uniformados allanó una docena de casas en el barrio. “Yaqui” durmió hasta tarde, pero se enteró de todo charlando con su hermana mientras desayunaba. El golpe era inevitable: miembros de tres fuerzas buscaban dar con el Rogelio “el Gordo” Villalba. De limpiavidrios a prestamista, de propietario de viviendas a líder de una banda de narcomenudeo en La Costanera, al Gordo Rogelio se le acabó la impunidad. Se quedó con el control después de la muerte del pope anterior: Hugo Daniel “El Rengo Ordóñez” Tévez. El marido de Margarita Toro. Se lo conocía así porque se había disparado una pierna y hasta sacó una cédula policial con otro nombre para evitar la colimba. Murió en 2008, cuando un ex preso le metió ocho disparos. El rengo Ordóñez cogía con la novia de un preso y la venganza demoró dos años: tuvo lugar apenas dictaron la primera salida transitoria fuera del penal de Villa Urquiza al vengador. Códigos de barrio: nunca con la mujer de un preso. Por eso el cuarteto “A la mujer de un preso”, de Ulises Bueno, dice: “la mujer de un preso/ hay que respetarla/ o pagarás el precio”.

Por casi 10 años se juntaron los herederos del Rengo, El Gordo Rogelio y los tres transas más grandes del barrio, en la casa de “Cocina”, otro pope de la villa. Cocinaban una vez a la semana la cocaína y el paco para vender. Se dividían las cuadras, las dosis y los gastos de los precursores químicos. Para desarticular el narcomenudeo del barrio bastaba con un solo allanamiento, un viernes a las 15. El tiempo pasó y esa metodología se volvió arriesgada.

Ese martes soleado de septiembre Rogelio estaba sentado, de fiesta, en la puerta de su casa. Ya se habían repartido todos los terrones: varias tizas de cocaína forman un terrón. Los policías cercaron el perímetro y un grupo entró a la vivienda. El transa quedó sentado, mirando. Un jefe de cada fuerza de seguridad involucrada: Policía Federal, Policía provincial y Policía Aeroportuaria se acercó a Rogelio. Algo así como: “Rogelio Villalba, queda detenido”, le dijo Jorge Nacusse, a cargo de la Dirección de Drogas Peligrosas (Digedrop) de la Policía tucumana. Rogelio se paró como pudo, se acercó al comisario y lo estrechó en un abrazo. Le besó la cara. “JEFE, ¿CÓMO ESTÁ?”, le dijo el pope. Nacusse le contó a dos funcionarios judiciales que se moría de vergüenza por esa imagen que vieron los jefes de las otras fuerzas. Según él, Villalba lo conocía porque ya le había hecho 10 allanamientos.

Yaqui salió a la calle recién al mediodía, cuando el movimiento policial se calmaba. Quería comprar algo de faso. Comenzó a pasillear. Los chicos estaban intranquilos, sobre todo cerca del dispensario. Unos esperaban en cuclillas, a la sombra de una pared. El resto caminaba en un sólo ir y venir. ¿Dónde venden?, preguntaban por lo bajo. Pero ni siquiera el día en que un centenar de federales, policías locales poblaron el barrio se dejó de vender. La gorda Magui se enteró del operativo y trasladó todo la madrugada antes del golpe contra Rogelio. Los otros 10 vendedores (El Chino, la Gorda Ale, el Puto Cristian y demás), la mesa redonda que soportaba al rey transa depuesto, se encerraron en sus casas y trataron de reducir al mínimo los movimientos de clientes. Yaqui se quedó hablando un rato con Magui. Ella, el Puto Cristian (el heredero, el que tiene acceso a los químicos para cocinar) y los demás resolvieron que se vendería recién cuando se fueran los policías y en las casas, no en la calle, habitualmente un soldado se sienta en una silla a tomar vino y va entregando las dosis. Los billetes van acomodándose entre las piernas. Los más desordenados meten el bulto de cambio, todo arrugado, en la bolsa y listo. Los prolijos agrupan los billetes por el valor entre los dedos.

Prostitución

Me voy a Buenos Aires porque me engancho con el pendejo este, con Johny. Hago la línea para irme a trabajar de prostituta. Me mando con una amiga y llegamos para trabajar. La llevamos a la Soraya, porque era más determinada, quería vestirse de mujer y la pobre no tenía nada, ni siquiera donde dormir. Era muy humilde y los hermanos la discriminaban. Mi tío lo había dado a la Soraya a la vieja del frente, la Elsa, que antes había estado con el papá de la Soraya. La madre los empezó a dar a todos los hijos del marido. La Elsa la rescató y la criaron ellos.

Paramos en el hotel San Remo, ahí frente a la plaza del Bajo Flores. “Vayan a trabajar, que son hijas mías”, nos dijo la Debora Brito. Laburábamos en la calle, abajo del hotel. Abajo había 11 habitaciones, arriba 25. Yo quería la plata para armar la casa y poder noviar con Johny. Su familia tenía varias motos, heladeras, frízer y un montón de cosas. Necesitaba cosas para que acepten que el hijo viviría conmigo.

Mirá cómo viene la mano: en San Remo alquilaban los maricones nomás, eran todos travestis, cada uno en una piecita. Todo porque la dueña, Liliana -la dueña anterior-, alquilaba sólo a maricones. Esa vieja murió, vino un hijo que supuestamente vivía en España y que tenía guita. Las querían echar a todas. ¿Qué hicieron los travestis? Lo hicieron re cagar y se metieron cada uno en su piecita. Llegué al año de eso, así que me contaron.

Los grupos de travestis mandan por zonas y cada cual elige trabajar o no. Cuando llegamos había una sola pieza para nosotras. Entonces teníamos que ver cómo trabajábamos. Abajo el cliente elegía si te llevaba a algún lado o si subías a la habitación. Era 2005, más o menos. El precio: $ 20 la chupadita y $ 50 el polvo en ese momento. Otras cosas tenían sus precios: la mayoría de los clientes no te buscan para cogerte, son raros. Con decirte que estuve dos meses en ese hotel y no me ha culiado nadie. Si yo los cogía era más caro: siempre me enseñaron a “picardiá”, hay que ser piya. Con un polvo, la vida tan cara allá, había que aprovecharlo. Había que demorarlo para tratar de sacarle todas las cosas que se pudieran al tipo. O robarle. Así al menos con un polvo al día alcanzaba para cubrir los costos. He salido muchas veces con tipos, primero la chupadita, que se quería quedar, ya les iba subiendo el precio. Que no, que quería que lo culie. Y así, que era otro precio. Que bailame, cantame, dame un azote.

Ahí en Buenos Aires fue la primera vez que me prostituí, así con todas las letras. Nunca salí a laburar acá en Tucumán. Cuando se daba la oportunidad en los barrios siempre aprovechaba. Me hacían bocina. Un camionero una vez… Tenía 19. En la autopista. Siempre tipo 20 me bañaba, me arreglaba y me quedaba pituca y salía a jugar a la Quiniela en Rolo, en la avenida. Pasó un camión y empezó ta ta taaa. Claro, una atractiva en ese momento, pelo largo, rubia. A veces paraban me veían puto y se daban al vuelo. Esa vez pasó y me dijo: mamita, suuubiii, vamos. Le saqué 5 pesos, chupábamos la pija por 5 pesos. Por 5 pesos comíamos pijas. No me gustaba andar en esa, pero bueno, quería la plata. Me daba igual si me pedían cogerme o que los coja.

Siempre he acompañado a algunas que por obligación tenían que estar en la parada. A veces si se daba con otras maricas aprovechaba, porque no iba a andar desperdiciando tiempo y plata. Las sacaba a presumir al parque a las maricas, las acompañaba. Ellas laburaban y las esperaba, porque es muy peligroso. Me llamaban a mí, pero las mandaba a ellas. Algo les pedía, porque de alguna manera nos cuidábamos. Nunca tuve paradas, pero cuando pude, dije: agarro que hace falta.

Con estas chicas fui a Buenos Aires. Después de que lo hacen cagar al hijo de la dueña, Debora se hace la dueña. Las mandaba a todas. Era una travesti, era jefa. Mandaba en Bosque, Flores, Constitución. Ponía a todos los putos a trabajar y era pesada con los narcos, parece. Merca, sobre todo. No quería que andemos haciendo amistades: era de la calle a la piecita. Había salteñas, peruanas, bolivianas, chaqueñas, formoseñas. Me hice amiga de una boliviana que estaba tomando merca y me decía: “nunca tomes de esto, beba”. Después empecé a probar de nuevo.

La boliviana me mostró una vez una pieza. “Mirá todo lo que hay acá beba”. Estaba lleno de ravioles de merca. “Ay, tanta droga”, dije. Estaba llena la boliviana. Ahí entendí la onda, quien era la dueña, qué travestis la movían y quienes armaban ravioles. Estaban las que vendían y las que se vendían. Esta marica rallaba, la Debora venía para llevarse la plata. Siempre con unos policías detrás. Pasaba a la mañana y después controlaba todo por teléfono. Lo mío era penoso en Buenos Aires. Porque tenía un cuerpo hermoso todavía pero no aguantaba el frío. Estaba siempre de campera. Nunca me hizo falta tomar hormonas. Me dejaba el pelo largo, pintada y estaba de tapadito. Las otras andaban de bombacha y corpiño. Yo no: trabajaba abrigada. Con la droga me iba mejor: vendía 60 o 70 papeles por noche. El saque estaba a $ 10. Ahí me salvaba porque de cada 10 papeles que vendías, dos quedaban para vos.

¡Ay, todos la escuchamos a la Yaqui!

Una traffic blanca estacionó el 13 de octubre de 2016 frente a la casa de Blanca Ledesma, una de las Madres del Pañuelo Negro, las madres que piden al Gobierno que haga algo por sus hijos adictos. Se bajó el todavía entonces secretario General de la Gobernación Pablo Yedlin, ex ministro de Salud sobre el final del mandato de José Alperovich. Los convocaron a todos en la obra abandonada de un centro para adictos.

La construcción a medias debía ser un Centro Preventivo Local de Adicciones (Cepla). Las Madres y los vecinos llevaban años marchando, hasta que finalmente les prometieron un centro en el barrio. Producto de sus protestas la Provincia construyó el centro de rehabilitación en Las Moritas. Sólo para varones, con la lógica de las comunidades. En el país sólo hay tres centros de tratamiento en comunidades de rehabilitación para mujeres (dos son privados), según Roberto Moro, titular de la Sedronar desde 2015.

La historia del Cepla es anterior. Apenas asumió el cura Juan Carlos Molina al frente de la Sedronar, en noviembre de 2013, visitó Tucumán. Caminó La Costanera y se largó a llorar. Prometió que iban a construir ahí el primer Cepla. En febrero de 2014 llegó el anuncio oficial: la presidenta Cristina Fernández dio a conocer por cadena nacional el programa Recuperar Inclusión. Se construirían en todo el país 150 Cepla (orientados a la prevención de adicciones), y 60 Casas Educativas Terapéuticas (CET, destinadas a la asistencia de los adictos, con lógica ambulatoria). De los 210 centros prometidos se proyectaron 91 y se inauguraron 11, según información de la Sedronar. El convenio para el centro de La Costanera se firmó en 2014. El gobierno eligió por compulsa de precios a la empresa Bocanera y Mirkin SRL (vinculada al núcleo familiar del ex secretario de Obras Públicas de la provincia durante el alperovichismo, Oscar Mirkin). La construcción inició en julio de 2015 y se paralizó en diciembre de ese año porque la Nación no abonó los certificados de obra durante el final del kirchnerismo y el comienzo del macrismo. El avance fue de un 43%. Debía estar terminado en seis meses, porque era de construcción en seco: perfiles de aluminio, revestimiento de madera terciada y un impermeabilizante plástico. Como la obra llevaba meses paralizada, en octubre de 2016 los vecinos tomaron el predio y sirvieron allí las raciones del comedor, que los mismos integrantes de un grupo de recuperación del Ministerio de Desarrollo Social provincial habían inaugurado.

Tres semanas después de la toma pacífica de la construcción para pedir que alguien la terminara, apareció Pablo Yedlin. Reunió a todos los vecinos, a las Madres y a los miembros de La Hermandad de los Barrios (un colectivo de vecinos de siete villas que reclaman por una política de Estado en adicciones y contra el narcotráfico). “La culpa es de la Nación”, empezó a hablar Yedlin, con todos escuchándolo en una ronda, sobre el contrapiso de lo que debía ser un playón deportivo. El funcionario provincial dijo que los funcionarios del macrismo mentían y que trababan los fondos. Aseguró que la Provincia se haría cargo. Los vecinos comenzaron a perder la paciencia. La Yaqui lo interrumpió. Le dijo que sea serio: “muy lindo todo pero queremos más presupuesto para la Secretaría de Adicciones, para que haya más psicólogos en los barrios”. Yedlin empezó a hablar más fuerte. La Yaqui no se achicó. “La lógica del ajuste del macrismo”, siguió como si nada el funcionario. “Acá son todos gatos que prometen cosas y después seguimos viviendo como siempre”, comenzó a gritar la Yaqui. Ahora el cansado era Yedlin: “Ah bueno, ahora nos callemos todos, que hable la Yaqui. Todos atentos a lo que dice acá la compañera, que no puede esperar a que termine de explicar”, la sobró Yedlin y farfulló algo por lo bajo, o así lo recordaron muchos de los que estuvieron en la reunión. “Si me querés decir algo, decime acá en la cara, putito”, le dijo Yaqui mirándolo a los ojos, respirándole encima. “Si le llegás a hacer algo nadie te va a defender acá”, le dijo Ángel Villagrán, otro vecino del barrio, a Yedlin. La discusión se calmó cuando un funcionario de cuarta línea pidió paciencia y les dijo que estaban cumpliendo con los pedidos de un petitorio que habían presentado en diciembre de 2015, cuando fue la primera marcha de La Hermandad.

Casi dos años después, finalmente, el gobernador Juan Manzur anunció que la Provincia se haría cargo de la obra, con fondos provinciales. Esta vez costará $ 23 millones, contra los $ 12,5 anunciados en 2014. Del primer Cepla no quedaba nada más que el contrapiso: los transas mandaron a saquear la estructura de parantes de aluminio a los chicos adictos, para dar un mensaje. La nueva obra debería estar terminada para junio de 2019. Otra promesa.

El regreso

Salíamos a bailar, nos tachaban casi siempre y nos quedábamos en la Terminal. Cuando volví una vez al barrio me instalé en la casa de mi tía. No tenía dónde estar, así que andaba de casa en casa. Ya no me gustaba quedarme en Los Vázquez. Me iba a visitarla a una amiga y ya me quedaba la noche. En casa ajena vos tenés que hacer todo. Ella tenía un almacencito, que le manejaba yo. Me hacía querer, activaba las cosas. Manejaba todo. Cocinaba, limpiaba. En todas las cosas en las que he estado nunca la he cagado. Claro, si ahí dormía.

Mi hermana, que ahora vive a la par, en esa época tenía un conflicto con mi padre. Un problema familiar muy grande y se había ido de la casa. Mi papá es padrastro de ella y parece que cuando las chiquitas se han hecho grandes él les ha querido meter el choto. Mi hermana se fue a vivir con mi tía. Como también andaba como bola sin manija, andábamos juntas. Donde ahora están estas casas antes era el basural de las cuadras de la vuelta. Desde donde empieza el portón hasta acá, todos tiraban la basura. “Acá vamos a instalar un ranchito”, le dije a mi hermana. Nos vinimos, limpiamos, rellenamos, compramos una piecita prefabricada de tres por tres. Tenía más agujeros… La empezamos a yapar con chapa y la paramos con mi primo. Tres chapitas entraban en el techo. Entraban dos camitas de una plaza y una mesita de luz en el medio. Nada más. Vivimos más de un año así. Después ella compró una piecita más y se instaló más lejos. Nos dividimos el terrenito. Después nos pusimos con el padre Melitón Chávez y empezamos con la bloquera. Hicimos con mi hermana los bloques. De a cuarenta por día, hasta que tuvimos para edificar. Hicieron falta 2.600.

Empecé a salir y salir. Ahí vino la base. El viejo Cancón, un transa que vivía en la esquina, me vendía. Recién llegaba la base. Era 2004 o 2005. Al principio la traían para acá los más pesados, que ya están enterrados. El primero fue el Rengo Ordóñez, que venía acá a vender. Es mi tío. Igual que la Margarita Toro.

Como nosotros siempre éramos de todos los viernes, sábados y domingos salir a donde sea, donde cantaba el coyuyo estábamos para la joda. Empecé de nuevo a yirear. Empezábamos a probar paco porque siempre nos juntábamos con los choros. Con Enzo, el Bicho Claudio, Campera, el Rengo David, Juan Mechero, Ordóñez y la Margarita. Todos pesados. Se juntaban siempre en lo de Margarita. Ahí andaba entreverado yo. El galpón que ahora anda alquilando el Promeba (Programa de Mejoramiento Barrial de la Nación) para hacer las obras, antes era su casa. En ese momento era la casa que mejor estaba. Ahí caían todos esos coches a tomar. Nosotras también, porque teníamos chupa gratis, bailanta, todo.

Ordóñez trajo dos peruanos. Ellos la traían. Han sacado un paquete de cigarros con el aluminio y ahí tiraron piedritas amarillas mal trituradas. Lo desvaciaron en un plato y dije: “mirá Valeria, es muy amarillo para ser merca”. No lo han rayado ni mierda. “Esto no es para tomar, es para fumar, beibi”. Sacó una pipa, metió tabaco, alzó con la punta de una cuchilla un poco. Lo prendió. Le tiró más tabaco. En esa época no se usaba virulana para que se encienda. Le hizo dos secas y quedó duro. Después lo vi y dije: “a ver esta cosa nueva”, y le metí. La sensación del primer día era rara. Probé de nuevo. El otro ya usaba virulana. A la semana siguiente volví a probar. Antes entraba a vender el que sabía bien la receta, ya no venden cosas buenas. Cuando la probé con virulana sentía que la manipulaba más, porque la otra me daba de a ratos ganas de chuñar, de devolver. Después este tipo comenzó a venir seguido a fiestas. En las esquinas ya había gente pipeando. El peruano la trajo al barrio. Íbamos a bailar y cuando salíamos del baile recién nos mandábamos a la joda de Margarita. Ahí estaba la caída.

Después la empezaron a preparar. El tipo empezó a armar acá las tizas. Siempre era eso. Estábamos constantemente con la Valeria porque ganábamos plata y les sacábamos merca. Después empezaron con la base. Antes se cocinaba ahí. Sí sé todo lo que lleva, los ingredientes: fluido Lester, polvo para preparar las pastillas, lleva siete líquidos, soda cáustica… Eso lo sabía vender Cristian. El puto Cristian tenía línea y conseguía los líquidos. Después se puso a cocinar. No todos vendían o podían conseguir los mismos productos. De ahí se ha empezado a fabricar y fabricar. Cuando tenía 24 le empecé a meter a fule. Nunca salí a robar. Siempre he tenido para bancar el vicio. No era quedado, hacía changas, tenía laburo en una cooperativa. Casi cuatro años me duró eso. Me iba con las amigas que tenía a obras, a limpiar jardines, limpiaba ropas, he trabajado de albañil por los barrios de acá. Siempre de capachero, mirando, y después aprendí. Aquí en el barrio trabajé de albañil, porque no tenían prejuicios los vecinos. Si me mostraban mala cara ya sabía que no me darían laburo. Siempre tuve trabajos así. Mi vecina me pedía que le cuide la casa, le vea el chico, lave ropa. Así corrían monedas, y ya comía ahí y después la limpieza y volvía a mi casa. Platita no faltaba, sobrevivía porque siempre he hecho cosas. Después tuve la mala suerte de que se me cruzó un guacho en mi camino, encima de que fumaba me enganché con ese guacho que fumaba peor que yo. No sé si sigo o no con él, con Johny. Supuestamente llegaba hoy, hace cinco meses que no venía. Salió de Villa Urquiza y se fue. Está en Buenos Aires supuestamente trabajando con el tío.

Como nosotros veníamos desde hace dos años peleando para la mierda, peleando feo, nos drogábamos mucho, perdimos todo lo de la casa, y los dos éramos culpables. Vendíamos lo de la casa. El me vendió todo: cocina, garrafa, colchón nuevo sin un mes, mesas, sillas… Tenía de todo. Cuando me junté con él perdí todo. Era un pendejo y nos conocimos en una fiesta, él me tiró los galgos. He pasado con mi chico pero él sabía qué pasaba. Cuando salía a bailar siempre salía a mirar guachos a ver con quién pasar la noche o por lo menos para bailar un poco. El guachito vino a buscarme después. Siempre tuve machilo, un montón de machos tuve. No porque los buscaba, sino porque siempre me buscan. Ahora estoy hecha pingo, pero antes tenía muchos rasgos femeninos, pelo largo, parecía chica. En Remolino me pintaba y me maquillaba, me ponía ropa así no muy atrevida, sino sencilla, como pendeja, y pasaba. Tenía el pelo lleno de rulos hasta la cola. Me hice poner cola a los 23.

Antes de irme a Buenos Aires esta amiga que tenía, la bruja Luisa, tenía a su vez una amiga que es la que comandaba a los travas acá en Tucumán. El parque 9 de Julio es zona de ella, de la Luisa Rubia. Ella es de Villa Mariano Moreno. La Luisa Rubia maneja la noche de los maricas. Es un puto viejo de antes. Es una persona pesada, se droga mucho, toma mucho. Un travesti bien respetado que hace cagar a todos, hasta a la policía. Me hice amiga de ella. Y después está la Luisa Negra, de La Banda y el Oasis. La Luisa Negra maneja la prostitución de las travas del otro lado del río. La Luisa Rubia es la que me regaló la cola: me faltaba ahí nada más para sentirme bien mujer. Me la puso ella, dos vasos de aceite de avión en cada nalga. Se inyecta con la jeringa para caballos. Me dijo que esté tres días en cama. Una troca, tres jeringas, alcohol y una gotita me habían pedido. Una amiga me prestó la casa para hacer reposo. Me puse una bombacha ceñida y la Luisa me tiró en la cama. Me puso el solvente indoloro, la anestesia, y me mete las agujas. Meta inflá, hasta vaciar los vasos. Donde está el pocito de la nalga, desde ahí inyectaba la troca, esa para vacunar caballos. En ese momento estaba tranquila. Además las veía a todas culoncitas y quería más cuerpo. Pero la cola nada más. Me ofrecieron los pechos también pero no he querido.

Yo no bailo por nadie

Un transa entró envalentonado a la casa de la Yaqui. Reclamaba una deuda. Le pidió que pague por la fuerza y la amenazó con una pistola. Ella estaba ordenando su casa. “Si no me pagás te hago bailar”, le dijo. “Yo no bailo por nadie”, le respondió Yaqui. No quiso contar el nombre del transa, pero en el barrio michos dicen que fue el Puto Cristian. Comenzaron a saltar pedazos de contrapiso. Ella no se movió. Una bala del 22 le pellizcó el pie. Cristian se fue puteando. Ella fue al hospital Padilla: sólo un rasguño. Uno más.

“Acá se vive así, violento. Lo único bueno es que nunca te vas a aburrir.” Sonrió. Y prendió otro cigarrillo.

Estoy ansiosa

En el patio de Yaqui, en junio de 2018, Elsa Ledesma, Josefina Medina y Daniela Peralta dejaron de picar cebollas. Las cocineras y madres de chicos que andan mal por el paco hicieron un alto de un segundo. Gladys Jiménez repitió para que la escuchen bien: “claro, a Juan le han prendido fuego cuando estaba en el parque 9 de Julio”. Jiménez contó cómo a su hijo de 26 años, que fuma paco, le tiraron nafta cuando dormía en el pasto a la madrugada, en un descanso de limpiar vidrios en la rotonda de Soldati y Gobernador del Campo. Lo encendieron pero sobrevivió. Ella ya enterró otros dos hijos que consumían paco y no pudieron recuperarse. Las cocineras continuaron picando en silencio la verdura para cocinar en el comedor de noche para adictos de La Costanera. Hasta la cumbia que sonaba a la vuelta había dejado de sonar.

Jiménez tuvo seis hijos. A Oscar Alberto le dispararon por la espalda en 2015, cuando tenía 21. La Policía dijo que había entrado a robar limones a una finca y que le habría disparado el sereno. Había comenzado a consumir a los 13. El año pasado murió Hugo, de 15 años, y piensan que fue por una crisis de abstinencia. Se suicidó con una manguera.
“A finales de noviembre, Juan estaba en la esquina donde siempre limpia vidrios con un grupito y después se drogan. Consume desde chico. Se tiró a dormir. Alguien le tiró nafta. Lo prendió fuego. Él se desesperó y empezó a correr hasta cerca de la rotonda de la Terminal. Nadie lo ayudó ni llamó una ambulancia. Las llamas le alcanzaron la cara. Se tiró al piso y se apagó. Se fue corriendo desesperado al Centro de Salud”, continuó la anécdota Jiménez. Él pudo recuperarse de las quemaduras, contó. También dijo que Camila, otra hija de ella (20 años), estaba embarazada y no pudo dejar de fumar paco. “Ella entró en trabajo de parto fumando paco. Pensaba que tenía dolores y fumaba más, pero eran contracciones. La llevamos a la Maternidad y tuvo a la bebé. Es muy difícil dejar el paco”, dijo Melina, hermana de Camila, al lado de su mamá. A pesar de todo lo que pasó su familia, Gladys y Melina colaboran cuando pueden en el comedor para ayudar a otros a empezar un tratamiento. “Perdí dos hijos por la droga. No quiero que otra madre pase esto. El comedor es importante porque el que está muy mal no tiene qué comer. Se están muriendo despacito. Necesitamos que el Gobierno haga algo. Que alguien haga algo”, siguió Jiménez, flaquita, pequeña, con rostro cansado.

El menú de ese martes fue pollo con verduras, al horno. Daniel López (27 años), Juan Guerra (22 años) y Magalí Flores (17 años), los últimos chicos que se incorporaron al grupo, llegaron para ayudar. Magalí empezó a despresar los pollos. Juan se puso en tarea con la verdura que faltaba por picar. Daniel, el Empachado, se puso a desparramar detergente sobre la cara externa de una olla de 70 litros a estrenar, para curarla. Así no queda con tizne cuando se la pone al fuego.

En el patio de Yaqui se cocina con leña y basura. Las ollas se apoyan sobre dos perfiles de aluminio. Para hornear se usa un horno “ecológico” que armaron con barro, ladrillos y un tacho de aceite, de esos grandes de taller mecánico. El Empachado sonría y bailaba cumbia. “Quién te escribía a ti versos, dime Nina quién era/ quien te mandaba flores, en primavera”, de la Mona Jiménez, era el ritmo de ese momento. “Hace cosa de cuatro meses que vengo al comedor. Charlo con los psicólogos. Ya estoy mejor. Fumaba mucha porquería. Todos los días. Pastillas y paco. Me tomaba tres tirillas de alplax por día. Andaba re duro. Ahora estoy mejor. La Yaqui me banca”, contó el Empachado. Dejó la escuela en primer grado y a esa edad empezó a aspirar poxi-rrán. Después marihuana, pastillas y paco. Como Yaqui sigue con recaídas, la olla nueva, la tapa y el cucharón van a la casa de la mamá del Empachado, para que las guarde. A Yaqui ya le pasó varias veces que vendió cosas en recaídas, para comprar más droga.

Yaqui iba y venía, atareada. Las historias no la sorprendían. Los chicos comenzaron a armar mesones con tablas y maderas en el living de su casa. El menú revolucionó el barrio. Por la pobreza, casi nadie tiene gas en garrafa. La garrafa “social” de 10 kilos, con subvención del Estado, está a $ 216. Pero es demasiado caro. Como todos cocinan con leña o basura, hacer algo al horno quedó como un recuerdo de antaño. El horno ecológico del patio funciona con cualquier brasa. De calefacción ni hablar: brasero en la casa. En la calle, prender unos cajones de verduras un ratito. Al menos para que las manos se entibien.

La luz se cortó en el patio así que la última etapa de preparación se hizo a oscuras, bajo las estrellas. El percance no desalentó a nadie. Llegaron los comensales. La Yaqui empezó a hacerse mala sangre, a perder la paciencia con los chicos impacientes. Nadie quería perderse la cena.

Mucho menos cuando es la única de la semana, porque el resto de los días es mate cocido. Si el adicto está de yiro, quizás sean días de no dormir, de robar, de comer nada.

En medio del lío, entre plato y plato, del revuelo de chicas y chicos felices por la comida, ella me cuenta en secreto: “lo vengo pensando bien. Me voy a ir al Registro Civil a hacerme el cambio de DNI. Me voy a llamar María José Ponce en el documento. Voy a ser mujer en el documento. Estoy ansiosa”. La primera sonrisa de esa noche.

* Ésta crónica apareció originalmente en Tucumán Zeta, y la publicamos en articulación como parte de nuestros esfuerzos autogestivos por más y mejor Periodismo Narrativo Latinoamericano.

Martín Dzienczarski

Cronista

Su carta de introducción es un apellido que casi siempre resulta impronunciable. Lo castellaniza como cien-zars-qui. Nació en marzo de 1991. Defiende que es 100% producto de la educación pública. Hincha de Boca y del Amargo Obrero. Leyó todas las novelas de Osvaldo Soriano y las fue regalando, como si hiciera falta ayudar a que sean conocidas. Le tiene tanto miedo al silencio que duerme con la radio prendida. Trabaja en La Gaceta y colabora en todos los medios alternativos que puede.

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Diego Aráoz

Fotógrafo

Es fotógrafo desde que nació, en Tucumán en 1978, o por lo menos así lo siente. Estudió arqueología y fotografía. Actualmente, es reportero gráfico, fotodocumentalista y curador independiente. Fue docente de la carrera de fotografía de la UNT. Es miembro fundador del grupo de investigación y estudio fotográfico Ojos testigos – Memoria visual.

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