Laraba está sentada en medio de su choza de paja esquelética y abraza el cuerpo frágil de Kubi. Kubi llora, afónico, entrecortado: agónico. Afuera, entre cientos de chozas, otros cientos de cuerpos arrastran los pies por el desierto; avanzan lento contra el viento que es harmatán, más que eso: es aire con arena y polvo que golpea. No es brisa ni acaricia los cuerpos, es viento que desgarra.

Por Pablo Tosco

Más de 300.000 personas quedaron varadas en el desierto del sur de Níger huyendo de la violencia de Boko Haram. El conflicto no solo desestabiliza las ciudades y comunidades rurales del noroeste de Nigeria, sino que cruzó fronteras y ataca poblados de países vecinos como Níger, Chad y Camerún.
Kubi tiene un año y medio y sufre malnutrición severa. Laraba, su abuela, le salvó la vida a él, a sus primos y hermanas la noche en la que Boko Haram entró en su pueblo, saqueó y asesinó a su madre y a su padre. Cada relato en el campamento tiene la misma simiente: la llegada de los demonios, el horror de la violencia y la huida como trágica memoria colectiva.
La violencia surge como herencia de un proceso de descolonización que, una vez más, enemistó a creyentes, enfrentó a etnias y linajes, levantó fronteras separando comunidades y distribuyó la riqueza de manera desigual, dejando al país fracturado en dos. El sur, de mayoría cristiana, con tierras fértiles, industria y petróleo como sostén de una economía cada vez más creciente. Y el norte, de mayoría musulmana, tierras inhóspitas sedientas, con altas tasas de pobreza, desempleo y analfabetismo; comunidades ganaderas que buscan sobrevivir con pequeñas producciones hortícolas en una situación de extrema vulnerabilidad.
En la provincia de Borno, al noroeste de Nigeria, se gestó Boko Haram, que podría traducirse como «la educación occidental es pecado». Su líder fundador fue Utas Mohamed Yosef, un clérigo musulmán que hasta ese entonces criticaba al gobierno a través de sus «Jubtas» en la mezquita de Maiduguri. En el año 2009 llamó a sus seguidores a las armas contra el gobierno. Ese año terminaría ejecutado por la policía en plena calle. Heredó el liderazgo Abubaker Shekau, quien en 2011 modificó la estrategia del grupo virando hacia la barbarie: arrasando sin contemplaciones lo que tenía enfrente y dejando al ejército nigeriano desorientado y diezmado.

En el año 2014 #bringbackourgirls abrió la portada de periódicos en todo el mundo. El grupo armado había secuestrado a 200 niñas en una escuela de Chibok (pueblo a unos 100 kilómetros de Maiduguri). La mayoría de aquellas niñas aún no han sido liberadas. Se calcula que hay más de 10.000 mujeres y niñas que han sido secuestradas por Boko Haram desde el inicio de la guerra. Al final de 2014, Boko Haram se declaró (unilateralmente) filial del Estado Islámico. Con el objetivo de instaurar un califato, las acciones hacia la población civil se intensificaron. Se instauró la violencia sin razón: atravesaron el norte de Nigeria, cruzaron a Níger, Chad y Camerún asaltando aldeas y pueblos para conseguir comida; esclavizando mujeres y niñas que eran violadas en las mayoría de los casos y muchas obligadas a casarse con combatientes; secuestrando a hombres y niños para reclutarlos como combatientes; asaltando puestos militares para conseguir armas. Utilizando hombres, mujeres, niñas y niños suicidas para atacar mercados y espacios públicos: como resultado, las acciones de Boko Haram provocaron que más 2,6 millones de personas hayan tenido que abandonar sus vidas y pasar a formar parte del éxodo de desplazados y refugiados que se extiende por toda la cuenca del Lago Chad. Naciones Unidas estima en 11 millones el número de víctimas del conflicto en términos humanitarios. Se calcula que unas 150.000 personas han sido asesinadas.
Pero los desplazamientos, el reclutamiento forzoso, las torturas, los asesinatos y las violaciones no son las únicas tragedias: el conflicto también golpea con una violenta hambruna.
Mientras Naciones Unidas declara que el mundo atraviesa la mayor crisis humanitaria desde 1945 —más de 20 millones de personas están al borde de la muerte segura por inanición—, millones más corren riesgo inmediato de morir por enfermedades asociadas a la falta de alimentos y agua potable en países como Yemen, Sudán del Sur, Somalia y Nigeria. Se calcula que al menos 2.000 personas han muerto de hambre solo en la provincia de Borno. Unos 7 millones de personas están en riesgo de hambruna.

A sobrevivir al desierto de Níger

Siguen cruzando la frontera para refugiarse en este infierno de arena.
Kubi llegó en los brazos de su abuela al campamento de refugiados de Toumour —a escasos kilómetros de Nigeria—, quien caminó tres días por el desierto. Ella, sus vecinos, desconocidos por miles no comen ni duermen para huir. «Huimos con lo puesto» dice Laraba. No les quedó otra: estaba sumergida hasta el pecho en el río, con Kubi en brazos, y aún sonaban los disparos y gritos en la aldea. «Yo solo tenía mi ropa mojada».

Encontraron un lugar seguro en el campo de Tomour, donde ahora sobreviven 40.000 personas refugiadas que construyeron sus refugios con lo que encontraron: palos, paja y algunos plásticos.
Años atrás, Tomour era un pueblo con escasos recursos, poca comida, nada de agua. Hoy es una isla de chozas en un océano de arena.
Casi todas las personas en Tomour comen solo una vez al día. Conseguir agua y comida es una tarea épica en tierras donde domina la escasez.
Kubi se abraza a su abuela, le pide el pecho, ella se resigna y se lo ofrece, sabiendo que de allí no beberá nada. Reclama llorando agónico. Moussa corre la cortina de la choza y le acerca un jarro de metal con agua.
Según Moussa, responsable de seguridad alimentaria de Oxfam, el 80% de niños y niñas en Tomour sufre malnutrición. La llegada de esta gran cantidad de desplazados ha colocado a todas las personas del lugar en una situación crítica a nivel nutricional ya que previamente era una zona con pocos recursos. Pero el drama no culmina allí, las altísimas tasas de malaria y diarrea las convierten en epidemia: «no es una cuestión solo de comida; el agua es vital, más importante que el alimento. Cuando llegamos aquí solo había un pozo de agua, poca y sucia, hacíamos cola varios días con nuestros bidones para poder llenarlos. Las cosas mejoraron cuando llegaron las ONG». Oxfam construyó dos tanques de agua para abastecer a gran parte del campo de refugiados y a la comunidad que antes allí vivía; reduciendo así las tensiones provocadas por la escasez de recursos entre las personas refugiadas y las locales.
¿Cómo se sostiene la vida en lugares donde no se puede vivir?
«Y ahora aquí estamos, jamás pensé que podría encontrarme en una situación así, refugiada, sin comida, sin ropa. Nunca pensé que este horror llegaría», dice Laraba tapándose la boca con la mano izquierda, mientras abraza a Kubi con la derecha: «para poder alimentar a los niños con lo poco que tenemos, paso días sin comer».

Pablo Tosco

Angular  |  Realizador multimedia

Foto-videoperiodista, licenciado en Comunicación Social y Máster en Documental Creativo. Desde 2004 documenta para Oxfam Intermón proyectos de cooperación, desarrollo y acción humanitaria en África, América Latina y Asia. Es miembro fundador de Angular.