Mali: entre infancias anuladas y promesas de futuro

La migración, el éxodo, la huida tienen el común denominador de poner a las personas en movimiento, unas por elección propia y otras forzadas a hacerlo. ¿Cómo sobreviven a la violencia de la migración forzada las niñas, niños y adolescentes en Mali?

Por Pablo Tosco  |  Angular

Un candado azul asegura una taquilla desvencijada. En su interior, el tesoro de  Boubakar: un par de chanclas de plástico y una camiseta del Real Madrid. Boubakar, de 13 años —identificado con seudónimo por protección—, se sienta en el suelo, apoya su espalda en el armario de latón mientras sostiene en su mano una llave pequeña. La luz que entra por las ventanas ilumina una docena de camas distribuidas en línea. Atrincherados entre las mosquiteras, un grupo de seis niños debaten sobre el resultado de un partido de fútbol y hablan sobre sus ídolos en el continente europeo. Boubakar sueña.

Es el centro de acogida de menores de Canuya en Bamako, capital de Mali, donde niñas y niños con experiencias migratorias frustradas encuentran un espacio de cuidado y protección.

Con una edad promedio de 16 años, la población de la República de Mali es una de las más jóvenes del mundo. 

Según el «Índice de Infancias Robadas» de 2021, también es uno de los lugares más difíciles del planeta para las infancias: pobreza extrema, inseguridad alimentaria, desnutrición, violencia de género y el matrimonio infantil son las múltiples opresiones a las que están sometidos. Son factores de coacción que les obligan a emprender procesos migratorios brutales y dejan marcas vitales en sus vidas incipientes: infancias robadas o directamente anuladas. 

Las variadas caras de la violencia

A las múltiples violencias a las que las niñas y los niños están expuestas en Mali, se suma la crisis climática: la región del Sahel se calienta 1,5 veces más rápido que el promedio mundial y causa ciclos devastadores de sequías e inundaciones.

Bubakar cuenta que sus padres —de tradición campesina—, perdieron sus cultivos y animales debido a la sequía. Sin medios de vida para sostener a la familia, lo fiaron a un hombre que les prometió “buenos ingresos” a cambio del trabajo de su hijo en minas de oro artesanal en el norte del país.

Con una linterna atada a la cabeza, descalzo y sin protección, día tras día Bubakar descendía por túneles precarios y asfixiantes. Trabajó sin descanso y no obtuvo pago. Reclamó su salario durante semanas, pidió dos platos de comida, rogó por una colchoneta para dormir, pero sus peticiones jamás fueron atendidas. Luego de una racha violenta del jefe, decidió huir junto a un grupo de niños que vivían la misma situación.

Caminaron por el desértico Sahel. Agobiados y agotados, llegaron a un poblado donde se refugiaron hasta juntar fuerzas para seguir camino a Bamako —la capital del país—, con la ilusión de hallar trabajo y una morada digna, o al menos escapar del cúmulo de injusticias al que estaban sometidos. 

En Mali proliferan grupos armados que amenazan a maestros, vandalizan, destruyen u ocupan centros educativos.

Las opciones finales

El conflicto actual, que se incrementa con ataques incesantes de grupos yihadistas, ha provocado el cierre de más de setecientas escuelas, imposibilitando el derecho a la educación a 225.000 niños y niñas (según Human Rights Watch, 2021).

En este contexto, una alternativa al sistema educativo —crónicamente desatendido y diezmado—, son las tradicionales escuelas coránicas, que surgen como único espacio de contención.

Alí llegó a una de ellas. Tenía la esperanza de que el marabú (profesor/tutor) no sólo formaría a sus estudiantes en la fe musulmana, sino que los prepararía para una vida digna. Pero la realidad pisoteó las promesas: de madrugada, tras la lectura y escritura del Corán, el tutor los enviaba a recorrer las calles del pueblo en busca de limosnas y dádivas. Con una lata oxidada colgando del cuello, recorrían mercados y puestos de venta de comida. Sin pronunciar palabra, llevaban su mano a la boca en aquel gesto universalizado del hambre. Por las noches, retornaban al centro para buscar espacio en el hacinamiento de una habitación. Sin baño, ni agua potable.

Una mañana cogió la lata para iniciar su ruta y nunca más regresó a aquel lugar.

Meses en las calles de Bamako endurecieron la piel y el alma de Alí, quien aunque siente alivio y una esperanza primigenia en el Centro, aún no encuentra palabras para describir aquellas vivencias.

Existe una gran desigualdad en el acceso a la educación y finalización de los estudios en Mali, ya que las niñas y los hijos de las familias más empobrecidas tienen mayor riesgo de deserción escolar: el porcentaje de matriculación femenina en la escuela primaria es menor al masculino. En la educación secundaria, el porcentaje de niñas matriculadas es solo del 15% en comparación con el 21% de los varones. Más de dos millones de niños  entre los 5 y 17 años aún no van a la escuela y más de la mitad de los jóvenes malienses de entre 15 y 24 años son analfabetos (Mali UNICEF, 2021). 

Los refugios 

Fatou —trabajadora social de la Cruz Roja—, se sienta en una silla de plástico junto a Alí. Reflexiona sobre la importancia de los lazos afectivos y desgrana una simple estrategia para retomar el vínculo familiar.

Es uno de los objetivos del centro: promover el retorno de los niños a sus hogares, siempre y cuando su seguridad y cuidado estén garantizados.

Con la información recogida por Fatou, la policía realiza labores de pesquisa sobre el origen de las niñas, niños y sus familias. Este proceso se inicia con una llamada telefónica a los padres explicando las vivencias de los menores y luego realizan preguntas abiertas para comenzar a valorar la receptividad y sensibilidad que permitan avanzar en la posibilidad del retorno. 

A pesar de que Mali ratificó la Convención sobre los Derechos del Niño de las Naciones Unidas poco después de su declaración, el país vive conflictos e inestabilidad gubernamental desde hace décadas, y es difícil desarrollar mecanismos para la protección y el cuidado de los menores. Los centros de Cruz Roja son una respuesta oportuna.

Un viejo ventilador de techo chirría agitando las mosquiteras que cubren una docena de camas en la habitación. Amina de 16 años sostiene en brazos a su hijo de tres meses. Ella no tuvo cuadernos, ni lápices. Sin recursos económicos, su padre tampoco le permitió ir a la escuela y a los 13 años fue forzada a casarse —por la dote— con una persona mayor. Sufrió abusos que se extendieron durante meses, hasta que el esposo decidió expulsarla de la casa por la imposibilidad de quedar embarazada. Deambuló hasta cobijarse en una terminal de buses cerca de la ciudad de Mompti. En aquel caos de buses, macutos, bolsas de viaje, animales y gritos, conoció a un hombre que le prometió transportarla a la capital y protegerla. Pero en esta tierra de promesas incumplidas las niñas son las primeras víctimas, las más vulnerables.

En el refugio que provee la Cruz Roja, Amina es una de las pocas que no oculta sus cicatrices. Levanta la mosquitera y acomoda a su hijo entre las sábanas para sentarse a su lado. Es un rincón humilde que representa el único sitio donde se sintió segura.

Es duro reconstruir el relato: sus palabras sugieren abandono, un marido abusador, la mudanza a otro pueblo, otra familia, nuevamente violencia y abandono, una nueva promesa y más violencia. Las calles de Bamako solo multiplicaban las vejaciones. Hasta una tarde cerca del mercado donde peregrinaba en busca de comida; allí fue abordada por la policía MERS y escoltada hasta el centro Canuya: el lugar donde convergen estas historias tristes.

Las unidades MERS son un grupo especial de policias que recorren las calles con el propósito de buscar niños y niñas en situación de extrema vulnerabilidad, rescata a cuantos puede y los deriva a centros de acogida. En los centros los reciben con ropa, alimentos, baños y una cama. También obtienen la primera asistencia sanitaria y psicosocial de profesionales como Fatou.

El caso de Amina fue certificado por ella. Fatou confirmó el abuso, violaciones y las incertidumbres abiertas del relato. Incluso el resultado de aquellas violencias: un embarazo.

Amina decidió tener su hijo, y contó con el apoyo logístico y psicosocial del Centro. Recuperó peso y salud; logró poner en palabras lo que necesitaba y deseaba: jamás se había sentido escuchada ni protegida de esa manera. 

A la sombra de un gran mangal, en el patio del centro, Amina se sienta junto a un grupo de madres primerizas para una sesión informativa sobre vacunas. Para ellas la salud era un derecho inexistente, un privilegio inalcanzable; por eso cada visita al médico genera ansiedad e inseguridad. Más aún si toca hacer frente a una jornada de vacunación que expone a sus hijos a una práctica desconocida para ellas.

Cada actividad formativa, charla e intervención, está pensada y orientada para brindar herramientas a madres-niñas, quienes comienzan a sanar sus heridas y se animan a proyectar un futuro.

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Pablo Tosco

Angular | Realizador multimedia

Foto-videoperiodista, comunicador social y máster en Documental Creativo. Desde 2004 documenta para Oxfam Intermón proyectos de cooperación, desarrollo y acción humanitaria en África, América Latina y Asia. Miembro fundador de Angular.