Mariana faena. Se despierta cuatro y media, cinco de la madrugada, y susurra una canción de cuna para su hijita más pequeña —de dos años— que se queja entre sueños. Una vez arriba, apronta la pava y abre un paquete de Baldo, la yerba brasilera económica con la que se ceba los primeros mates de una tanda que la acompaña de camino hasta el frigorífico de Durazno, donde faena.

Texto y fotos: Migue Roth 

Durazno está tierra adentro, lejos pero no tanto de Montevideo; es una de las ciudades centrales en la banda oriental, lejos lo suficiente de Colonia y Punta del Este. No es turística y se conoce poco fuera del país, pero sobre su población recae la responsabilidad de abastecer de lácteos y carnes a todo el Uruguay.

Mariana no solo faena; cuida de sus cuatro hijos (cumple el rol de madre y padre) y va seguido al río —bien seguido— a buscar tierra para hacer ladrillos y arena para vender: se gana el pan a pala y ladrillo. Apareja los caballos y los engancha al carro con la ayuda de Jorge, su tío y socio en la ladrillera, y sale para el Yi, el afluente más importante de la zona. «El río siempre fue la fuente de comida para los animales y para nosotros; nos trae arena con la que trabajamos y barro con el que hacemos ladrillos y construimos nuestras casas. Nuestros padres ya vivían aquí. Este es nuestro lugar, como verá, es un lugar tranquilo», dice Mariana que me trata de usted por pura cortesía. Vamos de camino a la última cava abierta, un pozo a orillas del Yi del cual extraen materia prima.

El proceso de elaboración de ladrillos requiere esfuerzo y tiempo que no necesariamente son proporcionales a la ganancia, pero allí va Mariana haciendo equilibrio parada arriba del carro, rienda firme cuarenta minutos a rayo de sol, hasta la orilla donde está la cava. Los perros —el Malevo, el Pirata y la Negra— corren al lado, escoltándola ida y vuelta. Sus manos, robustas y venosas, sujetan con destreza el cabo de una pala que le remarca los callos; con la misma destreza, nivela la mezcla de bosta y barro en moldes de madera, forma rectángulos y los apoya en el piso con la suavidad de una caricia. Al ritual lo llama «corte». Del corte pueden resultar mil, dos mil —con mucho trabajo— cuatro mil ticholos crudos que quedan en el suelo secando por tres días. Luego los apila dejando canales debajo, donde prende fuego durante un día entero. El fuego es el que otorga la dureza y el matiz rojizo característica del ladrillo; conseguir la cantidad de leña indispensable para la quema, es historia aparte. Por cien ladrillos, los dueños de los corralones de construcción pagan diez dólares.

Mariana tiene labios finos y mirada aguda; expresión seria, dura. No se anda con vueltas para dar órdenes y no tiene problemas en señalar un error, pero tira chistes también. Dice que a la alegría hay que renovarla como al agua del termo. Recita refranes —imprecisos, contradictorios—, que funcionan por el peso de los viejos que los repitieron antes, más que por su sentido: «no por mucho madrugar amanece más temprano», suelta al paso; al poco rato le insinúa a su amiga Gladys que «al que madruga Dios lo ayuda».

Hay conversaciones en el aire. Si uno camina por el barrio —que se llama El cementerio— siente gente hablando, pidiendo algo, riendo: desde algún parlante se escucha cumbia nacional, metros adelante la tertulia matutina de una radio local. El aroma de las cocinas toma posesión de las calles; zanahorias y papas en hervor, cebollas friendo y fragancias de los caldos avanzan como una tentación entre pasillos; Mariana dice que no hay nada mejor que comer un guiso al fuego después de una jornada extenuante. Ese guiso lo preparan con pausa, aunque el hambre haga resongar el estómago; pican verduras y carne a cuchillo mientras comienza a armarse la brasa: «la olla es grande porque va acorde a la cantidad de comensales, que suelen ser más de los que se cuentan a simple vista: si pasa caminando algún vecino, siempre es bienvenido».

En la mesa hay temas recurrentes, anécdotas místicas por ejemplo. «Dicen que la otra noche apareció una figura en el puente viejo, parecía el lobizón… que es como, ¿cómo le digo?, como una gárgola dicen», relata Etelvina, la hermana de Mariana. Con el envión, su hija mayor se anima y cuenta que varios peones dejaron de ir al frigorífico por el atajo porque escucharon a La Llorona, y ahora prefieren dar la vuelta larga del julepe que tienen, aunque les lleve el triple de tiempo llegar.

—Eso pasa porque andan macumbeando, —concluye Etelvina. Gladys se incorpora en su silla en cuanto escucha la palabra, y dice que es cierto, que andan haciendo macumba, que la Fernanda le contó que una vecina tiene un terreiro y es mae de santo y que quería abrirle camino porque la veía amarrada; que su congal anda muy bien para desatar nudos.

Descomunal argot que necesito descrifrar: la macumba es un culto a deidades africanas que creció en Brasil y llegó a Uruguay en el primer cuarto del siglo pasado. Fernando Klein, uno de los profesores de Antropología social y cultural que más sabe del tema, explica que son cultos afrobrasileños: «la posesión es un elemento central en el culto macumba. Los médiums experimentan convulsiones, respiraciones irregulares y hasta pérdida de conocimiento cuando los toma un espíritu, que suelen ser orishas o pretos velhos. Llaman orishas a entidades sobrenaturales y pretos velhos a los espíritus evolucionados de antiguos esclavos.»

En el Río de la Plata se notó una fuerte expansión de religiones no tradicionales entre el ´83 y el ´85: años en los que ambos países salían de regímenes de facto. Pero no hay una religión macumba como tal, se trata más bien de formas de culto —las principales son el camdomblé y el umbanda—, que incorporaron símbolos de la cristiandad y los fusionaron con deidades africanas. «La macumba no se aleja de la iglesia católica: la doctrina y el ritual acepta la mayoría de sus prescripciones y los días de precepto son prácticamente los mismos. Tienen procesiones, rezan y cantan al igual que en la liturgia católica», dice Klein. «Llevan flores y velas al congal, como llaman a los altares. Tal vez una diferencia sea que también dejan cigarrillos, bebidas alcohólicas y cuchillos junto a las estatuillas e imágenes de santos, pero incluso las imágenes son de patronos católicos». Es una cuestión de sincretismo: los esclavos africanos desembarcados en Brasil no traían nada consigo, salvo recuerdos y creencias. Tenían prohibida cualquier adoración que no fuese la impuesta por los colonizadores; ante la mínima manifestación contraria: cepo, azotes y muerte. En África, sus deidades no tenían forma física, comenzaron a figurarlas en Brasil como única opción para poder adorarlas. El más importante de todos los orishas, Oxalá, es representado por Cristo; Lemanjá, la diosa de las aguas, se sincretizó en la virgen María; a Xangó, el temido orisha del trueno, se lo une a san Jerónimo y se lo invoca los miércoles; Oxossi, señor de la naturaleza y orisha de los cazadores, es representado por san Sebastián; Ogún, el de la guerra, a veces lo identifican a san Jorge, otras a san Antonio. Y hay un orisha que controla los lugares oscuros, lo oculto y peligroso: Exú, que se lo representa con el diablo. «Exú come gallos rojos y gallinas negras», escribe el antropólogo. «Es habitual que, al encontrar en algún baldío o en un cruce de calles un gallo degollado, la gente crea que es macumba. En realidad, es probable que se trate de una libación para Exú». Pero ni en el candomblé ni en el umbanda rinden culto a Exú: la magia negra y la brujería es cosa de los practicantes del quimbanda.

A diferencia del catolicismo, en el culto macumba no hay jerarquías formales, no tienen una autoridad eclesiástica suprema ni institucionalización desarrollada como cualquier religión. Los terreiros —lugares de culto, templos— son administrados por mujeres sacerdotisas: las maes de santo. Ellas coordinan la procesión que parte desde sus terreiros en dirección al rio, donde ofrendan collares, frutas, sidra, estatuillas y muchos sobrecitos con pedidos a Lemanjá, a quien se le puede pedir casi todo menos ayuda con amoríos, «a nuestra señora no le hace bien vernos sufrir por amor, así que los aleja más», dice una mae de Montevideo. La fervorosa fiesta del dos de febrero transcurre entre letanías, danzas y el sonido de atabaques. El que dirige los ruegos —un bacalao— invoca a los orishas. La comunidad canta su batuque y suenan campanitas ceremoniales para acompañar barquitas que portan ofrendas. Los devotos se sumergen hasta el cuello para soltarlas en el río, no sea cosa de que las olas las devuelvan a la orilla, lo cual sería un presagio nefasto. La diosa acepta las ofrendas y muestra su aprobación cuando la barca se hunde.

Las maes también abren caminos: en sus sesiones hacen trabajos de magia para desatar los nudos de los que andan amarrados; o sea, invocan orishas para hacer limpieza espiritual o anular efectos negativos de las personas hechizadas; o sea, rezan por protección y bendición, como la vecina de Fernanda que vio a Gladys medio trabada. Gladys es muy amiga de Mariana, quien dice que no cree nada de esas cosas, que ella solo le reza y le prende velas a la virgen.

Les pregunto si las historias de aparecidos o de gualichos proliferan por tener un cementerio cerca, y lo niegan: «no, para nada. Nosotros de gurises jugábamos entre nichos y sepulcros. Acá el cementerio es tranquilo. Además, lo cuida el gaucho, el perro, ¿lo vio? Un perro de bronce que se llama gaucho». No lo había visto y pensé que bromeaban, pero es real: en la entrada del cementerio hay un perro de bronce al que los vecinos le renuevan ofrendas florales cada semana. La gente del barrio cuenta que “el gaucho” permaneció junto a la tumba de su dueño por meses; solo se levantaba para buscar comida y volvía, siempre volvía y se quedaba allí; y se quedó hasta que la nostalgia también se llevó su vida. Ahora una placa dice: «por tu inigualable lealtad, por haber sido nuestro, por darnos tu leyenda».

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En Uruguay hay candombe, comparsas y murgas. «Somos un pueblo que le hace frente al dolor y a la desigualdad de esa forma. Queremos vivir alegres y en un lugar tranquilo, aunque el rio ya no es el mismo, y a veces se enoja». Mariana hace alusión a las crecidas del Yi, a las históricas inundaciones que azotaron la ciudad: cuatro en los últimos cinco años, nunca antes tan seguidas, nunca antes tan feroces. «Cuando el Yi desborda hace desastres, nos deja en la lona: se lleva lo que tanto costó construir, y trae tanta mugre y humedad que nos enferma. Los de la Dirección Nacional del Agua quieren prohibir que construyamos en toda ésta zona. Ellos sacan cálculos de las últimas inundaciones y con el promedio dicen que hay que reordenar todo y prohibir que reconstruyamos en la parte más o menos baja de la ciudad. Pero si fuera así, tres cuartas partes de Durazno se tendrían que amontonar en el centro», me dice con un notable cambio de ánimo.

¿Qué hace con esa sensación de impotencia?, —me pregunto: ¿dónde deja la pena y la bronca?

Mariana mastica fastidio y lo escupe: «es muy fácil venir, mirar y opinar. Venir, mirar y decir: se tienen que ir de acá. Ellos no tienen idea, no tienen la más mínima idea qué significa dejar todo. Y todo no es solo la casa; son los vecinos, los amigos, la fuente de laburo, los recuerdos, nuestros muertos, los sueños para los chiquilines. Es muy fácil venir y decir que nos tenemos que ir, ¡Minga! Como si no fuésemos capaces de nada nosotras».

En la entrada al barrio, enarbolada en la punta de un poste, las franjas de una bandera roja, azul y blanca flamean marcando territorio, aunque no todos piensen igual. Dos championes maltrechas cuelgan de los cordones en el cable de luz. La pava resopla llamando la atención de Mariana, que llena el termo y hace circular la tercera ronda de mates del día; son las cuatro y cinco de la tarde. Sorbe el primero sin empacho y cuenta que está ahorrando para terminar el segundo piso de su casa. Arriba va a construir un cuarto que será depósito de sus muebles si vuelve a crecer el Yi; aunque tal vez sea la pieza de su hijo mayor, que ya quiere vivir solo y puede cuidar las cosas, si llega la inundación. Mariana da testimonio de robos y gente que se aprovecha de la desgracia; cuenta que algunos vecinos se quedan en los techos y se defienden a tiro-limpio de los chorros. Luego matiza: «pero también participamos de una movida con gente de oenegés que nos dieron una mano en organización comunitaria para el antes y el durante la crecida. Tenemos mochilas preparadas y aprendimos de primeros auxilios, así que ya sabemos cómo actuar. Yo lo que destaco del proyecto ese, es que nos ayudó a trabajar más unidos y en solira, solidali, …es una palabra jodida, bueno: ser solidarios, me cago», suelta una carcajada. «En realidad, cuando hay inundaciones siempre somos solidarios entre vecinos, incluso con los que uno no se habla tanto. El tema a veces son los otros uruguayos», dice ambigua. «Hay gente buena, como estos de la oenegé que caen sin drama. Pero están esos que vienen a querer sacarnos por la fuerza y quieren prohibirnos volver. Y los otros: los que mandan huevadas, ¿vio? A veces no sé si la gente es o se hace. Acá mandaron no sé cuántas cargas de zapatos berretas, pantalones más viejos que magoya con tanto olor a naftalina que diólibriguarde; camisetas que daban fiebre de verlas, bo. ¿Y para qué? Ahí están, tiradas; comida para ratas nomás. Lo que habrán gastado para traernos esa mugre, digo yo. ¿Y para qué?».

—Para eso, —respondo—. Para decir que mandaron ayuda.

—…ayuda, —repite Mariana estirando la u con ironía.

El Comité Internacional de la Cruz Roja advierte desde hace años que las donaciones en especie generan mayor gasto de logística de lo que se presupone al responder un desastre; demandan mucho tiempo para la clasificación —cuando se clasifican—, y en la mayoría de los casos, ni siquiera se ajustan a las necesidades de las poblaciones afectadas.

—…necesitábamos agua potable y nos despachaban pantalones de geriátrico. Pedíamos una mano para reconstruir y la gente mandaba ropa vieja solo para limpiar el placard. Eso pasa porque ayudan pensando en ellos más que en nosotros. En todas las inundaciones hicieron lo mismo, no sé si eso cambiará algún día; será cuestión de prenderle unas velas a san Judas Tadeo.

Mariana asegura que antes no había tanta crecida, «ni tal alto, ni tanto, ni tan seguido. De todas maneras, si ahora vuelve a crecer no nos va a agarrar desprevenidas. Tampoco de noche, que es lo peor, porque evacuar de noche es terrible; con las nenas llorando, todas empapadas: terrible, un peligro. Pero la inundación ya no nos va a dejar más en la lona. Tenemos un sistema de alerta; nosotras ya aprendimos de nuestros errores», dice probando la temperatura de la mamadera para su hija menor. Sale al patio y se acomoda en la silla de plástico, al borde de la sombra que regala un ceibo joven, le hace upa a la pequeña. «Estamos mejor preparadas; y esa es la forma correcta de responder a una emergencia, ¿no?».

Migue Roth

Editor de Angular | Lector

Graduado en Comunicación y en Fotoperiodismo; se especializó en Periodismo en la respuesta a las crisis humanitarias. Freelance y docente universitario. Editor y fundador de Angular. Recorre Latinoamérica con el foco puesto en las problemáticas sociales y sus transformaciones.