Desde las sombras
«En esa ocasión vi —por primera vez— dos flacos respirando dentro de bolsas, pero no entendí. Imaginé que era otra cosa, no sé qué. No pensé qué. Rulito pateó la pelota y salió corriendo para otro lado. Me fui con él. Después, buen tiempo después, me enteré que olían pegamento y supe lo que provocaba.»
Texto & fotos: Migue Roth
Rulito era de los menores entre sus once hermanos y se convirtió en uno de mis mejores amigos. Vivíamos en Bariloche, en la Patagonia argentina y tendríamos nueve o diez años. Digo esa edad porque fueron las primeras veces que él vino a la plaza para jugar al fútbol con nosotros. En esa ocasión vi —por primera vez— dos flacos respirando dentro de bolsas, pero no entendí. Imaginé que era otra cosa, no sé qué. No pensé qué. Rulito pateó la pelota y salió corriendo para otro lado. Me fui con él. Después, buen tiempo después, me enteré que olían pegamento y supe lo que provocaba.
En la adolescencia me mudé. Volví al barrio con regularidad, pero a Rulito lo veía cada vez menos. Las veces que nos cruzamos tiraba chistes al paso, era su especialidad. Hasta hace algunos meses, siempre reía.
Aquellos dos flacos de la placita eran sus hermanos. Rulito se suicidó sin aviso previo, aunque dejó una notita en la que decía algo así como que se iba de este mundo de mierda porque nadie lo había escuchado y creía que en otro lugar podría ser feliz.
Detestaba ver a los chicos aspirando o desesperados cuando no conseguían qué inhalar, aunque la clefa es de venta libre y se consigue a bajo costo. Se inhale en tachitos de alcohol que encuentran en la basura o se compran por pocas monedas en cualquier farmacia.
Pero lo que más bronca me daba eran las miradas de asco de quienes pasaban cerca, despreciándolos. Tenía —aún tengo— la sensación de que a nuestros vecinos no les generaba rechazo la droga, sino nosotros… los chicos pobres.
**
Entonces, Bolivia.
Me instalé en Santa Cruz de la Sierra, pero no fue muy diferente. Desde el bus, al retornar del trabajo, veía a diario un grupo de jóvenes apostados en una esquina de la avenida Alemana. Estaban ahí casi siempre, como si estorbaran, frente a un casino que ya no existe. Por eso les llamábamos la familia Casino. Las familias se establecen en zonas, que defienden y protegen. delimitadas por códigos y marcas grafiteadas en las paredes.
Una tarde, decidí hacer el viaje de vuelta a casa caminando. Probar suerte, obligar el encuentro. Quería escucharlos y saber si la placita de mi infancia y esa esquina eran coincidencia o se repetían las historias. Volver caminando se tornó un hábito: nos conocimos y entramos en confianza.
Llegado el momento, les comenté que lo que me decían tenía que saberse. En mi tercera visita, llevé la cámara.
Padre de familia
Esa tarde agobiaban casi cuarenta grados centígrados. Palo, el más histriónico, me pidió fotos mientras intentaba dominar una vieja pelota que apareció quién sabe de dónde. Después hicimos unos pases, ahí mismo en la vereda, aunque no estuve certero. Les dije que mi padre había querido que fuera futbolista pero le frustré el sueño. Varios rieron. José, el mayor, me miró sin verme:
—Buena suerte, gaucho. Al menos tuviste padre.
De los trece miembros regulares de la familia Casino, nueve habían pasado parte de sus infancias en centros de acogida. Su mayor necesidad es el afecto. Padres ausentes, alcohólicos o en prostitución. Con la ruptura de vínculos llega el rechazo y marginación social. En el grupo suele haber uno que ejerce de cabecilla, no siempre es el más fuerte, sino quien tiene más carisma. En muchos casos, el líder es quien cumple con mayor eficacia la función de padre. José, el padre de los Casino, tiene 27 años. Es el miembro de mayor edad. «Yo vivo de milagro», me dice abriendo su chompa y no sé si se refiere a sus creencias o a la cantidad de cicatrices y esa hernia abdominal que asoma bajo su ropa.
«Uno quiere cambiar, claro que quiere cambiar. Para que me quieran… yo quiero que me quieran», implora Brian antes de pegarse un vuelo.
Los niños en situación de calle se agrupan formando familias, no solo como mecanismo de defensa, sino porque buscan un mínimo de cariño que encuentran en la comida compartida, en la compañía de los perros, en la botella de c’Kanelao —el licor de alta graduación más barato del mercado— que se pasa de mano en mano.
La inhalación de clefa o poxi, un pegamento compuesto de tolueno, benceno y hexano, produce efectos de manera inmediata. Son sustancias altamente adictivas que provocan alucinaciones y depresión, dificultad en el habla y graves lesiones en el sistema nervioso. Si se mezclan con alcohol, su poder destructivo es enorme. En pocas palabras: se detonan el cerebro varias veces al día, hasta que ya no queda más.
—En la calle hay mucha bronca, pero lo peor es cuando los tombos andan abusivos: patean, palean duro; hasta gas nos tiran.
Tombo, cana, rati, milico, yuta, cobani, pitufo, paco…: el cuerpo policial.
—¿De dónde salen tantas cicatrices?
—De peleas. Se pelea en borracheras. Y por mujeres: cuando hay engaño de amor… te pones mal. Tomas más o vuelas. Y en ese estado, por cada traición uno se corta a propósito. Pero hay mucho regalo de los tombos también.
«Hay gente que nos da pancito y nosotros lo compartimos. Si alguien no tiene, le convidamos. Dios nos mandó a compartir, ¿no?», me dice José y no sé cómo responder. «El que jala es porque segurito segurito está bien volado».
Traduzco: quien roba es porque está drogado.
«Muchas veces se roba cuando desespera el hambre. Hay gente que cree que el vuelo saca el hambre, pero es mito. Uno pasa hambre y eso es terrible».
—Encima la gente nos bota de todos lados. No entienden lo feo que es dormir en el corredor: no es lo mismo dormir en una cama y cenar, que estar en esta vereda sin pan
—Hay delincuencia, no te vamos a mentir. Muchos están bien metidos, pero no somos irrecuperables. Uno quiere salir, pero no es fácil, no es nada fácil. Para salir hay que tener pelotas… y es con Dios. Solo se puede con Dios.
¿Qué les gustaría ahora? Ahora mismo, ¿qué les gustaría?, les pregunto.
—A mí me gustaría tener un lugar…
«Sí. Un lugar», interrumpe Brian, que escuchaba parado, «un lugar para estar, para vivir. Con trabajo, también».
—Y que nos miren diferente. ¿Los ves? Ese desprecio duele más que una patada.
Anillos de compromiso
Santa Cruz de la Sierra es la ciudad de mayor crecimiento demográfico en Bolivia. Fue construida bajo el tradicional estilo español: una plaza principal en el centro de la ciudad, rodeada de avenidas circundantes a las que se denomina anillos. El primero de ellos enmarca una zona de exclusividad turística, motivo por el cual el gobierno implementó operativos de “limpieza” del paisaje social.
Debido al éxito se decidió replicar la maniobra en otras ciudades. El jefe de Planeamiento del Comando Departamental de la Policía de Cochabamba, coronel Marco Miranda, explicó la metodología de los “operativos de recogida”: «se los lleva a las Estaciones Policiales Integrales (EPI), se les da comida, se los baña, se les regala ropa y luego se los suelta». Y agrega: «la Policía ya no puede hacer más». Los responsables del área en Santa Cruz de la Sierra y La Paz, no responden.
Desde Defensoría de la Niñez y la Adolescencia confirman la falta de centros especializados de atención a menores. Las instituciones para rehabilitación y reinserción social son escasas y no dan abasto. Como resultado se amplía la injusta brecha que separa a estos niños de la posibilidad de contención.
Los chicos de la familia Casino ya no están en aquella esquina de la avenida Alemana. Hace semanas crucé a Palo; me confirmó que se habían dispersado. Ahora, deambulan y desandan la ciudad por separado, sufriendo vejaciones y marginación a diario
como siempre
deambulan y desandan la ciudad
como siempre
queriendo ser queridos.
Migue Roth
Periodismo narrativo | Visual storyteller
Graduado en Comunicación y en Fotoperiodismo; se especializó en Periodismo en la respuesta a las crisis humanitarias. Freelance y docente universitario. Editor y fundador de Angular. Recorre Latinoamérica con el foco puesto en las problemáticas sociales y sus transformaciones.
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