Las puertas sagradas
«¿Cómo se explica que ciertas iglesias, sinagogas, mezquitas, pagodas, templos, basílicas y catedrales permanezcan cerradas, mientras a sus puertas mueren personas de frío?
¿Cuál es la base doctrinal para que sus sacerdotes, pastores, clérigos, imanes, curas, capellanes, presbíteros y rabinos guarden las llaves o abran solo un día a la semana?»
Texto & foto: Migue Roth
En el idioma arameo, que hablaban Jesús y sus apóstoles,
una misma palabra significaba deuda y significaba pecado.
Dos milenios después, las deudas de los pobres son
los pecados que merecen los peores castigos.
La propiedad privada castiga a los privados de la propiedad.
—Eduardo Galeano
Cada vez que llegan las mañanas frías de invierno, es duro pensar que no todos —más bien muy pocos— tienen gas natural; y que calefaccionarse o al menos entibiarse para safar la noche es para ellos una tarea dificilísima.
Ellos son más de los que suponemos, pero especialmente para ellos: quienes están en situación de calle, pasar la larga noche invernal es un riesgo de muerte.
Por eso circula en redes sociales una campaña que reza: «abran las iglesias». La vi en los estados de un par de amigos; como información breve casi perdida entre tanto fútbol, show y polémica partidaria. Vi también el posteo que publicó revista Sudestada:
«el Estado desapareció y no otorga ninguna solución: apenas, hubo algún funcionario que señaló (sin vergüenza) que mucha de la gente que duerme en las calles “no quiere ser ayudada”. Sin esperar respuesta de un Estado ausente, muchos grupos vecinales se solidarizan cada noche y salen a la calle a repartir abrigo y comida. Pero no alcanza. En todo caso, tampoco se escucharon voces solidarias desde las distintas iglesias locales, dueñas de centenares de templos y edificios que bien podrían albergar por esta noche a los que el sistema expulsa a las calles, a quienes no tienen el privilegio de un hogar para ellos o para sus familias.»
El pedido propuesto con el # es concreto, propositivo y consciente, pero derivó en un cruce de opiniones típico de facebook: aparecieron ad-hóminem, puteadas, cargadas y el tema de fondo se desvió.
Uno de los argumentos con más repeticiones tiene el tenor del que publicó Klaudia:
Un Federico comenta:
«Primero pedirle a una religión que haga el trabajo del estado es atrasar a la humanidad. Segundo: No sería mas lógico prenderlas fuego para dar calor?»
Y una Patricia retruca:
«Federico vos tenes quemado el cerebro Termocefalo!!!!»
Mientras detractores y defensores se entretienen en sus debates de living-23°-smartphone, afuera continúa helando.
La campaña #AbranLasIglesias no apunta contra una denominación en particular, (aunque sorprende ver montón de católicos respondiendo en tonos susceptibles). No evita poner el nombre que corresponde a la falta de responsabilidad; es clara cuando sostiene que se debe a un Estado ausente. Tampoco ignora las acciones solidarias vecinales que «cada noche salen a la calle a repartir abrigo y comida. Pero no alcanza.»
Ahí está el punto: no alcanza.
Y si no alcanza, no es debido a falta de posibilidades. No alcanza por distribución no equitativa y malversada.
«Abran las iglesias» pone en evidencia, además, una incongruencia teológica que bien valdría revisar: ¿cómo se explica —en 2019— que templos, sinagogas, mezquitas, pagodas, basílicas y catedrales permanezcan cerradas, mientras a sus puertas mueren personas de frío? ¿Cuál es la base doctrinal para que sus sacerdotes, pastores, clérigos, imanes, curas, capellanes, presbíteros y rabinos guarden las llaves?
No es sarcasmo; no es irónico: hay fundamentaciones teológicas que sostienen sus posturas. Una, de manera particular, las atraviesa a todas. Más allá de sus diferencias doctrinales, por encima de sus títulos, poderes e influencias, existe una concepción que las permea: la sacralización.
Historia sagrada
La idea de lo sagrado es variable, es cierto. Hubo momentos históricos en los que tuvo mayor intensidad, y otros períodos sociales de cierta desacralización; no obstante, en la actualidad, pareciera que al humano aún le resultara imposible vivir sin estructuras declaradas trascendentes o sin religión.
A los movimientos de desacralización (pensemos en los pañuelos verdes; la lúcida y aún poco difundida —quizá silenciada— campaña «Iglesia/Estado: asunto separado»; los pedidos de rendición de cuentas a las corporaciones religiosas) les siguen fuertes resacralizaciones. Lo hemos visto repetidas veces: al desarrollarse desacralizaciones, los mismos factores que los motivan son utilizados por sectores opuestos para dar origen a nuevos órdenes sagrados.
Es curioso, pero estos procesos funcionan entre religiones muy distintas entre sí: la concepción de lo sagrado para un islamista iraní tiene en su sustrato esencial el mismo peso simbólico que posee para un sionista de Texas o un pentecostal peruano.
Por ese motivo, y porque en la región en la que vivimos predomina el cristianismo, propongo una revisión a ciertos postulados y enumeraciones doctrinales; porque en esas concepciones radican las motivaciones que —entre otras cosas— se esgrimen para justificar que, salvo excepciones, las puertas permanezcan cerradas.
El cristianismo construyó, a lo largo de la historia, sus formas religiosas y una resacralización del mundo; pero entre los primeros cristianos había una crítica dura a la religión como tal (los evangelios y ciertas epístolas dan cuenta de ello). Tal vez sorprenda, acostumbrados como estamos a pensar el cristianismo dentro del marco de la tradición. Los «seguidores del Camino», como se los llamaba cuando aún escapaban a la catalogación, reprobaban las normas sagradas impuestas y se distanciaron de ritos, tabúes y lo generado por los marcos de lo sagrado. Aquello motivó su persecución; en textos romanos antiguos los primeros seguidores de Cristo son considerados como «enemigos del género humano, ateos y destructores de la religión». Los romanos no vivieron el movimiento cristiano naciente como una religión nueva, sino como antirreligión.
Lo que cuestionaban las primeras generaciones cristianas no era solo la religión romana —como se piensa con frecuencia—, sino todas las religiones del mundo conocido.
Entonces, ¿qué pasó?
Desde aquellos años, comienzan a darse mutaciones —para nada azarosas— en el interior mismo «de la fe». Los primeros cristianos no reservaban reverencias particulares para el lugar donde se reunían los fieles, donde se escuchaba la palabra y se celebraban sus encuentros: lo hacían en cualquier lugar. Pero a partir del crecimiento en miembros y poder, hay un proceso de jerarquización e institucionalización que deriva en la construcción de lugares distintivos donde pudiera manifestarse una presencia particular de Dios. Estos lugares, que debían ser radicalmente distintos a los demás, se cargan de creencias atinentes a lo especial, a lo «separado»: lo divino. Y resurge el sentimiento de lo sagrado.
Incluso los templos se separan en dos partes: un lugar con carácter más profano, para los fieles; y otro recinto para quien oficia las ceremonias religiosas.
Así surgen también los gestos que definen a las iglesias como lugares especiales; comportamientos singulares para entrar o identificarse como feligrés: descubrirse, usar agua bendita, arrodillarse. No portar aritos, estar bien vestido, tener pollera con el corte por debajo de las rodillas, (ponerse kipá, sacarse los zapatos), no hablar en voz alta, mejor susurrar, ni pensar en malas palabras, blasfemias, actos impuros; y tantos-tantísimos otros.
Al mismo tiempo, lugares y situaciones también adquieren carácter particular: la tumba de un mártir, la cueva de cierta aparición, la casa de tal profetiza. Se establecen peregrinaciones tan fervorosas como costosas para rendir culto; y así, las acciones de desacralización judeo-cristianas se van esfumando —casi— por completo.
Bajo concreto
Los adeptos demandan lo concreto. Lo sagrado requiere siempre una manifestación concreta. De este modo, por ejemplo, se elabora la doctrina de la transubstansación: para que una hostia, un vaso de aceite u otro elemento material sea venerado como don divino, o incluso para que se conciba como una manifestación física de Cristo.
Con este tipo de transformaciones radicales del pensamiento cristiano, toma otra vez vigor la sacralización: el poder lo tienen los objetos y quienes los detentan. Y por poseer la fuerza sagrada, la relación de fe del creyente ante Dios se subyuga al ritual y a sus sacerdocios.
La reintroducción de lo visible, lo tangible, —la cosa, el objeto, el templo, sus elementos— como signos de la revelación, son fundamentales en el pensamiento del neocristianismo. Incluso el protestantismo —que fue un esfuerzo de desacralización— sufre procesos idénticos.
Desde entonces, la fuerza operante radica en esas cosas que se pueden ver y se intentan poseer tanto como se deben respetar. A partir del momento en que lo sagrado reaparece, también vuelven a tornarse necesarios sus personajes portadores, consagrados, especialistas autorizados para ocuparse de las definiciones y el ejercicio final de la mayordomía, líderes llamados y habilitados como mediadores entre Dios y los humanos —función que el mismísimo Cristo abolió en palabras y actos—.
¿Quiénes tienen las llaves? ¿Por qué tantas puertas permanecen cerradas? ¿Quiénes lo deciden? ¿Con qué justificación? ¿Hasta que sea más rentable abrir, hasta que exista beneficio garantizado o entre los desventurados con frío y hambre haya eventuales adeptos? El momento oportuno para mostrar piedad, ¿se activa con la repercusión mediática, el efecto lacrimógeno y la población conmovida?
Mientras los recintos, sus más altos representantes y sus declaraciones se precien como sagradas, todo comentario que lo cuestione será tildado de desconsiderado y toda irrupción en su orden tendrá potencial de profanía, irreverencia y herejía.
Migue Roth
Periodismo narrativo | Visual storyteller
Graduado en Comunicación y en Fotoperiodismo; se especializó en Periodismo en la respuesta a las crisis humanitarias. Freelance y docente universitario. Editor y fundador de Angular. Recorre Latinoamérica con el foco puesto en las problemáticas sociales y sus transformaciones.
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