Las calles de una Catalunya silenciada por el miedo y los duelos amordazados, solo eran interrumpidas por sirenas de ambulancias, bomberos o la policía; pero desde el inicio de la crisis, los autos de un grupo de voluntarias y voluntarios de la oenegé Open Arms, recorren este territorio para acompañar y asistir a las personas más vulnerables.

Texto y fotos: Pablo Tosco

A las 8 de la mañana, Nicolás abre el portón de una nave industrial a unos veinte kilómetros de Barcelona y una tropa de personas entra y comienzan a preparar Equipos de Protección Individual (EPI), tests de Covid-19 y materiales de higiene, mientras otros organizan planillas y rutas.

El colapso sanitario ha puesto en evidencia años de políticas de recortes en servicios sociales básicos, donde la privatización de los hospitales y geriátricos eliminó el término dignidad y bienestar para los más vulnerables y se convirtieron en empresas especuladoras. Precarizaron las condiciones laborales de los trabajadores con salarios bajos y alta tasa de temporalidad e interinidad y con ínfimas inversiones en infraestructura y equipamiento.

Si bien hay casi 115 mil supervivientes, la crisis sanitaria provocada por el Covid-19 deja en España —uno de los epicentros pandémicos—, otras cifras preocupantes: más de 215 mil contagios y más de 25 mil personas fallecidas.

Natalia, Esteban y Aldana, son tres de las 18 voluntarias argentinas residentes en Catalunya que se sumaron de manera voluntaria al proyecto de Open Arms para dar apoyo logístico y emocional a las víctimas, supervivientes, sanitarios, investigadores y médicos.

Open Arms es una oenegé española que desde el 2015 trabaja en el rescate de personas migrantes en el Mar Egeo y Mediterráneo. Sin embargo, estos días sus rescatistas voluntarios no pilotan lanchas sino vehículos que los trasladan a hospitales y geriátricos de Catalunya. Sus voluntarios —alrededor de setenta— realizan test y distribuyen un tratamiento piloto (paliativo), además de desplegar toda la logística necesaria para concretar traslados de personas usuarias de residencias hacia lugares más seguros.

Actuar, acompañar, ayudar

Esteban y Ana abren el baúl de su coche estacionado frente al Hospital Geriátrico de Sant Pere de Ribes, se colocan sus trajes de protección, una mascarilla, los guantes, otras mascarilla, una capucha, cubre zapatos, una visera y otros guantes, recogen una planilla y una caja con instrumental de laboratorio, se reflejan en el cristal del auto y ya ni ellos se reconocen. En las ultimas semanas junto a otra docena de voluntarios han recorrido 300 geriátricos y han realizado más de diez mil test. La iniciativa es parte de un ensayo clínico dirigido por los médicos Oriol Mitja y Bonaventura Clotet, de la Fundación Lluita contra el SIDA y el Hospital Germans Trias, centrados en reducir la transmisión del virus.

Esteban es marino mercante, sabe de bitácoras y cartografías, de mares y navegación, el oficio fue heredado de su padre y la técnica de los estudios realizados en Rosario (Argentina).

Decidió hacer una experiencia migratoria en España y el destino lo vinculó de nuevo con el mar. Es el operador de uno de los barcos que, enfrentándose a la burocracia deshumanizante europea, navega por las aguas del mediterráneo central frente a las costas libias rescatando personas migrantes que huyen de la pobreza y la guerra, jugándose la vida —una vez más—, para llegar a Europa buscando una vida digna. El coronavirus detuvo las labores del barco, llevó a Esteban a tierra firme donde aprendió junto Ana, a realizar pruebas de detección de la enfermedad.

Las residencias de ancianos: focos pandémicos

Los hospitales y geriátricos son escenarios donde la enfermedad se cebó: ancianos y ancianas —junto a otros colectivos de personas olvidadas—, profesionales de la salud, de los cuidados y de la higiene, quedaron expuestos sin protección.

Aunque en estos momentos es difícil conocer lo datos reales (una gran cantidad de fallecidos no fueron diagnosticados), oficialmente las muertes en estos centros de Catalunya se elevan a 3.131 de un total de 64.093 personas mayores que viven en alguna de las 1.073 residencias de esta comunidad, sean públicas o privadas. Hasta ahora son 11.632 las personas diagnosticadas de coronavirus en geriátricos y 29.177 son casos sospechosos.

Natalia abre un bolsito, saca su mate, lo rellena de agua, se baja la mascarilla y le da un par de sorbos mientras Dani chequea en el grupo de WhatsApp el próximo destino. Espera sentada en la parte de atrás de su coche, en el estacionamiento de un geriátrico, donde cuatro personas mayores positivos de Covid-19 serán trasladados a otras instalaciones para estar aislados.

En Catalunya se realizan traslados entre residencias en función de los contagios, para aislar a los casos positivos y aligerar las cargas de los sistemas de cuidados ya colapsados. Los traslados forman parte de la estrategia de la Generalitat de Catalunya para reducir el impacto devastador de la pandemia sobre las residencias.

Los vínculos

Un sorbo más al mate y Natalia dice: «Desde que comenzó la crisis, la empresa de catering en la que trabajaba se ha parado…». Sin trabajo ni oportunidad de buscarlo, para ella quedarse en casa no fue una opción y decidió sumarse al proyecto. «Hablé con mi casero para decirle que no podría pagar el alquiler del mes, y calculo que el mes que viene tampoco podré hacerle la trasferencia».

—Yo sé que no es falta de voluntad, Natalia.

—Para nada y usted lo sabe.

—Sé que estamos todos iguales.

Son las doce del mediodía en el estacionamiento de un edificio gris de tres plantas sin ventanas. Dos ambulancias esperan para trasladar a dos pacientes de un hospital geriátrico a otro.

Mientras se coloca su Equipo de Protección Personal (EPI), Natalia explica: «Nuestro trabajo es acompañar el traslado de las personas, asegurarnos de que se lleven sus ropas, medicamentos, neceser; si necesitan alguna foto, algún libro, ponemos todo en bolsas de plástico y vamos con nuestro coche siguiendo la ruta de la ambulancia».

Mameluco, mascarilla, guantes, otra mascarilla, otros guantes y una visera; otra vez ni se reconocen. En el hall de entrada dos mujeres esperan el traslado, una en silla de ruedas y la otra en camilla. Llevan cuarenta días encerradas en sus habitaciones casi sin ver el sol. Natalia y Dani se acercan y se presentan ante sus ojos de desconcierto y temor. Natalia agarra una bolsita de plástico transparente que tiene de bandolera, saca su teléfono y muestra una foto de ella sonriente: «Mira, mira, esta soy yo, no tengan miedo. Estoy para ayudarlas».

—Nuestra presencia aún no sé si los alivia o les asusta más; algunos pueden interpretar que nuestra llegada es un vaticinio de que todo va a peor.

Muy pocos aceptan de buen agrado ser reubicados. Por muy desbordada que esté la residencia, es su lugar; allí están sus fotos, sus libros, su caja de costura, sus rompecabezas.

Calculan que en las últimas dos semanas han participado en más de ciento cincuenta evacuaciones.

Natalia nunca había entrado a un geriátrico. Hay uno a pocas cuadras de su casa y cada vez que pasaba por el portal veía a las personas ancianas en sus sillas de ruedas y andadores junto al cristal que daba a la calle, como un escaparate que exigía a gritos existir. Hoy a golpe de cifras trágicas en las portadas de los periódicos es inevitable ignorarlos.

—No se trata de nosotros, se trata de ellos —dice al recordar esa imagen. Estamos haciendo lo posible para cuidarlos y dignificar su vida.

Los servicios indispensables

Mientras Aldana se calza los guantes y dos mascarillas sentada en el asiento de atrás del coche, Andreu estaciona en la esquina de Valencia y Lepanto.

Camina cincuenta metros hasta el portal de un edificio que recibe las últimas luces del día, revisa la planilla y presiona el timbre. Por el interfono, la ténue y metálica voz de Carmen pregunta: «¿Quién?»

—Soy Aldana, vengo para llevarme la basura.

En la primera planta Carmen se aposta en el marco de la puerta, saluda y detrás del barbijo se adivina una sonrisa agotada. Las dos bolsas de basura ya están en el pasillo marcando la frontera hasta donde Aldana puede acercarse.

Otra de las acciones de apoyo social del cuerpo de voluntarias en medio de esta tragedia con mas náufragos que tripulantes, es la de asistir a las personas contagiadas confinadas, que por seguridad y estado de salud no pueden salir ni siquiera a tirar la basura.

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Carmen lleva dos meses confinada tomando antibióticos y antiiflamatorios, con síntomas que nunca se llegaron a ir del todo y otros nuevos que la llevaron dos veces a urgencias. Tiene 70 años y vive sola. Le cuenta a Aldana que hace video llamadas con sus hijos y entre dos o tres veces por semana con su hermana de 80 años que se juega la vida para traerle algo de comida: «Hace unos días el ayuntamiento de Barcelona me trajo comida, pero por lo general es mi hermana quien me deja los alimentos en el pasillo». Sin besos ni abrazos, y ajustando la vista en la penumbra del pasillo aun se reconocen.

Aldana es guía turística. En los últimos años se dedicó a acompañar a turistas por África del este. En una de sus vacaciones en Barcelona conoció el trabajo de Open Arms. «Me fije en la web qué tipo de perfil de voluntarias pedían: piloto de lancha, marinera, rescatista, periodista o cocinera». Y así fue como me embarqué en dos misiones, como chef a bordo.

La pandemia la encontró en Tailandia. Tenia pasaje de regreso a Argentina para celebrar en mayo sus cuarenta años, pero solo pudo llegar a España. Al inicio del proyecto estuvo en el equipo junto a Andreu realizando traslados. Ahora recorre viviendas de Barcelona distribuyendo mascarillas y guantes para protección, y sacando la basura a aquellas personas que por su condición les es imposible realizarlo a diario.

Estas personas, sin contacto con sus familias y conscientes de los estragos que está causando la pandemia en su entorno, necesitan más cariño y cuidado que nunca. Y las voluntarias y voluntarios lo hacen. Aún sin entrar en contacto, ofrecen sus brazos abiertos.

De izquierda a derecha: Mauro, Federico, Natalia, Juan Cruz, Aldana, Iván y Nicolás en en el almacén de la ONG Open Arms.

Pablo Tosco

Angular  |  Realizador multimedia

Foto-videoperiodista, comunicador social y máster en Documental Creativo. Desde 2004 documenta para Oxfam Intermón proyectos de cooperación, desarrollo y acción humanitaria en África, América Latina y Asia. Miembro fundador de Angular.