Agadez siempre fue una ciudad de tránsito. Un camión o una Hilux más o menos firme alcanzan para sumergirse en el Sahara, las tierras de tuaregs: los cartografos de dunas y rutas clandestinas, que saben esquivar policías sobornando en la frontera.

Agadez es el punto de partida del éxodo hacia Libia.

Agadez es, también, el comienzo del fin.

Por Pablo Tosco

¡Barsakh! gritan en idioma Wolof.  Encaramados en la parte trasera de una pick up se meten en el desierto de Agadez, en Níger, y se pierden en la polvareda.

«Barcelona o muerte», bautizaron los migrantes de origen senegalés al éxodo hacia Europa. Muchos huyen de la pobreza, los conflictos armados; a otros los impulsan mandatos familiares; hay quienes los tienta la aventura y otros tantos seducidos por los comentarios de quienes ya lo lograron y ahora intentan campear las leyes de extranjería y la desigualdad vestida de crisis.

Se calcula que solo en 2015 entre 80 mil y 150 mil personas (en su mayoría jóvenes –muy jóvenes–  de Camerún, Senegal, Gambia o Guinea) cruzaron el desierto de Agadez en busca de las costas Libias, para llegar al mediterráneo e intentar alcanzar Italia. La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) estima que cerca del 90% de las personas llegadas a Libia transitarán por Níger este año, en un momento de revitalización de la ruta marítima desde Libia, en la que se calcula que ya han muerto más de 3000 personas en lo que va del año.

Una ruta que se cobró la vida de miles en el mar, pero de la cual se desconoce la parte seca del trayecto: ¿cuántos quedaron enterrados en esta enorme tumba de arena?

El origen

La historia de esta ruta data de las peregrinaciones de los musulmanes de áfrica subsahariana a la Meca. Con el tiempo se consolidó como una ruta vinculada a la migración, especialmente durante el régimen de Muafar Al-Gadafi, donde habitantes de la banda saheliana buscaban en Libia un trabajo que les permitiera sostener a sus familias: en la construcción, en el mercadeo; aún no hacía falta ir a Europa para encontrar trabajo.

Tras la caída del régimen de Gadafi la espiral de violencia convierte a Libia en un país sin estado, desangrándose en enfrentamientos tribales que –hasta hoy– se disputan el poder.

 Las fronteras quedaron permeables, la región se tornó inestable e insegura, el turismo en Agadez –fuente decisiva de ingresos– desapareció y los nativos buscaron alternativas económicas: la inmigración es, en la actualidad, un negocio donde la implicación de la comunidad es masiva. Los señores de la guerra, rebeldes o tuaregs partidarios de Gadafi, se convirtieron en traficantes, conductores, propietarios de casas de paso, policías y/o autoridades.

Agadez siempre fue una ciudad de tránsito. Un camión o una Hilux más o menos firme alcanzan para sumergirse en el Sahara, las tierras tuaregs: los cartografos de dunas y rutas clandestinas, que saben esquivar policías sobornando en la frontera.

Agadez es el punto de partida del éxodo hacia Libia.

Agadez es, también, el comienzo del fin.

Símbolos para no caer

Hay dos símbolos del migrante: un bidón de cinco litros de plástico amarillo que antes contenía aceite de palma para cocinar y que ahora –envuelto en tela arpillera y con un tirante– sirve de reservorio de agua para la travesía.

El otro elemento es un palo de madera que va encajado entre los bártulos de la parte posterior de la pick up y es el único soporte para sujetarse. «La Hilux no para; son 48 horas a toda velocidad por el desierto. Si te duermes, te caes. Si te cansas, te caes. Si no te sujetas, te caes. Y si te caes, mueres», dice contundente Amadou al narrar su proyecto migratorio truncado. Sentado en un colchón en el suelo, en el centro de tránsito de la OIM, me mira y me dice que así se muere. Una docena de jóvenes recién llegados de Trípoli tras sus intentos fallidos de ganar las costas italianas, miran al piso en silencio.

Ya nadie busca trabajo en Libia, pero es el puerto de salida más cercano para imaginarse con un pie en Italia. Desde hace años, con la llegada del buen tiempo, cientos de botes de goma se lanzan a la mar desde ciudades como Trípoli.

–«Los negros en Libia ahora somos un dios de oro: si te agarra la policía te secuestran, llaman a tu familia, te torturan junto al teléfono para que te escuchen sufrir y le piden 200 mil francos para liberarte» sigue Amadou. «La guerra en Libia emite facturas que se pagan con el tráfico de migrantes: trabajo a régimen de explotación, secuestros, prostitución, transporte, alojamiento. La policía exige rescates en metálico, pero quieren el dinero depositado en cuentas bancarias que no están el Libia, sino en los países de origen de los migrantes». «No pensé que sería así, Libia es un infierno. Si no nos matan en cualquier esquina, lo hacen en el mar.»

Amadou es de Mali. Estaba convencido del viaje porque algunos amigos lograron llegar a Italia. Intentó cruzar tres veces. En su rostro, las heridas de los abusos y el maltrato atestiguan su dolor.

El relato se repite: en el centro los jóvenes narran sus historias plagadas de traumáticos lugares comunes: sobornos, el drama del desierto, la persecución, la violencia en las calles de Trípoli y el miedo de tener que volverse a enfrentar a lo desconocido en un mar que no tiene fin.

¿Cómo se enfrenta la muerte, tan cercana, de una persona?

Amadou vio morir a jóvenes en el desierto, niños en el mar, adultos en las prisiones, niñas en las calles: «ya no más, es hora de regresar. Y ver qué hago con todo esto –dice señalándose, mostrando el dolor– y ver cómo hago con las expectativas puestas en mí por parte de mi familia».

En muchos casos las familias depositan en los hijos varones mayores la responsabilidad de un viaje semejante: se juegan la vida por llegar a Europa, como sea, conseguir trabajo y enviar dinero.

«Mi familia me ha apoyado para hacer este viaje, hemos juntado dinero trabajando en campos de vecinos o vendiendo nuestros animales», dice Yaya cerrando el bidón de plástico de cinco litros de agua. Gastó sus últimos 1000 francos CFA en el bidón pensando que encontraría trabajo en Agadez para continuar viaje.

El gueto de la perla

Hace tiempo la Ciudad de Agadez fue la perla turística del desierto de Sahara; hoy las camionetas ya no llevan turistas a ver las dunas, sino a migrantes desesperados.

En la periferia de la ciudad, calles anchas de arena y murallas de barro de dos metros ocultan otra faceta del drama de la migración de áfrica subsahariana: allí las casas que en su momento se construyeron para familias de Níger hoy alojan, en régimen de hacinamiento, a cientos de migrantes de diferentes orígenes esperando la oportunidad de saltar dentro de una camioneta destartalada para cruzar el desierto.

En las paredes crudas del gueto, escritos con carbón, cientos de nombres y teléfonos, frases de libros de autoayuda, deseos e ilusiones.

Están los que se marchan el lunes; están los que el dinero se les terminó y miran desconsolados; están los que esperan recibir ayuda o especulan con la idea de conseguir un trabajo para continuar viaje. «Gasté miles de francos en sobornos y unos pocos en comida y transporte». Yaya agarra su teléfono y confirma los pocos créditos que le quedan para llamar a su familia.

En una habitación, una pila de cinturones hechos con cuerdas de cuero (grigris) y detalles de caracoles de mar, piedras de montaña o raíces: son amuletos protectores con fecha de caducidad: cubren hasta Agadez. Los traficantes recomiendan sacárselos con la advertencia de que en Libia los ejecutarán por brujos.

Un cocinero improvisado prueba recetas para hacer alcanzar un saco de arroz y alimentar a todos, dos comidas diarias, dos días. En la entrada un par de cubos de 200 litros de agua (que dan diarrea); una letrina. Hay tres hoyas y cuatro piedras donde hacer fuego. Algunos libros por el suelo, con dedicatorias y nombres de propietarios temporales.

Yaya tiene los ojos grandes y brillosos, como si su alma luchara por no perder la esperanza.

Su familia perdió sus tierras cultivables por la guerra: el conflicto armado entre los rebeldes independentistas de Casamance y el ejército de Senegal, ha generado la pérdida de los medios de vida de gran parte de la población.

«Voy a cuidar y defender a mi familia como sea, soy el hijo mayor y mi responsabilidad es apoyar a los míos, soy el primer migrante en mi familia y todas las expectativas están puestas en mi». Mandatos familiares que repiten los jóvenes que se amontonan en una de las casas del gueto. «Ya no hay trabajo en Camanance. Mi familia y yo juntamos 200 mil francos vendiendo ganado y trabajando como jornaleros en el campo, estuvimos un año preparando este viaje», suelta un suspiro y agrega: «Tenía alguna idea sobre los peligros, veía en la tv sobre las muertes en el mediterráneo, la inestabilidad y falta de trabajo en Libia, pero hay mucha gente que ha llegado y eso te da esperanzas».

Lunes de partidas

Las denuncias apuntan a Burkina Faso, donde la policía detiene los buses, identifica a los migrantes y los hace bajar, le sacan los teléfonos y les obligan a pagar entre 10 a 15 mil francos; de los contrario, a prisión. «Entonces te dejan llamar a tu familia para que haga una transferencia a western unión. Una vez recibido el pago, te liberan».

Yaya estuvo una semana en una celda muy pequeña con 16 personas más, sin comida ni agua; con espacio a penas para respirar.

En este gueto la situación no parece muy diferente: cuarenta y cinco muchachos en tres habitaciones, solo una letrina. Las raciones se reducen al saco de arroz que el propietario de la casa deposita cada dos días junto a un puñado de leña.

La espera aumenta la ansiedad; los domingos crece y llega al clímax en lunes, que es el día cuando las camionetas salen hacia Libia. «Estoy esperando que mi familia pueda enviarme dinero para continuar a Libia. Allí tendré que trabajar para juntar lo que me falta para pagar el bote hacia Italia». Yaya sacude su esterilla y se vuelve a recostar: «Me imagino la preocupación de mi mamá. A veces miro el anillo que me dio y me da mucha tristeza. No quiero saber cómo podría sentirse si conociera  las condiciones en la que estoy viviendo».

Para estar en contacto con sus familia Yaya compró en Niamey un teléfono usado. Le faltan los botones del numero 2 y el 3. «Compramos entre varios una tarjeta y llamamos a nuestros padres, sin contar muchos detalles».

El gueto es hacinamiento, ansiedad y tristeza que se multiplica con cada migrante. El gueto también es un refugio frágil; una cáscara que los protege. Algunos se aventuran a buscar trabajo en la ciudad –que vive del éxodo ajeno–, a riesgo de que la policía los detenga y los repatrie.

«A veces tengo miedo de lo que pueda venir, pero todo depende de la perspectiva con que lo mires. El futuro por delante es difícil, lo sé, pero debo tener fuerza para vivirlo. No hay otra opción. Sé que es peligroso el desierto y después el mar, pero… al menos sé nadar»

Pablo Tosco

Angular  |  Realizador multimedia

Foto-videoperiodista, licenciado en Comunicación Social y Máster en Documental Creativo. Desde 2004 documenta para Oxfam Intermón proyectos de cooperación, desarrollo y acción humanitaria en África, América Latina y Asia. Es miembro fundador de Angular.