Pocos saben lo que son las «tosqueras»; las autoridades dicen que no hay cifras oficiales que den cuenta de la cantidad de muertos en estos espacios. El caso de Lautaro Aguirre Mora, es una señal de alerta sobre engañosas excavaciones que parecen lagunas pero encierran un peligro que a veces termina de la peor manera.

Texto: Agustina Grasso & Leandro Alba   |   Fotos: Facundo Diaz

Allá al fondo, bien al fondo. Lejos de la civilización, de la modernidad, hay una ruta. Es la Ruta Provincial 1001, que divide los partidos de La Matanza y Merlo, en el oeste del conurbano de Buenos Aires. Una vía donde es habitual ver camiones pasar repletos de basura y autos con baúles llenos de residuos, que arrojan al costado del camino, y se cristalizan en una típica postal de este paisaje gris.

A tan solo una hora de la avenida General Paz, el olvido se respira junto a los olores nauseabundos que dejan las botellas, los pañales, las cáscaras de banana, los saquitos de té y hasta los animales en estado avanzado de descomposición que rodean la 1001. A la altura de González Catán, La Matanza, la ruta se vuelve más desolada. Al final del camino se puede acceder al relleno sanitario de la Ceamse, adonde durante años llegaron los residuos de gran parte del oeste del conurbano. Hasta que los vecinos empezaron a contraer distintas enfermedades, que van desde complicaciones respiratorias a cuadros todavía más graves, como cáncer. Por esa razón se organizaron y lograron —entre otras conquistas—, que el relleno sanitario de aquella localidad ahora solo reciba los desechos de La Matanza.

Pero antes de llegar al relleno, algunos camiones o autos particulares dejan desechos. Del otro lado de la 1001 está el partido de Merlo, Pontevedra. A mitad de camino hay unos transformadores eléctricos, desde donde sale una calle de tierra, Conde, entre pastizales y residuos desperdigados.

—Acá comienza la aventura −dice Ninfa Mora, quien vive en González Catán, pero vino ya varias veces a este lugar para tratar de entender la muerte de su hijo, Lautaro Aguirre Mora, el 17 agosto de 2014.

—¿Doblo acá a la derecha?

—Sí, porque hay que girar y volver para acá, para atrás.

—Bien.

—Mandé hacer un cartel bastante duro.

—¿qué dice?

—“1001, frontera de la muerte. No más tosqueras”. No más a las tosqueras, no más a los pozos de la muerte. Basta de muertes de niños adolescentes, jóvenes, a veces familias enteras. Que diga bien grande: “BASTA”.

Pocas personas saben lo que son las tosqueras. Sin embargo, para la mayoría de las construcciones se necesita una. Edificios, rutas, calles, autopistas, aeropuertos, obras públicas: todo lleva tosca. La tosca es una tierra de color rojizo que se extrae de capas inferiores del suelo y es muy requerida por ser un “suelo de alta resistencia” que sirve de base. Una vez extraída la tosca quedan pozos, a veces de hasta 25 metros de profundidad, conocidos como “cavas” o “tosqueras”, que se terminan llenando principalmente por el agua que proviene del nivel freático” y luego “se recargan con agua de lluvia.

El camino continúa. Ya a los costados hay descampado, pastos verdes, algunas tranqueras. A 15 minutos de la 1001, esto ya es campo. Cruzan vacas por delante del auto. Las dejamos pasar.

—¿Color del cartel?

—Negro con letras blancas.

—¿Te reuniste con autoridades de La Plata por el tema de tu hijo?

—Sí, y bueno, la charla fue exhaustiva. Lo bueno es que nos recibieron, vinieron los de la Ceamse. Se comprometieron a hablar con Minería de la Provincia, que son los responsables, pero nos dijeron que de las tosqueras no sabían nada. Que nunca habían escuchado nada.

A lo lejos, en medio del descampado, se vislumbra algo así como un oasis: lagunas de agua azulada, aves que vuelan por arriba de los pastizales altos, el paisaje perfecto para cualquiera que quiera refrescarse en medio del calor.

—¿Tenés más hijos?

—Tengo uno solo, Ciro, que es más grande que Lautaro.

—¿Tenía 18?

—Había cumplido 18, sí. Recién cumplidos, pobre hijo. Era un chico muy sano, fuerte, lleno de vida. Estudiaba, trabajaba.

—Igual en agosto no hacía tanto calor, ¿no?

—El 17 agosto de 2014 hizo 28/29 grados.

Bajamos del auto para subir a pie a la orilla de una de estas lagunas, rodeadas de altos pastizales. Los bordes son altos; abajo se ve el agua bien azulada, con un islote en el medio. A simple vista no se sabe bien qué profundidad tiene. Pero se nota que es mucha. El viento sopla fuerte. El sol nos pega en la cabeza. Las aves nos sobrevuelan. No hay ningún cartel que indique que es peligroso acercarse a esa zona.

—¿Qué hizo Lautaro ese día?

—Vinieron entre 14 y 15 chicos de 14 a 19 años, a acampar desde la noche anterior. Al otro día amaneció un hermoso día como hoy, pero caluroso… fue el primer día de calor de agosto. Se pasaron a la mañana sacándose fotos, lindo paisaje… Y bueno, después se quedaron a jugar, estuvieron jugando y al mediodía se les ocurrió entrar a nadar. La idea era saber quién podía llegar más rápido a la otra orilla.

—La mezcla de la corriente del agua chupó a mi hijo. Se produjo un remolino que lo llevó y no lo soltó. A uno de los jóvenes también le pasó lo mismo, pero llegaron a agarrarlo y lo trajeron. Pero él no pudo… no podían agarrar a los dos.

El paisaje es atractivo, pero el peligro está en el interior: “Estos sitios tienen corrientes submarinas, diferencias de temperatura, que generan como remolinos. A lo que se suman algas y bordes muy altos, que generan grandes problemas al momento de intentar salir”, afirma Leandro Varela, coordinador de académico de la maestría Paisaje, Medio ambiente y Ciudad de la Universidad de La Plata y presidente de la ONG Nuevo Ambiente.

—Pensaron que estaba jugando, que hacía una broma, pero no, no fue una broma. Después ingresó su primo, Víctor, a buscarlo, pero ya no lo encontró. Pasaron las horas y pidieron ayuda. Nadie le brindó ayuda porque la gente de ahí sabe que siempre ocurre esto. Llamaron a los bomberos, a la policía… Lo sacaron a las tres de la tarde de ese día, y a las tres y veinte me notificaron que mi hijo estaba fallecido.

El caso de Lautaro no es el único. Las autoridades dicen que no hay cifras oficiales que den cuenta de la cantidad de muertos en estos espacios.

—Decenas de centenares de niños y adolescentes, jóvenes y, en algunos casos, familias enteras mueren en estos lugares –dice Ninfa mirando el horizonte.

Ninfa Mora vuelve a las tosqueras para tratar de entender la muerte de su hijo, Lautaro Aguirre Mora, el 17 agosto de 2014.

Según la Acumar (Autoridad de Cuenca Matanza Riachuelo), en la zona donde el ente tiene competencia “se relevó, sistematizó y georreferenció información sobre 47 sitios de extracción de suelo. Se identificaron nueve emprendimientos activos, de los cuales dos no registran movimiento de suelo, lo que reduce el número de activos a siete; 38 inactivos, de los cuales dos no se encuentran inundados, y 36 son sitios inactivos inundados (lo que se consideran “cavas críticas”). “Estos últimos son los que resultan más riesgosos por ser sitios atractivos para la población en busca de áreas recreativas, sobre todo en el período estival”, explican. A casi cuatro años de la muerte de Lautaro, Ninfa sigue luchando. Nadie se hace responsable. En este tiempo, ella inició la causa en la UFI Nº 1 de Morón, se reunió con autoridades locales y provinciales, golpeó la puerta de despachos y la recibieron secretarios de secretarios. Obtuvo sostén de las organizaciones sociales del territorio, como Vecinos Autoconvocados contra la Ceamse de González Catán y la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos de La Matanza.

“Deberían estar alambradas y señalizadas. Además, tendrían que estar tapadas por quienes usufructuaron esa tierra”, cuenta Pablo Pimentel, presidente del organismo de DDHH matancero. Alejandra Fernández, subsecretaria de Políticas Sociales y representante del Municipio de Merlo ante la Acumar, plantea que el hecho de que se trate de una actividad de privados “no exime de responsabilidad al Estado”. “En el caso puntual de las cavas de Merlo (donde murió el hijo de Ninfa), nos encontramos con un privado que, en un momento, explotó estas tierras dejando este pasivo que son las tosqueras. Después se llenaron con las napas de agua, siendo hoy también parte de un reservorio y modificando, así, la construcción geológica del lugar”, agrega.

—Hoy, lo único que me queda es mi dolor. Ya hicimos demanda pero nada. Quiero encontrar a los responsables de la muerte de mi hijo. Algunos me dicen que de este lugar han sacado la tosca para hacer la Ruta 3. Pero no hay informaciones seguras. Las tosqueras son las piletas de los pobres –dice Ninfa, antes de emprender la vuelta para la 1001, los camiones y la basura.

Existen diferentes opciones para solucionar el problema de las cavas. No existe un registro actualizado de la cantidad de tosqueras que hay en Buenos Aires. Pero la Acumar, solo en la zona de Matanza-Riachuelo, contabilizó 47 sitios. Otras zonas muy afectadas son Florencio Varela y La Plata. Andrés Nápoli, director ejecutivo de Farn (Fundación Ambiente y Recursos Naturales), aclara: “No tenemos un relevamiento actual, pero sí estuvimos reclamando elementos de intervención a la Acumar porque son espacios de riesgo, sobre todo de riesgo socioambiental. Tienen un muy muy bajo nivel de control y de regulación. Están regulados por una ley de la provincia de Buenos Aires, la 13.312, que no regula específicamente la tosquera sino lo que se saca, lo que se transporta de la tosquera. Y es un problema enorme, porque los procesos de abandono son bastante importantes”.

Por su parte, la Acumar explica que “la actividad de movimiento y extracción de suelo está relacionada con la producción minera, cuyo ejercicio es legal en tanto esté permitido como uso del suelo por la autoridad competente en ordenamiento territorial y cumpla con los requisitos exigidos para su explotación por la normativa vigente. En materia de ordenamiento territorial, el Decreto-Ley 8.912/77 de la Provincia de Buenos Aires dispone que el uso relacionado con la producción minera solo podría permitirse por los municipios en áreas rurales, como responsables primarios del ordenamiento territorial, el regulamiento de este uso dentro de sus límites”. Si bien en términos legales la responsabilidad se pasa de uno a otro, en el expediente “Acumar s/ordenamiento territorial” se estableció la prohibición de la actividad: “No corresponde permitir la creación de nuevos emprendimientos de ese tipo, y debe exigirse un exhaustivo relevamiento y control en toda el área de la cuenca”.

Pasivos ambientales

El tema más grave que plantean las ONGs es qué hacer con las cavas una vez que se terminó su vida útil, ya que en su mayoría terminan abandonadas. “El tratamiento debería constar en el plan de cierre presentado ante los organismos de control que otorgan los permisos de habilitación y cierre. Los planes de cierre pueden variar entre la construcción de reservorios para la retención de excedentes hídricos, la recomposición del sitio como parque público, etc.”, afirman desde la Acumar. Por su parte, Leandro Varela, de Nuevo Ambiente, aporta más ideas: “No la podés rellenar porque habría que hacer pozo en otro lado. Entonces quizás se puede pensar en paquetes de basura reciclada que podrían servir de relleno de cavas. El problema es cuando la cava está llena de agua y no tenés nadie que cuide; lo primero que hay que hacer es invertir en la prevención, cercar, colocar señalización que explique que es un lugar de riesgo, trabajar en concientización. Un mínimo de inversión del privado y del Estado”. En este sentido, desde la Acumar destacan que realizaron campañas de prevención de ahogamiento con folletería y en las redes sociales, talleres de sensibilización con la comunidad, llamados telefónicos, visitas casa por casa. Asimismo, la provincia de Buenos Aires tiene una legislación específica sobre pasivos ambientales, la Ley 14.343, aunque no está reglamentada.


* Ésta nota fue publicada originalmente en Perfil; forma parte del trabajo de nuestras colegas de Escritura Crónica y la publicamos de manera colaborativa gracias al Hub de Periodismo Narrativo Latinoamericano.

Agustina Grasso

Periodista | Dirección en Escritura Crónica

Nació en las afueras de Buenos Aires. Es periodista y docente universitaria. Dio clases de inglés en un instituto llamado Springfield (no es chiste) y trabajó en una imprenta. Publicó sus crónicas en medios argentinos e internacionales. Participó del libro “Otra Argentina” y del especial transmedia “Sin Maletas” sobre refugiados. En 2016 fue distinguida por FOPEA. Asistió a talleres del Festival Gabo y SembraMedia. Dio charlas en la Feria del libro de Buenos Aires y #FestiBaHR. Brindó clases de crónicas en Honduras y en Buenos Aires. Realizó un posgrado en periodismo y literatura en la UAB. Ama pintar y plantar suculentas. Sabe que lo valioso lleva tiempo.