Tejer memoria
Patrimonio Cultural Inmaterial, legado ancestral, la técnica del tejido es tan rudimentaria como precisa. Pero ¿qué rasgos culturales se esconden detrás de una prenda de lana de oveja? ¿Puede un poncho revelarnos algo de nuestra propia identidad?
En las manos de Guillermina Cabral está el secreto de este arte, un saber que se transmite de manera oral entre mujeres del oeste pampeano, pero que ella ejecuta como ninguna.
Texto: Ángeles Alemandi & Lautaro Bentivegna | Fotos: Belkis Martin
[*Esta crónica es parte de un proyecto de escritura de no ficción que cuenta con el apoyo del Fondo Nacional de las Artes]
I.
La casa es pequeña, pero se siente demasiado grande para una viuda de 67 años que vive sola: dos habitaciones, un living modesto con retratos, el comedor con seis sillas que rara vez se ocupan y el garage que nunca albergó un auto. Hay polvo en los muebles, hay silencio, todo parece detenido. Excepto en el garage. En ese lugar, como un tótem sagrado, está el telar, el cuadrilátero de madera donde Guillermina Cabral pasa —completamente abstraída— cinco, siete, nueve horas por día. Allí, Guillermina teje.
Este domingo tampoco faltó a misa: se acomoda los lentes y hace foco. Delante de sí se tensan 1500 hilos que en dos semanas serán un poncho. Levanta un punto con la uña filosa, se asegura de que ningún error se lea en la trama. En sus ojos marrones no hay premura. El tiempo corre lento en el Barrio Ramón Carrillo de Victorica, al noroeste de La Pampa.
Para poder escucharla hay que agudizar el oído. Es una mujer diminuta de voz suave, que hilvana palabras como si hiciera un esfuerzo, justo al revés del diálogo que sostienen sus manos con el telar.
—Nací en la Colonia Emilio Mitre, que era una comunidad ranquel. En el puestito donde vivíamos con mis padres y siete hermanos no teníamos nada. Hoy ya no queda nada. Mi mamá Veneranda me enseñó a tejer y a ella le enseñó mi abuela Rosario.
Está por terminar el verano y por debajo del portón de chapa se cuela un viento arenoso. En el patio un perro duerme bajo la parra y decenas de plantas crecen sin orden ni tutor. De fondo se oye una radio de folklore a la que nadie presta atención.
—A veces se hace de noche y sigo acá, como loca mala -ciñe los hilos sin levantar la vista-. A mi mamá también le pasaba. Se dormía al lado del telar, descansaba un rato y seguía.
De eso se trata esta historia: de lo que se repite.
…el saber sólo está alojado en la memoria. Las mujeres ranqueles del oeste pampeano que vieron tramar a sus madres o tías o abuelas son las que mantienen la tradición.
II.
La técnica del tejido es un arte que se transmite de manera oral, por observación e imitación. No hay manuales de puntos, ni registros escritos, el saber sólo está alojado en la memoria. Las mujeres ranqueles del oeste pampeano que vieron tramar a sus madres o tías o abuelas son las que mantienen la tradición.
Según el Censo Nacional de la Población del año 1985 en el Departamento séptimo, cuya capital es Victorica, aparecen registradas varias mujeres con el apellido Cabral: Lorenza, de 30 años; María, viuda, de 70; Rosa de 38 con 8 hijos; una niña de 10 años; otra María de 65 años con 8 hijos; Chivid de 98 años y Juana de 38 con 5 hijos. Ellas hilaban lana de oveja, la teñían con jarilla, piquillín y luego tejían fajas, peleros, ponchos, matras con diseños propios de la cultura ranquel. Por eso, en el casillero donde se dejaba constancia de la profesión, todas se definieron como tejedoras o hilanderas.
Aprendieron a prueba y error hasta encontrar en la naturaleza las especies y los frutos para teñir la lana. A principios del siglo XIX, las piezas textiles que tejían tenían alto valor, no solo para el intercambio y el comercio, sino como bienes de uso personal y cotidiano. Las prendas también eran indicadores de estatus social.
Por tal motivo, enseñar a tejer es ofrecer una identidad colectiva y ancestral. Esos argumentos se utilizaron para que el Gobierno de La Pampa declarara en marzo del 2020 a la técnica del tejido como un Patrimonio Cultural Inmaterial: un tesoro que no se puede tocar. La definición conceptual la elaboraron los países que integran la UNESCO en el año 2003, cuando se propusieron salvaguardar ciertos aspectos de las culturas: saberes, ceremonias, celebraciones, técnicas artísticas heredadas a través de los siglos. Desde entonces fueron reconocidos por la comunidad internacional el arte textil de la isla de Taquile en Perú, el Carnaval de Oruro en Bolivia, el tango en la Argentina y los Mariachis en México. La antropóloga peruana, Maite Zeisser, que participó de la declaratoria en La Pampa graficó la definición en una ponencia: «El Patrimonio Inmaterial es un legado vivo, un sentimiento de pertenencia, un corazón vibrante. En quechua ‘tejer’ y ‘hacer’ son palabras cercanas. Por eso el que teje bien es bien considerado. Si tejes bien eres una buena persona».
III.
Deposoria, Maravilla, Huga, Purísima. Así se llaman las mujeres que asistieron al segundo Encuentro de Mujeres Tejedoras de la Patagonia el 7 de marzo de 2020 en Santa Rosa. Llegaron desde las seis provincias que integran la región, pero las pampeanas son mayoría. Tienen un acento particular: cuando hablan las distingue una musicalidad cuyana. Ocurre que el núcleo de la tradición tejedora está en el oeste, en el territorio desértico y hostil que nada tiene que ver con el imaginario de la Pampa Húmeda, la vaca detrás del alambrado y el caldén.
Se reúnen en la sala de exposiciones del Centro Cultural Medasur donde ya están exhibidos los tejidos típicos de cada provincia. Se sientan en ronda grande, se entremezclan y comienzan naturalmente a tejer. Siempre a mano, con agujas, al crochet, en telares pequeños.
—¿Y a usted quién le enseñó a tejer?
—Una abuelita que ya se fue —dice Huga Lima, 62 años, mientras avanza en la confección de un pelero para el caballo. Descendiente de la Comunidad Epumer, Huga vive en la zona rural de Santa Isabel, en un campo llamado “La Santa” donde su marido cría chivas. Cada vez que le piden su número de celular, saca de su cartera un cartoncito donde lo tiene anotado. No sabe leer.
—Esta lana es de unas ovejitas guachas ¡Mire qué bonita! —dice Albina Maravilla, 77 años, mujer menuda y risueña— Hay ovejas que tienen el pelo tan largo que cuando las esquilan la lana sale enterita, como una pilcha.
Maravilla se crió en un puesto llamado “La belleza”, pero ahora vive en Puelén, un pueblo de 400 habitantes y pocas cuadras de asfalto. Al encuentro de tejedoras vino con su hija Olga, una mujer grandota de pelo corto y azabache que da clases de tejido, y con su nieta Albina Teresa que con 15 años puede hacer en tres días un caminito para adornar la mesa. Justo hoy la nieta no tiene ganas de tejer. Es un día hermoso, están en la ciudad y prefiere pasear con Juliana y Zoe, dos adolescentes tejedoras que también llegaron del oeste pampeano.
–Ella es más joven que yo, pero me va a alcanzar –dice Maravilla refiriéndose a Alicia Barroso, de Santa Isabel, que está sentada a su lado, una mujer serena a la que no le gusta hacer ponchos. Las mujeres se ríen y después hablan del teñido, de las hierbas que utilizan para lograr cada color: eucalipto, jarillilla, jarilla, viruta de leña, raíces de alpataco, piquillín y manzanilla de campo.
—¿Cuánto cuesta una matra para la cama como las que hace usted, Alicia?
—Y… según el grandor.
La media matra multicolor (una cubrecama de una plaza) que Alicia trajo para vender puede servir de referencia: cuesta $5.000. Le llevó seis semanas de trabajo.
—¿En qué piensa cuando teje?
—En la familia, en los momentos lindos que hemos pasado y también en los otros, las cosas feas. Cada quién busca su consuelo.
En los registros del Mercado Artesanal, entidad gubernamental que provee la lana y comercializa los tejidos, consta que en La Pampa hay más de cien tejedoras activas —15 en Puelén, 16 en Victorica, 60 en Santa Isabel, 3 en La Humada, 10 en Chos Malal y 4 en Puelches—. A ese número hay que sumarle las mujeres que tejen esporádicamente, y las que conocen la técnica. Algunas ni siquiera son descendientes de Pueblos Originarios. El número de hombres tejedores es marginal: apenas son cuatro.
Cerca del mediodía una mujer se sube a una silla, alza la voz en el centro del salón y pregunta: “En un rato vamos a servir el almuerzo: ¿Hay alguna vegetariana?”
Todas se ríen.
Entre las tejedoras de la sala, hay dos que tienen su propia leyenda: una es Elvira Toledano, la mujer que tejió el poncho blanco que le regalaron a Cristina Fernández el 17 de octubre del 2019, la última vez que la ex presidenta pisó esta provincia. La otra, camuflada en un grupo de mujeres corpulentas, es Guillermina Cabral. Podría pasar desapercibida y sin embargo todas, en algún momento, se detienen frente a ella y su telar de viaje, y le hacen casi una reverencia.
IV.
En su casa pequeña que se siente grande, Guillermina va hasta la cocina para calentar la pava. Camina lento, con algo de dificultad porque le duele una rodilla. Dice que el malestar le quedó de haber tejido tantos años al aire libre, en pleno invierno, cuando el telar estaba armado en el patio porque no tenía cuarto donde ubicarlo. Tiene el pelo entre negro y rojizo, una blusa blanca, pantalones sueltos y zapatillas de lona. La ropa es cómoda y apropiada para soportar la sucesión de pasos que la llevará al poncho terminado: hilar, unir, retorcer hilos, formar una madeja, lavar, teñir, armar el ovillo y tejer. Todas las etapas del proceso le gustan, salvo hacer los flecos.
—De eso se ocupa mi hijo, el Javier.
Vuelve a sentarse en un banco que está contra la pared, frente al telar. Arriba de ella cuelga la cabeza de un ciervo. El hermano encontró muerto al animal en el campo, le cortó la cabeza y la acondicionó como un trofeo para ella. El cuerno izquierdo apunta a un cuadro con el rostro de su padre, Enrique Cabral; el derecho a su madre, Veneranda Cabral de Cabral.
Guillermina recuerda que, cuando era niña, él esquilaba ovejas a tijera y la madre tejía matras o ponchos que luego cambiaban por chivas o algún yeguarizo. A veces no había pan —cuenta—, ni una galleta, harina, nada. No dice mucho acerca de sus padres, pero cuando los nombra se lleva una mano al pecho y reconoce que algo se le traba ahí al pensar en sus orígenes, en esa madre ranquel que hablaba con fluidez una lengua que a ella le resulta ajena, perturbadora.
La imagen de Veneranda colgada en la pared eclipsa, tiene el peso de una deidad: está ahí para proteger el telar o para bendecirlo. Es una foto en blanco y negro. Los ojos pequeños y hundidos en ese rostro delgado parecen de una pintura de Modigliani. No sonríe, tampoco está seria. Las arrugas le atraviesan la frente como paralelos y otras se van marcando en sus mejillas y en la comisura de los labios. El cabello es gris brillante. Y hay algo en la profundidad de su mirada que se vuelve inquietante, un enigma que Guillermina no esclarece.
V.
Cuando terminó la Conquista del desierto, los ranqueles que sobrevivieron a la masacre fueron ubicados por orden del gobierno nacional en el norte de La Pampa. En 1900, sobre el río Chadileuvú, se creó la Colonia Emilio Mitre, más de 80.000 hectáreas de puro desierto y desolación que fueron repartidas entre las familias que estaban al mando de dos caciques: Santos Morales y Ramón Cabral, bisabuelo de Guillermina.
“Toda La Pampa es de ellos (los blancos, el gobierno), nosotros aquí, en el pedazo peor adonde hemos venido los últimos y aquí acabaremos. Entre la arena y la tierra salada, no pudiendo sembrar ni piedras […] Aquí nos tenés”, denunciaba en 1907, a la Revista Caras y Caretas el cacique Santos Morales.
Seis años después, nació allí Veneranda Cabral. Allí siguen viviendo dos de sus hijos: los últimos ranqueles que se resisten a abandonar estas tierras aunque el mismo monte se los quiera tragar. En julio de 2020, Desiderio —de 80 años— estuvo dos días perdido, lo encontraron metido en un toldito que logró hacer con pajas y que lo salvó de morir de frío en pleno invierno.
La investigadora Ana Fernández Godoy junto a la antropóloga María Inés Poduje recogieron en 1983 material lingüístico entre los últimos hablantes ranquelinos y visitaron la zona en un intento de resguardar aquella lengua vernácula que estaba desapareciendo. Veneranda Cabral fue una informante clave.
— Doña Veneranda— dice Ana María, evocando un recuerdo— era alta y delgada, con expresión serena. Comenzamos a preguntarle sobre algunos vocablos que grabábamos y también registrábamos fonéticamente. Ella respondía rápido y lo hacía de manera precisa, era paciente, explicaba con calma, se esforzaba para que la pudiésemos entender. Don Enrique había olvidado bastante su lengua porque debía salir a trabajar y para ello necesitaba hablar la “castilla”, como ellos llamaban al español.
En esas charlas Doña Veneranda recordaba cómo a ella su mamá también le enseñó a tejer.
—Si no fuera mi mamá kimlavün inche ése ngüreutralün //hasta hoy hasta ahora kimün ngüreutralün (si no fuera por mi mamá no hubiera aprendido eso, a tejer; hasta hoy, hasta ahora yo sé tejer)
Veneranda fue lenguaraz de su cultura para varios antropólogos que quisieron estudiar su comunidad, su aporte fue valioso a la hora de organizar el Mercado Artesanal Pampeano en los 70 y la recuerdan como una tejedora increíble: ganó premios en exposiciones, menciones honoríficas, y como hacía los mejores ponchos y mantras, La Pampa la distinguió con el Premio Testimonio en 1997. Murió dos años después.
En la casa de Guillermina, Veneranda es un cuadro que no puede ponerse en palabras. Acaso porque para la hija lo importante se transmite con las manos.
La chacana, el símbolo milenario de los pueblos indígenas, que en el poncho argentino se conoce como la clásica “guarda pampa”. En quechua, chacana significa “objeto puente”. Por eso, Guillermina está haciendo mucho más que un poncho: está tendiendo puentes.
VI.
—De a poquito, pero se va…. —dice ahora Guillermina mientras pasa la mano por el telar como si fuera el lomo de un gato que quiere una caricia.
De adolescente quiso escapar de Colonia Emilio Mitre. Les reprochó a sus padres por no haberla enviado a la escuela, ella quería aprender a leer y a escribir. A los 17 dejó el campo con tres convicciones: se pondría a trabajar, se casaría con un gringo y tendría un solo hijo. Cumplió con todo. Se casó, tuvo un hijo, limpió casas ajenas. Y a los 29 años, de puro gusto, hizo su primer poncho. Recién cuando se jubiló como empleada doméstica empezó a dedicarse tiempo completo a tejer.
Y cuando teje entra en un paréntesis donde el tiempo no se puede contar en minutos. Teje con solemnidad, abstraída hasta tal punto que no expresa nada con su cara. Ni un músculo alterado por la concentración, jamás algún ojo se empequeñece como para ajustar la mirada y chequear si se abrió un punto, no sonríe satisfecha cuando termina una vuelta. Está ahí pero no.
—Los palos eran de mi mamá, y antes de mi abuela- dice Guillermina y señala con la cabeza la estructura del telar— No es difícil.
No es difícil dice, como si no estuviera creando una pieza única, perfecta. Como si no llevase nueve horas diarias de los últimos veinte días dedicadas a aquel tejido que debe alcanzar los dos metros y medio para ser poncho. Hoy es una de las artesanas pampeanas más reconocidas por su trabajo y sus prendas suelen venderse en tiendas paquetas del barrio porteño de Recoleta, a precios sólo aptos para turistas pudientes.
Su especialidad es la “lista atada”, una técnica de teñido que se utiliza para armar la chacana, el símbolo milenario de los pueblos indígenas, que en el poncho argentino se conoce como la clásica “guarda pampa”. En quechua, chacana significa “objeto puente”. Por eso, Guillermina está haciendo mucho más que un poncho: está tendiendo puentes. Las alumnas del taller que da en Victorica lo saben.
Sobre la mesa de la cocina quedó abierta una revista Vogue. Más temprano, mientras Guillermina esperaba que se caliente el agua para el mate, la había abierto en la página que se titulaba “Secretos de un poncho pampa”. En la fotografía principal del artículo se veía una mujer de espaldas, vestida con un poncho gris de guardas blancas que le cubría hasta los talones y que caminaba por el oeste pampeano. Era ella, aunque también podría ser otra: una mujer de este siglo o del anterior. O del que está por venir.
Ángeles Alemandi
Periodista
Dejé Buenos Aires en 2013 para mudarme con mi familia a un pueblito al sur de La Pampa. Al principio le temí a este silencio de siesta permanente. Y si bien todavía sigo extrañando el caos de la ciudad, de a poco me fui amigando con los días quietos que sólo agita el viento. Leo mucho desde que vivimos aquí, escribo crónicas narrativas y en 2020 publiqué Rally de Santos, mi primera novela.
Lautaro Bentivegna
Periodista
(Bahía Blanca, 1987) Pasó su infancia en Guatraché (La Pampa) y se graduó en Comunicación Social en Córdoba. Es periodista en CPE Tv y Radio Kermés. Colaboró en Infojus Noticias, Anfibia y otras publicaciones. Fundó el Festival ¡PAM! DE Periodismo y Literatura. Contar historias es su mayor obsesión.
Belkis Martin
Fotógrafa | Realizadora audiovisual
Cinéfila, glazómana, coleccionista de imágenes. Realizó trabajos documentales vinculados a los nuevos asentamiento urbanos, artistas callejerxs y la lucha de identidades disidentes. Actualmente se encuentra realizando una serie de tv documental sobre historias de boxeadores que se emite por la Televisión Pública Pampeana.
Hermosa historia de antepasados y Pampa eterna.