Recuento de la distopía que trajo la pandemia. Desde las entrañas, en analógico. Sin corrección política. Un llamado de emergencia desde Córdoba, Argentina.

Texto y fotos de Ignacio Conese

En diciembre, al ver por internet cómo se desarrollaba la situación en China, cómo el régimen coartaba a una población de millones sin dudarlo y la lógica del fin justifica los medios se imponía, lo primero que pensé es que aquellas imágenes de Wuhan no se repetirían en Argentina; las autoridades podrían ser tentadas a tomar medidas draconianas, pero —según creí— los velos democráticos nos protegerían.

Me costaba pensar que el presidente argentino tomara el modelo oriental para tratar la crisis sanitaria. Alberto Fernández llegaba con promesas de reactivar un país devastado por casi una década de estancamiento; su discurso de respeto a las libertades individuales se  demostraba en la práctica en la relación pública con su único hijo, un joven queer. Fernández prometía reparar injusticias de décadas y poner en agenda temáticas como aborto y cannabis, que criminalizan y llevan a la clandestinidad a miles de personas cada año.

Lo voté porque me pareció uno de los políticos más interesantes del país, y aunque el elenco no me resultaba encantador —ni el hecho de elegir un presidente surgido del dedo de una jefa política y no de un proceso democrático— me parecía prometedora la posibilidad que su gobierno abría. La distancia intelectual entre él y el candidato peronista anterior, Daniel Scioli, o con Mauricio Macri, me resultaban abismales. Pero es cierto, también lo voté por pánico a que el hambreador de Macri tuviera otro término. No entraba en mi imaginación cómo podría subsistir el contrato social si la pobreza continuaba creciendo, el desempleo aumentaba y la riqueza continuaba su concentración.

El 19 de marzo a la noche, el presidente que prometía alejarnos del pánico de Macri, anunciaba —cuatro gobernadores de palos distintos como edecanes y mediante— que el país iba al cierre total por quince días. Plazo que tres meses después se convirtió en tiempo indefinido, con fechas de vencimiento que se prorrogan cada quince o veinte días.

El concepto y la idea inicial del cierre fue evitar contagios masivos, mientras se reforzaba el sistema sanitario.

Tres meses más tarde, —y aunque los noticieros vendan a las diez de la noche que los hospitales de la metrópolis de Buenos Aires están cerca de saturarse— Argentina, mantiene pocos casos y baja tasa de mortalidad; concentrada, como ocurrió en Europa, en personas mayores de setenta años con más de una convalecencia previa. Un éxito sanitario. En especial si se compara la situación real de la enfermedad en el país con los modelos matemáticos difundidos que llevaron al presidente a cerrar el país en primer lugar.

Desde entonces, Argentina se convirtió en un país que funciona a un tercio de la media máquina que los cuatro años de gobierno macrista dejó. La moneda continúa su devaluación; el desempleo —que ya estaba por las nubes y precarizado— aumentó  exponencialmente. Y mientras en la metrópolis porteña (el lugar con más afectados por coronavirus del país), los hospitales funcionan a un tercio de su capacidad, en buena parte de la Argentina los hospitales públicos se encuentran semivacíos.

El sistema hospitalario público argentino funciona de forma habitual al tope de su capacidad operativa. Las camas nunca sobran. Las anécdotas de ambulancias buscando camas de hospital en hospital y sanatorio por sanatorio se cuentan por miles. Sacar turnos implica colas de horas, a las cuales hay que llegar en plena madrugada para obtener número. Los turnos para cualquier cosa que no sea una emergencia se dan con semanas, incluso meses de anticipación.

Eso es lo que se vació.

No hay datos ni debates serios sobre las consecuencias de semejante vacío en la atención sanitaria. Solo se cuentan los contagios y muertos por coronavirus. Muertos 24/7 y hasta en la portada de diarios deportivos, en notificaciones por celular, por radio, en los programas de chimentos, en redes sociales. Es difícil evitar el info-muertos e info-contagiados diario.

El enemigo invisible

¿Estamos en guerra?

Fase I, Fase II, Fase III, Fase IV, Fase V. Centro Operativo de Emergencia. «Por orden del Poder Ejecutivo Nacional», gritan las propaladoras de las equipadísimas camionetas policías provinciales y gendarmería, en barrios y pueblos por doquier. Y utilizan el mismo lenguaje bélico repetido por presidente, gobernadores, intendentes, ministros, expertos opinadores y opinadores expertos.

Si el virus es el enemigo en esta guerra, ¿los campos de batalla son nuestros cuerpos y el concepto mismo de ciudadanía y libertad?

El cuestionamiento de las reglas —que se modificaron una y otra vez— se tildó de inmoral, indecente, egoísta. Revisarlas de forma crítica se tomó como cosa de tilingos, y pusieron tilingos en cámara para probarlo. Fernández retó en vivo y en directo a cuánto blanco fácil y obvio hubo: un surfista, runners, a Susana Giménez; a periodistas mal intencionados y a periodistas bien intencionados con preguntas ingenuas por igual.

Militar la cuarentena paso a ser la nueva bandera nac&pop. Hashtag #YoMeQuedoEnCasa.

«¿De qué angustia me hablan? ¿Angustia de salvarse? Angustia es la muerte», dijo cabreado Fernández cuando una periodista le sugirió un mensaje para los argentinos que estaban angustiados por el encierro, por tener que hacer cola por un plato de comida por primera o por enésima vez; por ver años de sacrificio irse por el tapadero; por hacer malabares para continuar tratamientos médicos vitales; por no saber cómo mierda se cobrará el sueldo, o cómo pagarlo; por los colchones meados de las pesadillas de los niños, los brotes de ansiedad, la depresión, los milicos en las puertas metiendo miedo, queriendo meterlo. El hambre que cala los huesos. El desamparo del frío sin un duro en el bolsillo.

Experiencias por demás lejanas para el trío de porteños —Fernández, Larreta, Kicillof—que se pone ante las cámaras y nos indica cómo tenemos que vivir, qué podemos hacer, y hasta qué nos tiene que importar. El resto de la Argentina nunca pareció más lejana de la Casa Rosada, ni siquiera bajo Macri.

En la Argentina pandémica la única angustia permitida por el ejecutivo es la angustia a la muerte. Muerte que a demasiados le viene suministrada directamente por el Estado policial, (al que nos sugieren que nos adaptemos —«Porque va para largo»—). Desde Tierra del Fuego hasta Jujuy los casos de abusos, brutalidad y criminalidad policial se acumulan, y ponen en evidencia un mal sistémico. Es otra pandemia que acompaña a la enfermedad, a la par del hambre. No son pocos los uniformados —pistola en mano, prepoteo, abuso, vejación, violaciones, golpes, torturas, robos y humillaciones— que se dan gustos de pequeño-tiranos con ciudadanos a su merced. Si hasta suicidan gente en comisarías.

Solo en la provincia de Córdoba, por infracciones a las reglas de aislamiento social compulsivo y obligatorio, fueron detenidas o aprehendidas más de 30 mil personas.

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El colmo del estado policial es la criminalización de personas contagiadas, que a lo largo y ancho del país son procesadas por unidades fiscales/penales sanitarias creadas para la ocasión. Personas que contagiaron a otras están siendo acusadas de delitos tan graves como homicidio. Las millones de declaraciones juradas que los argentinos tenemos que llenar para hacer cualquier cosa están ahí para judicializarse en caso que nos enfermemos. Médicos que contagiaron a sus pacientes pueden afrontar no solo perder su licencia, sino terminar en la cárcel (como el doctor Lucas Figueroa, un médico de Saldán acusado de desatar un brote en un geriátrico, y procesado por homicidio. Su caso derivó en una protesta masiva de médicos en la ciudad de Córdoba el 25 de mayo, donde también se denunció la falta de elementos mínimos de protección, y la precarización brutal del sistema médico público como privado).

La protesta de los médicos de Córdoba fue ignorada por las mayoría de los medios nacionales, —los pocos minutos al aires estuvo bajo titulación: «una protesta más de los anticuarentena»—. A eso hay que sumar las penalidades económicas a quienes no obedecen las regulaciones y leyes que se les van ocurriendo en descarada improvisación. La provincia de Córdoba acaba de reglamentar por decreto multas de hasta 500 mil pesos para quienes violen las normativas de distanciamiento y aislamiento social, es decir, hasta treinta sueldos mínimos por juntarse a comer con amigos, según uno de los ejemplos de las cosas que no están permitidas que usó el gobernador. ¿Es letra vacía, solo amenazas para que la gente no se junte? Si fuera así sería grave, si no lo es, sería más grave aún, pero solo una parte de la campaña de terror que se viene desplegando.

Del discurso a los hechos

Durante años, el progresismo sostuvo las banderas de la inclusión social, la educación y un estado presente como salida a las crisis neoliberales: la economía subordinada a la política y no al contrario. La economía como parte de un sistema que en sus escalafones más bajos determina la calidad de vida de las personas. La calidad y cantidad de nutrientes que reciben las infancias.

Hace décadas se sostiene que al caer la economía, caen todos los estándares de vida: aumenta la mortalidad infantil, aumenta la incidencias de enfermedades evitables, enfermedades de la marginalidad y la pobreza. La justicia social se propone no solo como un lema, sino con una serie de instituciones y regulaciones para asegurarla. El sistema sanitario público argentino todavía se sostiene en gran parte de la infraestructura que se hizo bajo gobiernos hace setenta años atrás. Con esas banderas, con ese discurso asumió el gobierno actual.

Uno de los primeros actos en materia impositiva fue aumentar treinta por ciento el impuesto al trabajo de la patria precarizada: los monotributistas. Los aumentos también alcanzaron las categorías mas bajas, que facturan montos por debajo de la línea de pobreza.

El monotributo, como todos los impuestos que pagan los pobres y la empobrecida clase media, es de carácter regresivo. El Estado usufructúa tu trabajo, te vaya bien o te vaya mal, cobra igual; trabajes, o te veas forzado por la policía a quedarte en tu casa.

Entrada la cuarentena el gobierno extendió una moratoria para pagar uno de los tres componentes del impuesto. Luego se creó el Ingreso Familiar de Emergencia —que alcanza las dos categorías más bajas del monotributo, pero que puede ser negado sin especificación precisa—. Cuando lo anunció, el gobierno estimó que se anotarían cerca de tres millones de personas. Se anotaron más de 12 millones. Fue otorgado a unos ocho millones. ¿Los demás?

La tercer cuota del IFE será solo para la ciudad de Buenos Aires, el conurbano que la rodea y algunas pocas localidades de Chaco y Río Negro; los centros turísticos vacíos del cual dependen millones de trabajadores: nada. Los cientos de miles de personas que viven de la industria educativa, comedores, transportes, kioscos, librerías: nada.

El ingreso —un beneficio de diez mil pesos, menos de ochenta euros en el mercado paralelo de divisas—, significa menos de una cuarta parte de lo que cuesta mantener una familia sobre la línea de pobreza. ¿Inclusión social?

No es difícil imaginar la brutal concentración de riqueza en la que derivará esto. Si los grupos concentrados de poder se hubieran puesto a soñar un escenario ideal para concentrar aún más su poder difícilmente se les hubiera imaginado uno tan perfecto. Ya es un país donde la mitad de sus habitantes son pobres, la mitad de sus niños no tienen asegurado dos comidas diarias, y ahora no van a la escuela —¿existe evidencia científica dura que avale semejante decisión?—. Ya se ven viejos que no llegan a fin de mes y hacen colas humillantes por bolsones de comida; y tantos otros que esperan aterrorizados y en soledad la muerte, o salvarse —como dice el presidente, sin especificar qué mierda es eso a esta altura—. Como si vivir fuera solo una cuestión mecánica.

El gobierno insiste que está priorizando la salud, como si una dicotomía fuera posible. Como si todo lo que perjudica la economía no deriva en problemas sistémicos en la calidad de la salud física, emocional y social de las personas y las sociedades.

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No tengo soluciones.

Sé que nada que se tenga que imponer por la fuerza puede durar, ni debería permitirse que dure. Sé que un estado que me pide que me identifique biométricamente, que me pide mi geolocalización de forma permanente, que me pone puestos de control dignos de países en guerra, y que me criminaliza si incumplo con cualquiera de estas medidas, se parece demasiado a un estado autoritario. Que las herramientas que se usan para protegernos son las mismas que se van a usar y se usan para reprimir. No voté una coalición de gobierno para ver al ministro de seguridad bonaerense —metralleta Berni—hacer un road show por sobre las libertades en el prime time. Para que la Ministra de Seguridad Frederik, siga con todas y cada uno de los abusos de su antecesora Bullrich con un ropaje más progre, patrullando el clima social en redes sociales, deteniendo perejiles por poner huevadas en Twitter, haciendo detenciones de ex funcionarios de la administración anterior con equipos Swat y cámaras de medios amigos. La misma gente que claramente utiliza las estructuras de abuso de autoridad dejadas por la administración anterior nos pide que le demos un poder que consistiría en él sueño mojado de cualquier gobierno autoritario y dictadura de la historia, saber cuando, donde y con quien se encuentra cada ciudadano en cada momento, qué es exactamente lo que les permite la app Cuidar, cuyos datos prometen no usar con otros fines y borrar una vez terminada la pandemia, que no tiene fecha de vencimiento. Aplicación que no ha probado efectividad alguna en nuestro país para prevenir que justamente en el territorio donde es obligatoria los casos hayan escalado más que en ningún otro lugar.

¿Cuáles son los riesgos que estamos dispuestos a tolerar? ¿por qué motivos? Creo que el Ejecutivo se pasa de la raya cuando extiende poderes y llega a gobernadores que cierran sus provincias, fajan camiones impidiendo a los conductores su descenso, bloquean caminos, cortan cadenas de suministros, imponen toques de queda, cierran espacios, vías y accesos públicos —sin criterio alguno—. Hay intendentes que hacen lo mismo en sus localidades, aterrorizando con desinformación y medidas poco prácticas o de escaso sustento científico (fumigar autos; cerrar parques, balnearios y plazas aun con distancia social; histeria gubernamental reglamentando obligatoriedad en el uso de máscaras), mientras siguen pavoneándose con actos de inauguración como de costumbre, y deciden si este fin de semana te van a dejar ver a tu familia o no.

Paja e hipervigilancia

Decir atrevidos les queda corto.

¿Dónde dice que tienen permitido semejante abuso de poder extendido en el tiempo por plazos que ellos mismos dictan, sin más parámetros públicos que el recuento mórbido de una sola enfermedad, por más novedosa que sea?

Al gobierno argentino lo ampara la ancha, pero corta sábana de las comparaciones: imágenes de hospitales saturados, cuerpos en las calles y fosas comunes en países vecinos son la película de terror de esta pandemia que todos queremos evitar. La emergencia sanitaria no está en cuestión. Sería necio a esta altura negarle los éxitos en esa materia al conjunto de la sociedad argentina, con sus autoridades e instituciones científicas y sanitarias al frente. La solución para proteger a un grupo de ciudadanos no puede ser empeorar dramáticamente la vida del resto, en especial de los niños, adolescentes y jóvenes, a quienes se les pide nada más que sacrificio y se les da a cambio un futuro desolador por delante. Las enfermedades —aunque insistan en decir lo contrario—, no se evitan con aislación, drogas y vacunas milagrosas y compulsivas, sino con sistemas inmunológicos fuertes, producto de ambientes y alimentación saludables. Así es como los famosos asintomáticos superan la enfermedad; es gente que tiene en orden su sistema inmunológico.

¿La nueva normalidad es permanecer encerrado y masturbarse mientras un inmigrante explotado trae pizza? ¿Cuándo debatiremos de verdad qué venenos tienen nuestros alimentos y el ambiente para que cada vez haya más obesidad, diabetes, celiaquía, cáncer? 

El gobierno dice que su prioridad es la salud, pero si miramos el historial de cuidado de la salud este es pobre, miope y cómplice. Si la salud les importara de verdad se haría algo con los pasivos del extractivismo que azotan de norte a sur al país de los miles de “accidentes” petroleros y mineros que llenan de crudos químicos y cianuro nuestras tierras y aguas; del monocultivo y millones de litros de glifosato y 2-4D  al año, que la misma organización mundial de la salud que seguimos con tanto entusiasmo ahora, dice hace años que son cancerígenos.

Es el Estado policial permanente lo que cuestiono, la hiper vigilancia, la extralimitación de la autoridad, la supresión de derechos básicos. Nos sobran ejemplos recientes en Argentina de lo que autoridades democráticas y dictatoriales pueden hacer con el monopolio de la fuerza. Este país ya tiene sobrepasada su cuota de desgracias en la materia. Debería ser un imperativo de las fuerzas democráticas regular las herramientas de control que despliega el Estado sobre sus ciudadanos, con la Constitución Nacional en una mano y el Informe Nunca Más en la otra; limitar de forma clara y consistente el poder del Estado, aún —más aún— cuando lo ocupan en tiempos de emergencias.

Ignacio Conese

Fotógrafo  |  Cronista

Desde el 2018 colabora de forma independiente con distintos medios internacionales y de Argentina, entre ellos Vice, El País, TRT World, Brando y Letras Libres. Sus reportajes tocan ejes ambientales, sociales y culturales de Argentina. Sus trabajos fotográficos han sido exhibidos en distintas ciudades de Argentina y España, y forman parte de colecciones públicas. Reside en La Granja, en las sierras de Córdoba, Argentina.