Malamba: la que conmueve
Cuando el baile es una fuerza vital y el repiqueteo sobre las tablas es un modo de andar, y agitar los pañuelos un impulso que no se puede controlar; cuando la pasión rige el movimiento del cuerpo y patea las estructuras, los límites, las condiciones reales de existencia, sólo una cosa puede pasar: se gesta una campeona.
De eso se trata Malamba, la historia de la pampeana Micaela del Río.
Texto: Ángeles Alemandi & Lautaro Bentivegna | Fotos: Belkis Martin
[*Esta crónica es parte de un proyecto de escritura de no ficción que cuenta con el apoyo del Fondo Nacional de las Artes]
I
Micaela del Río se abre paso entre bambalinas. Mientras avanza hacia el tablado se cruza con la campeona del año anterior y en el roce del saludo un hilo de la enagua se engancha con la rastra de la otra. Claudia —la madre— entiende el enganche como una señal del destino: su hija es la próxima. En ese minuto final recibe un mensaje de Cacha —la abuela—, desde General Acha. Le dice que demuestre cómo zapatean las pampeanas.
Ahora, en el escenario aparece el nombre de Micaela, abajo dice La Pampa. Es la final del segundo Festival Nacional Femenino de Malambo que se realiza en Argentina. Respira hondo, sube descalza. Luce como una Machi Ranquel: lleva un vestido estilo chamal, una vincha, un adorno en su pecho hecho con baratijas. Dos trenzas caen hasta la cintura. Mira desafiante al público. Sus piernas parecen contener una fuerza desconocida. Se planta. Cuando los acordes de una guitarra empiezan a sonar, Micaela baila, como si su cuerpo fuera tironeado por los espíritus, sus pies repiquetean sobre las tablas y ella se desplaza con movimientos que dibujan mensajes en el suelo. Ahora la música no llega desde afuera, ella la crea cada vez que golpea el suelo con la planta del pie, con la punta, el talón, cuando gira sobre sí misma y empieza otra mudanza, una gacela que corre veloz por la llanura pero sin perder la elegancia. De a ratos sonríe, casi un destello en los cuatro minutos de baile que detienen la respiración del público, que la dejan a ella sin aliento.
Esa noche de octubre de 2019 en la ciudad de Carlos Paz, a sus 21 años, Micaela se convierte en la primera pampeana Campeona Nacional de Malambo.
II
Micaela nació en la ciudad de Buenos Aires el 26 de febrero de 1997.
Para Claudia —la madre—, el embarazo no fue fácil. Cuando se enteró que iba a ser mamá, descubrió que el padre de la criatura tenía otra familia. Decidió no contarle nada e irse a Buenos Aires para seguir estudiando Danza. Al llegar alquiló un cuarto en una pensión y se inscribió en un instituto. Quizá aquel enero pasó tardes enteras tirada en la cama, acariciándose la panza e imaginando un futuro lleno de presentaciones. Venía de años difíciles en Acha. De haber sido una joven a la que nunca le faltó nada, pasó a trabajar para comer, para que no le corten el gas. Su padre había fundido todo lo que tenían y abandonó la casa. Claudia quedó a cargo de su madre; aún parece verla recostada en la oscuridad hecha un manojo de tristezas.
Se mantuvieron a flote gracias a que fue moza en el Parador y ese sueldo más las propinas que dejaba la mesa de los choferes que acompañaban las delegaciones fueron la salvación.
Eso y la música.
En febrero se realizó el último control en el Hospital. La fecha probable de parto era mediados de marzo, pero cuando la médica la revisó no la dejó ir, estaba dilatando. Claudia quedó internada, antes llamó a la dueña de la pensión, le pidió que le llevase el bolso, y se comunicó con su madre para que no se demore en viajar. Al otro día parió a su bebé, creía que sería un niño y lo llamaría Martín. No: era una niña de 2.700 kg. La apoyaron en su pecho vestida con ropa de Cáritas porque nadie llegó a tiempo con el ajuar. Le bastó mirarla a los ojos para decidir que sería Micaela.
Se preguntó cómo haría para sostener una carrera, trabajar y criar sola a su hija. Cuando llegó su madre, la Cacha —la abuela—, se dejó convencer con la idea de regresar a General Acha. Volvieron las tres. Crearon un pequeño reino matriarcal en el que faltaron muchas cosas, pero al que le sobraban, despliegue de polleras, zapateo y sapucay.
Micaela creció agitando pañuelos mientras su madre la cargaba a upa y bailaba una zamba. Se cansó de ir y venir en su andador entre los espacios libres que dejaban las parejas en los ensayos. A poco de caminar, se animó a copiar algunos pasos, a levantar los bracitos en un giro, a aplaudir cuando la música pedía palmas. A los cuatro años no sólo integraba el grupo de ballet que dirigía su madre, sino que ganaba sus primeros premios en competencias donde se enfrentaba con bailarines que la triplicaban en años. A los diez ya tenía el título de Profesora de Folklore y daba talleres de danzas.
En el verano de 2011 madre e hija se fueron a Pinamar. Claudia había encontrado trabajo como moza. Durante las horas en que ella servía o levantaba platos, Micaela se quedaba en el departamento alquilado y armaba un show callejero esperanzada en que alguien la vea y descubra su talento.
—¡Va!
La primera noche que se presentaron, los turistas se detuvieron a ver qué pasaba. Claudia aún recuerda el cuero de las boleadoras haciendo presión en sus manos, la presión cardíaca disparada. Fueron varios actos, pasaban del folclore, al jazz, al tango, a la salsa, cerraban con Ricky Martín: hay que pedirle más, más, más a la vida. Minutos antes del cierre, Claudia entregaba unos folletos caseros donde presentaba a Micaela como “Ela Bailarina” que decían que lo recaudado sería para que se pueda seguir formando en la danza.
—Siempre soñamos más grande— dice ahora Claudia.
A los quince Micaela viajó durante un año, una vez por semana, a Buenos Aires para estudiar Comedia Musical en la escuela de Julio Boca. A los 18 se mudó a CABA e ingresó a la Universidad Nacional de las Artes para hacer la carrera de Licenciatura en Danzas Folclóricas. En 2018 se enteró que, por primera vez en la historia del país, iba a realizarse en Córdoba un campeonato de Malambo femenino. No llegó a prepararse para participar, pero puso una idea en su cabeza, la escribió en una cartulina a la que llama mapa de los sueños, y empezó a repetírsela: «Voy a ser campeona. Voy a ser campeona».
III
El malambo es un duelo disfrazado de danza en el que solo caben dos personas del mismo sexo. Se baila principalmente con los pies y se compone de zapateos o mudanzas, secuencias rítmicas que implican golpes de punta, taconeos, golpes de planta, torciones, saltitos, movimientos cepillados y escobillados. En el siglo XIX la música de malambo se ejecutaba con guitarra y bombo, pero entrado el siglo XX se incorporaron el violín, el bandoneón, la flauta.
En nuestro país hay dos tipos de malambo bien diferenciados: el sureño (o Sur, que se baila en las región centro y patagónica) y el norteño (o Norte, que se baila en las provincias homónimas). Ambos estilos difieren en la rítmica y en la vestimenta de los bailarines.
El folclorista Ventura Lynch decía que el malambo es «el torneo del gaucho cuando se trata de lucir sus habilidades como danzante». Hoy ya nadie se bate a duelo en una pulpería, pero sí lo hacen en festivales y competencias a lo largo y a lo ancho del país. El Festival Nacional del Malambo, en Laborde, Córdoba, es el certamen más reputado en el ambiente. Desde 1966 en el pueblito de seis mil habitantes, cientos de varones se miden en el arte del zapateo criollo. Los malambos suelen durar cerca de 5 minutos y suponen un esfuerzo físico colosal. Los bailarines se preparan durante un año entero como atletas de alto rendimiento. Hay diferentes categorías y rubros: hay malambos solistas y en cuartetos, norteños, sureños y combinados, contrapuntos de mudanzas, malambo de niños y veteranos.
A 321 kilómetros de Laborde está Carlos Paz, la ciudad balnearia del reloj cucú y los alfajores dónde todos los años veranean miles de argentinos. Allí también, desde el 2018, existe el primer campeonato Nacional de Malambo Femenino, una competencia que vino para zamarrear las estructuras del folklore, a aflojarle el corsé a la tradición.
IV
Ganar Laborde como solista en la categoría Mayor es la máxima aspiración de un malambista. La corona de laureles que cambia para siempre la estatura de un hombre, que lo dota de un aura especial en el ambiente, es al mismo tiempo, un certificado de defunción. Los campeones de Laborde no vuelven a competir, al menos, nunca más en solitario.
Solo cuatro pampeanos besaron la copa de campeón: Fernando Rossi (1994), Sergio Pérez (1997), Gonzálo Molina (2011) y Rodolfo González Alcántara (2012). Este último merece una atención especial por varios motivos: su ascenso al Olimpo de los malambistas fue contado por la periodista Leila Guerriero en su libro “Una historia sencilla” (Anagrama, 2013), es la imagen publicitaria de la yerba orgánica “Porongo” y maestro de decenas de aspirantes a la corona de Laborde.
González Alcántara tiene 37 años, es docente en la cátedra de zapateo para espectáculos de la Universidad Nacional de las Artes (UNA), en Buenos Aires. Micaela Del Río fue a buscarlo cuando se mimetizó con el mantra de «voy a ser campeona». Le pidió al Rodo —como ella lo llama— que la prepare, y empezó a viajar una vez por semana a su casa en Pablo Podestá.
El primer día se quedó esperando en la puerta. Cuando entró, atravesó la casa con la cabeza gacha, no saludó a Miriam, la esposa de Rodolfo. La segunda vez saludó y tomó mate de compromiso, para no despreciar, porque sí: a la hoy campeona nacional de Malambo —tradicionalista si las hay—no le gusta el mate. Rodo no tenía idea de que Micaela, cuando era niña, iba a los cumpleaños de sus compañeros de grado, pero jamás se subía a saltar en el pelotero, no imaginaba que nunca se había atrevido a hacer un viaje de estudio con el colegio, ni que luego se convirtió en una adolescente que no quería ir a los boliches. Sin embargo, leyó que algo sucedía.
—¿Sabés lo que pasa? —le dijo Micaela un día— En la vida no puedo ser lo que soy arriba del escenario. Hay un montón de cosas que me dan vergüenza.
Antes de Carlos Paz, el malambo femenino era una rareza, una categoría mirada de costado en festivales de Bahía Blanca, Tucumán o Santiago del Estero. Paradójicamente en el norte argentino, donde imperan las tradiciones nacionales más conservadoras, el zapateo de mujeres lleva mucho tiempo implementándose en competencias. Las bailarinas del norte corren con años de ventaja. Incluso se baila en cuartetos y dúos mixtos, hombres y mujeres. No obstante en el pleno siglo XXI, el malambo del hombre parece haber quedado dentro de una jaula. En certámenes estrictos como Laborde, los hombres bailan el malambo de la cintura hacia abajo, está mal visto mover los brazos.
—¿Qué tengo que hacer para no moverlos tanto? Me sale natural…
Preguntó Micaela una tarde, después de practicar un malambo.
—Nada, es tu estilo— le respondió el maestro.
Micaela se formó sobre dos tablas de madera que hay en el garaje de Rodo y que imitan la sonoridad de un escenario. Él le enseñó todos los movimientos, le armó las mudanzas pero dejó libre la interpretación. Después comenzó otra búsqueda: «¿cómo debía vestirse?» Algunas bailarinas de malambo lucían como hombres; para ella, era importante vestirse como mujer. Googleó acerca de los pueblos originarios de La Pampa, pensó en representar una cautiva o una nativa. Optó por la segunda, se imaginó en el cuerpo de una Machi Ranquel e intentó contactar a algunas de las personas de la comunidad, sin suerte. Diseñó su atuendo siguiendo datos que encontraba por Internet. Se hizo un vestido estilo chamal, de una sola pieza, que las mujeres ranqueles sujetaban sobre la cintura con una faja o pollké. Eligió un camisón de su abuela que tenía el color de la tierra seca, que parece arrojar resplandores con la luz del sol. Leyó también que este pueblo consideraba que los adornos con platería espantaban a los espíritus, por eso se hizo un trailon-kó, una vincha que sostiene la cabeza y protege las ideas y trabajó en su traipel, ese adorno que le cubre el pecho y con metal barato, desarmando collares que desenterró de cajones que ya nadie abría, armó su bijouterie.
En los ensayos finales antes del clasificatorio, Rodolfo sabía que Micaela estaba lista.
—En un grupo de diez personas, hay solo una o dos que brillan, que se distinguen. La diferencia está en el orgullo, en el amor propio, en la pasión. No alcanza con aprenderse una mudanza y repetirla, con imitar un formato, una coreografía. Lo más bonito es ver cómo un cuerpo incorpora el movimiento, cómo cada persona va buscando su identidad, su comodidad. Y cuando la encuentra la felicidad queda al aire. Con Mica ocurre eso.
V
El sábado 15 junio de 2019 se realizó en Catriló el clasificatorio para decidir quién representaría a La Pampa en el Campeonato Nacional de Malambo. Micaela se presentó descalza a hacer su zapateo, con su vestido a estrenar, la vincha ajustada sobre su frente, el colgante abrazando su respiración.
—Está usando collares sagrados, no voy a defender eso —le dijo a Rodolfo una mujer que estaba como jurado en el certamen. Era Ana María Domínguez, La Negra, tez trigueña, cabello azabache, sesenta y ocho años, madre de seis hijos y machi ranquel descendiente del cacique Mariano Rosas (PanguitruzNger). En el ambiente del folklore pampeano la Negra es autoridad, llegó a dirigir el ballet municipal de Santa Rosa. Sabe.
Cuando se aclaró el malentendido y vio bailar a Micaela, sintió que se observaba en un espejo:
—Soy yo.
Es posible que la pasión de Ana María por la danza haya comenzado una mañana, a los diez u once años, mientras su padre, un hombre al que le gustaban las costumbres gauchescas, escuchaba la radio. Improvisó un paso, y después otro y el padre se lo festejó. En la escuela primaria bailó su primer Pericón y una profesora le dijo que tenía talento. Integró el grupo Estampa Sureña y formó parte del espectáculo «La Pampa canta y baila», que dirigía en los años ’60, Fernando Dagué. Al poco tiempo de integrar la compañía se dio cuenta de que había poco desarrollo sobre folklore sureño, que las danzas que bailaban no tenían tanto que ver con la región. Fue un bailarín, Oscar Zalazar, el que le enseñó el repique del malambo sureño, una secuencia de seis plantas de la que parten el resto de las mudanzas.
—El malambo sureño es como el galope del caballo.
Como si le hubieran entregado una gema, Ana María comenzó a inventar mudanzas que derivaban del repique inicial, zapateos cadenciosos y suaves que —dice— imitaban a la vida del campo. Tiempo después compró libros sobre los orígenes y la evolución de la danza y supo que en los comienzos el malambo se bailaba sin acompañamiento. Era un duelo silencioso en el que solo se escuchaba el cuerpo del gaucho contra el suelo, el bisbiseo de la bota de potro desparramando la tierra. También descubrió que en algunos casos, los gauchos del siglo pasado se desafiaban a zapatear entre velas, cuchillos y alrededor de una botella tratando de no tocarla. Sin saberlo comenzó a hacer una antropología de la danza.
—Yo no sabía que estaba inventando algo nuevo. Yo solo quería sacar mudanzas para que los chicos bailaran una huella como corresponde. Me di cuenta de que tenía que contarles mi historia, ponerle nombre a los firuletes que inventaba. Contar la vida de mis antepasados, mis orígenes, las vivencias de mis tíos hacheros en los puestos, su lenguaje, su atuendo. Contarle a los chicos cómo es La Pampa. Porque si no conocen de qué hablaban los gauchos, cómo se sientan en el piso, cómo laburan, cómo se visten, es imposible bailar un malambo sureño.
En los años 80, Ana María se metió en las competencias de folklore y ahí sintió por primera vez que sus mudanzas causaban impacto en los jurados. Se divorció y formó en su propia casa la Agrupación Malambo. En ese lugar, una vivienda social del barrio EPAM, uno de los sectores más pobres de la ciudad, decenas de chicos y chicas aprendieron a zapatear el malambo al calor de una estufa a leña, mientras ella hacía mate y tortas fritas. A veces —recuerda Ana María— no había luz eléctrica y tampoco para comer.
En 1990 tuvo su primer gran logro, cuatro alumnos ganaron en la categoría de Malambo Combinado en el Festival de Laborde. El cuarteto no estaba entre los candidatos pero era puro sacrificio. Estaba integrado por cuatro chicos de barrios humildes, dos con sobrepeso, uno con problemas de columna. Ana María no solo los había entrenado sino que también les había enseñado a coser. Ellos mismos se hicieron los atuendos sureños con prendas viejas que recolectaban en roperos comunitarios. Cuando los anunciaron ganadores, los jóvenes malambistas lloraban de la emoción. Casi nadie creía que una mujer había sido capaz de entrenarlos. Cuatro años después, Fernando Rossi se coronó campeón en la categoría solista. Para entonces La Negra tenía su lugar ganado en Laborde. Ana María Domínguez: una mujer que preparaba campeones para bailar una danza no apta para mujeres.
VI
Cuando Micaela del Río finalizó el secundario tenía decidido mudarse a Buenos Aires, quería ser coreógrafa. Claudia —la madre—, puso una condición: que hiciera otra carrera en paralelo: «llámese contador, abogado, profesor… lo que sea», pero que pudiese vivir de eso, o al menos solventar lo otro. Micaela la miró de ese modo en que ya se miraron tantas veces, y le arrojó ese rayo luminoso para ahorrar palabras:
—¿Vos me ves abogada? ¿Me ves médica? Sería como estar muriéndome.
Para llegar a la casa de Claudia Berdugo hay que atravesar todo General Acha.
Dice la historia que en 1882 en esta ciudad nació La Pampa y fue nombrada capital del territorio, pero el título duró poco. Para 1900, Santa Rosa se adjudicó el estatus. Hoy tiene más de 12 mil habitantes y conserva el aura del nombre mapuche que llevó la zona antes de convertirse en Acha: le decían “QuetréHuitrú Lauquen” que significa caldén junto a la laguna.
Claudia es pequeña, sencilla, abre la puerta de su casa con ese porte seguro de quien sabe sostener el mentón en alto. Dice que no tiene mucho para contar mientras ceba mate con una pava sin tapa. Minutos después se olvida del agua porque está perdida en su propia historia. Si no lo contara sería difícil descubrir que anoche lloró de rabia: Micaela está en Cosquín, ayer participó en la competencia de baile estilizado en pareja y es una de las primeras veces que no la pudo acompañar, no alcanzó a juntar el dinero.
La danza y la economía. Si hay dos líneas que atraviesan la vida de estas mujeres, son esas. Porque para sostener esta pasión y dedicarle tiempo a su ballet y participar en festivales —en distintas provincias o incluso en el exterior— que implicaban viajes de fines de semanas completos o incluso semanas, Claudia nunca aceptó un trabajo convencional, con las ventajas que supone estar en blanco, con las desventajas de estar atada a horarios de comercio.
—Para mucha gente realizarse es tener casa, auto; y yo le respondo a mi mamá que muchas veces sentí que había sido feliz, porque tuve la suerte durante toda mi vida de haber hecho lo que me gusta, esto significó haber trabajado de todo.
De todo: además del ingreso que tiene por dar clases en colegios e institutos de danzas, Claudia asa pollos y los sale a ofertar, cobra cuotas de seguros, vende ropa, en algún momento trabajó para una agencia de autos, o se juntaba unos pesos dibujando carpetas para los alumnos que estudiaban en nivel superior; abrió una rotisería, limpió casas, fue moza. Ahorró. Ahorró más. Es la directora de la compañía de danza Grito Pampa, es su diseñadora de vestuario, la costurera del elenco, la sonidista, la locutora del espectáculo, la publicista.
Siempre supo que su hija tenía lo que había que tener para brillar en la danza, lo que no quería era una vida de tanto sacrificio económico. Por eso tuvo esa salida aquella vez cuando le pidió a Micaela que estudie también otra cosa.
—Sería como estar muriéndome— le había respondido su hija. Nunca lo va a olvidar.
Las dos sabían que sí.
Dos meses después entrarían juntas a la UNA y Micaela se inscribiría en el Profesorado de Danzas Folclóricas.
VII
Antes de subir al escenario, un malambista es una fuente de energía potencial, un estanque que va a vaciarse por completo en cuestión de minutos. Están los que practican la rutina hasta el último momento, los que se persignan varias veces e invocan a dioses y santos, los que asienten como un boxeador ante las instrucciones y palabras de aliento. Micaela del Río jura que el 14 de octubre del 2019 no tuvo cábalas pero sí amuletos: dos frasquitos minúsculos de vidrio, uno lleno de tierra pampeana, otro repleto de yuyitos: jarilla, caldén, espinas, florecitas. Estaban cosidos en un doblez de la enagua. Nadie los vio, pero estuvieron allí todo el tiempo, pegados a su cuerpo.
La coreografía para la primera ronda fue, como en el selectivo, una reivindicación del pueblo ranquel. Incluyó zapateo, entrada con Kultrúm (pequeña caja musical) y un final con palabras en la lengua originaria: “¡Que continúe nuestra lucha; aún estamos vivos los ranqueles. Cien veces volveremos, cien veces venceremos!”.
—Las mudanzas tenían que ver con la tierra y la libertad—, recuerda Micaela.
Desde la presentación de las delegaciones, Micaela se distinguió del resto de las participantes porque era la única con atuendo originario y porque iba a zapatear descalza. También por su indisimulable altura: mide un metro cincuenta y tres, era la más petisa. El malambo duró menos de cuatro minutos. Cuando finalizó, la gente aplaudió un poco y nada más. A la mitad del acto, mientras acompañaba con la guitarra, Rodolfo miró al público y supo que algo no había salido bien. Cuando bajaron del escenario, dijo: «Mica… no traspasamos la madera, fue un malambo para nosotros».
—La preselección fue muy intensa, de mucha presión. Mi mamá estaba conmigo, pero subí con miedo. Estar ahí es fuerte, se siente toda la energía. No fue mi mejor pasada.
Entrada la tarde, los organizadores del festival anunciaron los finalistas y sorpresivamente Micaela iba a medirse esa misma noche con otras seis malambistas. Le tocaba el quinto lugar. Quedaban sólo unas horas para fortalecer la propuesta.
Rodolfo recuerda:
—Me puse loco. Pensé que íbamos a competir contra Salta, Tucumán, Santiago y que ellos iban a aprovechar otros recursos. Nos metían un acordeón, un bandoneón y ya nos dejaban fuera de competencia.
La nueva propuesta era llevar la demanda ranquel al extremo, hacía falta que el público creyera que realmente eran originarios. Hacía falta más gente, un mensaje más potente que sacudiera la cabeza del público. Para eso incluyeron un lonkomeo, una rogativa mapuche que solo bailaban los hombres moviendo vigorosamente la cabeza sin perder el ritmo. Compraron vinchas y pezuñas de cabra. Claudia subiría al escenario vestida con un poncho y haría percusión. Sumaron a Walter Llanson como bombista. La primera guitarra quedaba a cargo de Gonzálo Pérez, la segunda en manos de Rodolfo.
El profesor dio las indicaciones.
—Mica vas a entrar agazapada, como si vinieras de bailar un lonkomeo. Quiero que hagas ese salto, que está en tu foto de perfil de Facebook, los pies en el aire, las manos extendidas hacia atrás.
—El salto del venado.
—Eso, eso mismo, el salto del venado. Quiero que lo hagas al final.
El plan de González Alcántara fue llevado adelante con precisión: Micaela ejecutó los cambios con frialdad, como si el malambo de la tarde nunca hubiera existido. Terminó agitadísima pero llegó a decir lo que tenía que decir. Antes de abandonar la escena, levantó una mano e interrumpió el aplauso del público. Con un hilo de voz pronunció las palabras finales en ranquel y las tradujo para que se entendieran. La proclama, al borde del llanto, fue un grito de guerra. El auditorio estalló, Claudia lloró, Rodolfo apretó el puño, Llanzon y Pérez se rieron cómplices.
Para esa altura de la noche, otra malambista esperaba su turno en camarines. De todas formas no había mucho por hacer: el momento de mayor intensidad del Festival de Malambo Femenino 2019 acababa de pasar, como una estrella fugaz iluminando la noche de Carlos Paz.
—Bajé vacía.
VIII
Ahora es la Cacha quien sube al escenario. Es sábado 22 de diciembre de 2019 en el Teatro Padre Boudo de Acha. La Compañía de Danzas Grito Pampa que dirige Claudia Berdugo y Micaela del Río termina de presentar su espectáculo Alquimia.
No hay más de 60 personas desparramadas en casi 400 butacas. Cacha —la abuela—sube el escenario al final. Recién recibieron un aplauso todos los bailares, recién una artística plástica le entregó a Micaela un cuadro donde está ella ilustrada bailando el malambo, la obra se llama “Perseverancia”. Pero es la Cacha y son las piernas hinchadas de la Cacha, su bastón resonando, ese esfuerzo para subir las escaleras y llegar al escenario, lo que llama la atención. Es la Cacha —la abuela—, la que insistió para que esa nieta se crie en Acha, la que asó pollos y zurció lentejuelas tantas veces con ellas y planchó polleras y las acompañó en cada aventura, la que conmueve. Porque la Cacha quiere decir algo, entonces lleva un papelito apretado al bastón, así le gana esta batalla al Alzheimer. Micaela la abraza primero, luego se aleja dos pasos para poder escuchar lo que tiene para decir, Claudia acerca el micrófono.
—Estoy muy contenta que saliste… —atisba a leer, pero no entiende su propia letra ni recuerda lo que quiere decir.
Micaela se acerca, lee la notita, la ayuda:
—…que saliste campeona— lee en un ahogo.
—Te felicito— sigue leyendo la abuela—¡qué alegría!
El día que Micaela llegó a General Acha con su copa de Campeona, en la entrada de la ciudad la esperaron los bomberos, la cargaron en la autobomba y la pasearon con el atuendo de malambista, envuelta en un poncho pampa. Desde entonces la vida parecía haber mejorado: fue tapa de una revista de Danza, estuvo un programa de televisión porteña con Verónica Varano y Diego Pérez, comenzó a dar clínicas de danza, empezó a prepararse para otras competencias, recibió el halago de sus profesores de la Universidad de las Artes, su nombre se hizo fuerte dentro de las compañías de baile.
Tal vez en una milésima de segundo piensa en todo eso cuando abraza a su abuela. La Cacha habla a los gritos como si no hubiese público, como si toda esa gente fuese su familia en patio de su casa. Micaela Del Río da las gracias de nuevo, dice «que estén acá y me abracen ya es un montón» y suelta un deseo.
Ninguno de los presentes sabe que para el 2020 ya armó un nuevo mapa de los sueños en su habitación. Pegó fotos y palabras que recorta de revistas. Le hubiese gustado ganar en Cosquín, por eso hay una foto de una pareja de baile. La imagen de una heladera llena de comida representa el deseo de abrirla y encontrarla así: llena alguna vez. Hay también un recorte de zapatillas, una cámara de fotos, una ilustración de Einstein que significan las ganas de seguir estudiando, y dos palabras “abuela feliz”. Ninguno de los presentes sabe que el 2020 dejará a todo el mundo con los sueños freezados.
Allí, en el escenario, ahora le da la mano a su abuela, le pregunta si se anima a un zapateo juntas. La Cacha, con sus chinelas con hebillas, los dedos amontonados como repulgues, los tobillos hinchados; Micaela descalza; Claudia —la madre— a unos metros, secándose las lágrimas. Entonces comienza a sonar el golpe de sus pies contra las tablas y la voz aguda de Mica guiando a la abuela: papitopapá, papitopapá.
—Ojalá algún día podamos vivir de esto que hacemos.
Dice Claudia, y su deseo resuena en el escenario.
Ángeles Alemandi
Periodista
Dejé Buenos Aires en 2013 para mudarme con mi familia a un pueblito al sur de La Pampa. Al principio le temí a este silencio de siesta permanente. Y si bien todavía sigo extrañando el caos de la ciudad, de a poco me fui amigando con los días quietos que sólo agita el viento. Leo mucho desde que vivimos aquí, escribo crónicas narrativas y en 2020 publiqué Rally de Santos, mi primera novela.
Lautaro Bentivegna
Periodista
(Bahía Blanca, 1987) Pasó su infancia en Guatraché (La Pampa) y se graduó en Comunicación Social en Córdoba. Es periodista en CPE Tv y Radio Kermés. Colaboró en Infojus Noticias, Anfibia y otras publicaciones. Fundó el Festival ¡PAM! DE Periodismo y Literatura. Contar historias es su mayor obsesión.
Belkis Martin
Fotógrafa | Realizadora audiovisual
Cinéfila, glazómana, coleccionista de imágenes. Realizó trabajos documentales vinculados a los nuevos asentamiento urbanos, artistas callejerxs y la lucha de identidades disidentes. Actualmente se encuentra realizando una serie de tv documental sobre historias de boxeadores que se emite por la Televisión Pública Pampeana.
Impecable crónica! Muy detallada. Una historia desconocida, sorpresiva, esperanzadora. Objetivo claro, definido y alcanzado! Un testimonio estimulante.