La última muñeca está parada encima del librero al lado de la tele que está en la sala. Son casi las cinco de la tarde de un sábado más, y todos regresan a casa de Silvia cansados, asoleados, desolados. Algunos se dejan caer en los sillones rojos soltando un largo suspiro; otros se sientan en las sillas, se inclinan para descansar sus codos en las rodillas, y se limpian el sudor y la tierra de las caras pegajosas.
Son los miembros del grupo Víctimas por sus Desaparecidos en Acción (VIDA) que cada semana salen a buscar en el estado de Coahuila, en el noreste de México, a sus familiares desaparecidos. Son el papá, la mamá, la hermana, el hermano, de alguien, esa persona indefinida que vagamente llamamos desaparecido. En México, son más de 30,000, y Silvia Ortiz, junto al grupo que lidera, ha encontrado desde enero de 2015 docenas de restos humanos donde las autoridades no encontraron, no buscaron.
«Llego muerta, pido esquina. Llego bien, pero bien cansada. Pero quiero seguir haciéndolo. Ya no es nomás por mi chaparra. Yo sé lo que es el dolor, yo sé lo que es el sufrimiento. Yo volteo, las veo y las oigo. Pienso cuando llegaron al grupo y en cómo llegaron. Ahorita es otra forma, se ríen, echan botana», cuenta Silvia. «A veces lloramos, a veces no. A veces botaneamos. Pero no se deja de sentir.»
Su chaparra es Silvia Stephanie Sánchez Viesca, también conocida como Fanny, quien recibió una muñeca de porcelana en su fiesta sorpresa de quince años, siguiendo la tradición del último juguete que simboliza la transición de niña a mujer. Fanny había preferido ir al concierto de Britney Spears en la Ciudad de México meses antes, pero aún así, su madre decidió organizarle una fiesta sencilla en su casa en Torreón, Coahuila.
«El mero día de su cumpleaños todos me decían: Silvia, es que son los quince. Pues sí, pero esta güey no quiere. Lo que ella me decía era: ¿Bailar en medio de todos? ¡No mamá! Les dije a los demás vamos a hacer una cosa: ella es del once de septiembre y yo del trece, ustedes van a la casa porque dicen que me van a festejar a mí pero tú te llevas la última muñeca, tú te llevas esto, tú lo otro y así le armamos la fiesta en la casa. Nada más la pura familia,» cuenta Silvia.
Llegó el día, los familiares estaban en la casa de Fanny, quien creía que era el festejo de su madre, y entonces sus dos hermanos, Michelle y Chris, pusieron el vals.
«Ella voltea, van los dos y le agarran la mano, y Fanny empieza a llorar como no te imaginas. Y me dice: Te dije que no, que no quería bailar, que vergüenza. Y yo: Hija nada más estamos nosotros, la familia…», dice Silvia. «Total se hizo esa especie de festejo para ella… y le regalaron la mentada mochila de conejo.»
Casi dos meses después, el 5 de noviembre de 2004, Fanny salió de un torneo de básquetbol y se dirigió hacia la casa de un amigo, un antiguo vecino que le había prestado un discman. No lo encontró. Cargando su mochila de conejo rosa, Fanny tocó a la puerta de una vecina como a las ocho treinta de la noche y le pidió dinero para el camión. Dos pesos después, Fanny empezó su regreso a casa caminando por la calle 28 del centro de la ciudad, y fue así como en esa noche fresca de otoño, Fanny desapareció entre Morelos y Juárez.
Doce años después, docenas de personas la siguen buscando, a ella y a los más de mil seiscientos desaparecidos que el gobierno del estado de
Coahuila reconoce, y a los otros más que se estiman. Al regresar de buscar, los miembros del grupo VIDA se reúnen, con su respectiva michelada, y hablan sobre los lugares recorridos y por recorrer, como si así se pudiera alargar una línea del tiempo que fue borrada.
Conforme pasan las horas, Cuitláhuac, un nuevo miembro cuyo hermano desapareció hace cinco años, empieza a tomar control de la conversación y habla sobre su vida. Es como si no hubiera hablado con nadie en años, y menciona que sus familiares le han dicho que ya deje eso, pero él se rehúsa.
Cuitla es quien sugirió el destino de hoy, ya que hace tres años, cuando buscaba a su hermano, vio un carro quemado arriba de un cerro. Esta vez no se vio ningún carro. «Aquí había uno. No quiero que piensen que estoy loco o que les estoy haciendo perder el tiempo,» señala desesperado. Silvia le dice que se mantenga tranquilo y que las búsquedas son así. Ninguna es una pérdida de tiempo.
Sentado con los pies firmes en el piso y la espalda erguida, Cuitla no puede creer la satisfacción que da el caminar, el buscar rodeado de personas que buscan lo mismo que él. Cinco años sintiendo que él era el único. Cinco años. Silvia se levanta, le da la espalda a la última muñeca de Fanny, y decide contar:
«Ahí te va una historia, es una historia que me parte el alma. Haz de cuenta que -esta vieja que es bien grosera y de lo más peor que te puedas imaginar-, esta mujer estaba bien metida en la Iglesia, pero bien metida. Yo daba evangelizaciones, iba a las colonias. Me acuerdo mucho de ese día porque lo tengo aquí bien metido en mi pinche cabeza. Me dijeron: tienes que ir a la Escobedo, y ahí voy. Me ponen enfrente de todas las señoras y estoy hablando de la palabra de Dios. Estoy hable y hable y hable, y qué tanto amó Dios al mundo que entregó a su hijo y murió por todos y cada uno de nosotros. Y le pregunto a la gente: ¿Qué hemos hecho nosotros para con él? ¿Qué has hecho tú? ¿Ustedes qué le han entregado? Y me responden: Ah, ya no me voy a pelear con mi vecina. Yo volteaba y las veía, me decían: Ah, ya no voy a ver novelas, ya no voy a fumar… Las empecé a escuchar y yo les dije: ¿Saben lo que están diciendo? Él nos entregó a su hijo, y yo te pregunto ¿eres capaz de entregar a tu hijo? Todas contestaban que no. Y yo seguía: ¿Amas realmente a Dios? Entonces entrega lo que más amas. A mí no se me va a olvidar que estaban todos sentados, yo estaba parada y dije: Señor, te entrego a mis hijos. Señor, haz de ellos lo que quieras, para honor y honra de tu nombre; son tus hijos. Así lo hice y ya, seguí hablando… A la semana desapareció Silvia, exactamente a la semana desapareció mi hija».
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Es una de las tantas búsquedas más del año número dos. Le llaman “La bodega”, aunque no es más que cuatro muros de ladrillo color arena con una construcción incompleta, levantados en medio de un gran ejido en las afueras de Torreón.
Son un par de horas antes del mediodía, pero el sol ya se empieza a sentir candente. Las mujeres se amarran chalinas de diferentes colores y estampados alrededor de la cabeza, cubriendo la cachucha que protege sus cueros cabelludos. Hasta podría parecer que se preparan para ir a misa. Los hombres, unos se amarran paliacates de colores, con diseños paisley, debajo de sombreros de mimbre, o gorras, para absorber las gotas de sudor que ya empiezan a escurrir por sus frentes. Otros, solo se ponen la gorra. Todos, hombres y mujeres, cubren sus brazos con camisas de manga larga, y sus pies, con botas tipo de combate con suela de caucho, diseñadas para adaptarse a los terrenos más arduos.
Se dividen en grupos, separando el área en secciones. Entre ellos, se asignan los roles: uno lanzará la tierra con la pala hacia la criba, otro sostendrá la criba, mientras el resto sacará con singular sutileza todo aquello que se asemeje a restos humanos.
Rosa María Flores agarra la pala que aunque no lo parezca, pesa, y vierte la tierra sobre la criba, hecha de cuatro tablas de madera y malla, que sostiene su hermano. Una de las tablas, la de los lados más cortos del rectángulo, anuncia al propietario de la herramienta en letras mayúsculas, marcadas con plumón Esterbook: VIDA. Al parecer esta fue la solución a la queja de Silvia, meses atrás, en otra búsqueda, sobre el desconocido paradero de algunas de las cribas. «Luego las agarran los de la procu [Procuraduría General de la República]», había exclamado.
Rosa suelta la pala, y se inclina para observar —su espalda baja recordará estas constantes agachadas horas después cuando se tire a la cama. Desliza sus dedos entre la tierra y tantea lo que ha quedado en la malla de la criba para ver si son huesos; Rosa busca a su hijo, Sergio Vázquez Flores. Desde que salió por un refresco el primero de febrero de 2010, el joven de 27 años sigue teniendo 27 años.
Todas, tienen a sus vivos. Concepción Peralta tiene un hijo que se llama Jorge Alberto, de 27 años, que desapareció el día de los festejos de la Independencia, en el 2012, cuando salió a pasear en moto. El hermano de Jessica Chaires, Jesús Alfredo, iba con él, y desde ese momento, no ha dejado de tener 24 años.
Guillermo David Contreras Castañeda, el hijo de 17 años de Sonia Castañeda Magallanes, no fue nunca más visto desde esa noche de julio de 2014 que dejó a la novia y lo agarraron las patrullas. María del Rocío Hernández Romero busca a su hermano Felipe, guardaespaldas de 36 años, desaparecido en el 2011 porque, claro, era guardaespaldas. Pero todas buscan a sus vivos, aquí, en este cementerio clandestino donde ni hay necesidad de esconder a la muerte.
Hace algunas semanas, se encontraron dos osamentas aquí. Se acordonó el área, personas con batas blancas recolectaron y limpiaron la zona restringida, mientras los miembros del grupo VIDA observaban desde afuera de las cintas rojas que cargan la leyenda “PELIGRO” en color negro. Las cintas han caído, los hombres de batas blancas no recogieron todo, y es el grupo VIDA, acompañados de autoridades que solo hacen eso, acompañar, que recogen los restos de los humanos.
El agente del Ministerio Público de la unidad de personas desaparecidas de la Procuraduría de Justicia del Estado (PGJE), Fernando Vela, observa mientras el grupo trabaja, y me explica que los peritos y el personal encargado ya terminaron la recolección de huesos la semana pasada.
«No terminaron el trabajo», dice alguien, mientras continúan recogiendo los huesos calcinados que quedaron de las personas que fueron incineradas en las infames “cocinas”, tambos saturados de diesel usados por grupos criminales para desaparecer los cuerpos de sus víctimas. Miembros de la PGJE se mantienen alejados, a unos cuantos metros, parados debajo de la sombra de un árbol simplemente vigilando. Su trabajo ya se cumplió con recoger los “huesos buenos”, los que, según ellos, sí pueden ayudar en la identificación forense.
«¿Una muela? Aunque este calcinado; los queremos completos. Escucho que me dice ‘este ya está muy quemado’. No, ¡ni madres¡ Lo importante para mí es que te lo den todo», reclama Silvia.
Si uno lee las guías como el del Comité Internacional de la Cruz Roja, o el protocolo para el tratamiento e identificación forense de la Procuraduría General de la República, encontrará los pasos a seguir durante un levantamiento, el cual incluye el registro sistemático de toda la evidencia para seguir la cadena de custodia.
Meses después en una entrevista, Vela me dijo lo que los manuales me habían dicho antes: «Los restos óseos son asegurados por nosotros, no por ningún civil porque si no se rompe la cadena de custodia. El aseguramiento lo hace la autoridad del resto óseo cuando se da algún tipo de fosa o algún hallazgo donde se cometió un hecho delictivo, y esas a su vez se llevan a lo que es un área de genética.»
Los demás, los que buscan, se tiran a la tierra, con guantes en manos, y empiezan a escarbar. Pulgar e índice agarran con delicadeza cada pedacito, calcinados y semi calcinados, mientras la otra mano le retira tiernamente el polvo y la tierra. Son de diferentes tamaños, colores y formas, separados por su grado de combustión: semi-quemado, quemado negro, quemado azul-gris, quemado azul-gris-blanco.
Los negros, esos que parecen pedazos de carbón, son los que predominan. De los azul-gris-blanco, esos que aguantaron hasta más de 600 grados de combustión, son los que hay menos, pero aun así, todos siguen aquí, existiendo, exclamando que el hueso es duro, que nuestros huesos sobreviven.
En ocasiones, ocurren los milagros: los dientes, las muelas. Las añoradas piezas dentales pueden ser cruciales para la determinación del perfil genético, y si hay suerte, pueden entregar una buena cantidad de ADN de buena calidad. Aquí, y en todo el país, el número de restos ha sobrepasado el número de manos expertas. El gobierno del Estado inició en el 2014 la construcción de un Laboratorio de Genética Forense, y aunque ya está finalizado, siguen en espera de las acreditaciones correspondientes.
Los guantes de nylon negro, ideales para la jardinería y para manipulaciones confortables y precisas, se escabullen unas pocas pulgadas dentro de la pila de tierra. Sale una muela, que a simple vista, sin ser expertos en morfología dental, parece un diente premolar. Se ve completo, con su raíz y sus rebordes, su esmalte erosionado, pintado de distintos matices, un gris, un amarillo, un café, que solo se pueden describir como añejo, muerto, del pasado… y claro, de pequeños destellos de blancura que nos hace recordar que alguna vez estuvo vivo, que si nos salimos de esa caja del cerebro que nos hace disociarnos de la realidad y solo verlo como un diente, y no como una parte de un todo, o sea, no como un diente que cuelga de una encía que va en una boca que mastica, habla, muerde y grita, la cual de la misma forma, va dentro de una estructura craneal, coloquialmente conocida como cabeza, que en alguna parte de la adolescencia será la parte más grande y visible del cuerpo, de ese cuerpo de un alguien, y que se conecta a un cerebro, a una mente única, sin importar sus capacidades y habilidades, pero única, es decir irreproducible, que en algún momento de la vida hizo muchas pendejadas, dijo muchas idioteces, y pensó un sin fin de babosadas, podremos ver que sí, en realidad, es el diente de un alguien. Eventualmente, llegará un día que irás al dentista, y te asegurarás que todas las piezas están donde deben estar, que todos tus dientes y muelas y colmillos son parte de ti, que ese diente chueco no es parte de la sección de ¡señas particulares! de algún cartel de ¿Has visto a?, que los dientes caminan contigo, hablan contigo, duermen contigo, comen contigo, que los dientes son tuyos, confirmados por su enraizamiento a tu dentadura, identificándote, haciéndote un individuo, vivito y coleando. Pero aquí, los dientes ahí yacen, solitos, sin encía a la cual treparse. Sin nombre, sin apellido.
Los van separando a un lado, en un montoncito donde se empiezan a apilar uno encima del otro. Alguien pide una bolsa. Los agentes empiezan a buscarlas, se tardan, se preguntan uno al otro al otro quién las trae: las han olvidado. Encuentran tres, de plástico, dos traen las letras del OXXO, en rojo y en café. Y es así como se agrega un uso más a esas bolsas de plástico guardadas dentro de más bolsas, o escondidas en el horno de la estufa de cualquier casa mexicana fiel seguidora de la tradicional técnica de reciclaje.
Los echan de a montón, expandiendo el fondo de la bolsa sobre la superficie arenosa. Atrás quedan los manuales de criminalística y ciencia forense y sus listas de precauciones a adoptar, como evitar las bolsas de plástico que condensan la humedad y degradan el ADN.
No todos traen mascarilla. Unos usan cubrebocas desechables de polipropileno, con ajuste a nariz y elástico a oídos, de los verdes de hospital, pues. Otros traen de los blancos, tipo concha, como de protección industrial, con válvula y Certificación N95, es decir, respiradores con alta eficiencia de filtración. Todos hablan, el silencio y la concentración ocasionalmente interrumpidos por hallazgos que provocan exclamaciones, diálogos breves, preguntas que se pierden en la nada.
— ¿Por qué no dejarlos tirados y ya?
— Como que ya es de gente muy desequilibrada…
— ¡Mira¡ ¡Una muela! Muy buena…completita.
En otras ocasiones, se quitan los cubrebocas para hidratarse, dejando a la vista un círculo de tierra alrededor de la boca, dándole pequeños sorbos a las botellas de agua purificada de 237 mililitros. Algunos se esconden unos segundos en la sombra, limpiándose el sudor con el paño, con la chalina; se sientan, donde se pueda, a tomar un respiro, a pausar; y los que fuman, fuman. Aspiran, con la mirada perdida, recordando, descifrando, conjeturando.
Y regresan: a tomar la pala, la criba, a esculcar en busca de más huesitos. No se acaban. Las bolsas se siguen llenando.
«Hubiéramos traído agua bendita,» dice alguien. El sol se rehusa a esconderse, los cuerpos, de los vivos, transpiran en piloto automático. Las manos se empiezan a cansar, y las tripas, de los vivos, demandan comida.
Aquí ya acabamos,» grita alguien más. Se forman en círculo dentro de los muros, se agarran de las manos y comienzan a rezar. Algunos de los ladrillos están manchados de humo, con un negro difuminado, de los fuegos, de los hornos crematorios para las masas, para los que son iguales, para los que dan igual.
— Yo ya ni sé orar, lamenta Rosa.
— Es nada más platicar, responde Silvia.
— Por más que duela le va a dar paz a nuestra familia, lanza alguien más.
Se rompe el círculo, se recogen las herramientas, y se cuenta antes de partir. Julio Sánchez Pasillas, padre de Thania, de 25 años desde el 2011, saca los huesos de las bolsas, los separa en grupos —por colores, por grados de combustión— y comienza a contar. Doscientos treinta y cinco quemados, diez semi-calcinados, diez piezas dentales, y casi veinte casquillos, da el registro final. De este sábado, al menos.
«Las primeras veces sacamos huesos grandes, pero grandes», exclama Silvia, a la par que sus manos se van separando, simulando la extensión de los primeros fragmentos recogidos.
Esta es la cuarta vez que hacen la misma actividad en el mismo lugar. Cribar, separar huesos de la tierra, es la actividad. A lo mejor se regresa, a lo mejor no. Huesos siempre habrá. Al menos aquí, en el área, en los miles de kilómetros de la novena zona metropolitana más poblada de México, la Comarca Lagunera.
Chantal Flores
Periodista | Escritora
Escritora y periodista independiente con intereses variados como practicar deportes y disciplinas que requieren estar descalza. Explora las interacciones entre países desarrollados y subdesarrollados a través de su propia experiencia y de las de otros inmigrantes.
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