En El Salvador, un país en el que las tasas de homicidios se hallan entre las más altas del mundo, la población trans suele ser una de las más afectadas. Tal vez por eso las palabras de Miriam —confesiones herejes— pueden resultar incómodas. Quizás por eso son esperanzadoras.
Texto y fotos: Migue Roth | Angular & KajaNegra
Pocos días antes de que se declarase la cuarentena, nos encontramos con Miriam en un bellísimo pueblo del interior salvadoreño. Ya sabíamos que algo grande y muy malo estaba pasando del otro lado del atlántico, pero entonces creíamos que la tempestad pandémica no llegaría. Aún había un mínimo de sosiego, de una tranquilidad en suspenso que nos permitía caminar, sentarnos en la plaza y conversar sobre lo complejo de ser trans en uno de los países más violentos del mundo. No estábamos segures —lo dicho: es una de las regiones donde las tasas de homicidios son brutales—, pero así y todo podíamos estar ahí: yo escuchando, ella contando; les dos ignorando una tormenta aún mayor que ya estaba encima nuestro.
Las tijeras o la calle
Tuve que abandonar mis estudios desde pequeña porque pasaba hambre y debía trabajar. Hice una coraza desde entonces —dice Miriam* al compás del sonido de sus uñas esculpidas sobre la mesa de madera—. Descubrí mi orientación sexual recién en la preadolescencia y a mis 18 años comencé mi transgresión. Al principio me consideraba un chico gay; luego, poco a poco, me di cuenta que no era así. En aquel entonces nos medicábamos sin saber, solo porque otra lo hacía.
Dejar de estudiar es algo que afecta más a la población trans. Es habitual que la gente no respete la identidad sexual; y eso duele. Ahora le llaman bullying y se sabe lo que puede provocar. Antes, las formas de discriminación que sufríamos —nos obligaban a vestir ropa de hombre y a comportarnos como tales— nos herían y no teníamos posibilidad de amparo: si nos lamentábamos, nos castigaban. Si nos resistíamos era peor. Permanecimos años sin consuelo ni defensa. Todos estos son factores expulsivos del ámbito educativo. Y si tampoco hay apoyo familiar, ¡ouf! —repite Miriam— …sin apoyo de la familia… no queda otra. Así es como tantísimas chicas trans se prostituyen. No encuentran otra salida, no encuentran quién las oriente, no obtienen las herramientas que les puede dar el conocimiento. Imagínate: sin estudios, sin un espacio seguro donde estar, sin familia; con hambre, miedo y frustración: la opción inmediata es el dinero que puede ofrecer un cliente a cambio de sexo. A este combo debes agregar que las opciones laborales son escasas para una joven trans. Aquí ni siquiera se considera a nivel legislativo el cupo laboral para nosotras.
Dejé de estudiar, pero tenía que comer. Y en mi caso, lo más viable, fue el mundo de la estética. Supe que este rubro podría darme una chance para vivir con dignidad porque, entre otras cosas —¡vaya particularidad!— la población en general lo considera aceptable. O eres peluquera, diseñadora de modas, esteticista o te prostituyes.
—¿Era lo que soñabas ser?
—…Pues [suspira, se muerde el labio, mira hacia el cielo] …me encanta lo que hago, aunque me habría gustado ser psicóloga. El acceso a la universidad nacional es limitadísimo. Quise inscribirme en la universidad católica, pero no me admitieron por mi identidad. ¡qué curioso, ¿no?! Quienes predican el amor y la paz, se contradicen en la práctica. Homofóbicos y transfóbicos hay por todas partes; pero en la religión afronté la intolerancia más violenta.
La fe trans
Quiero desnudarme del miedo,
de la apatía.
Soy creyente. No practico una religión específica, pero creo en un Dios de amor.
Siento que las reacciones transfóbicas y la discriminación de quienes dicen ser cristianos, son producto de la ignorancia. Que nos apunten como los hacedores del peor pecado del mundo indica su mala interpretación de la Biblia.
—Y vos, ¿cómo la interpretas?
—Yo le oro a un Dios de amor, que sé que me escucha. Él no vino por los santos, vino a buscar pecadores. Y sé que me ama. Incluso, podría escuchar a un pastor que venga a predicar lo contrario. Lo escucharía y lo respetaría, pero también le pediría que respete mi decisión. Si todos vivimos en pecado, ¿por qué excluir a un grupo? Cristo dio el ejemplo de no discriminar. Así lo interpreto y es lo que me basta. Es una cuestión de fe, está claro. Otros pueden tener fe en objetos, yo la tengo en un ser trascendental, que puedo percibir en mis meditaciones a diario, por ejemplo. Y no es que me ponga de rodillas a cada rato, pero sí es una actitud de agradecimiento por su compañía.
Al menos ¡buen día!, por Whatsapp
Quiero ser la voz que levanta los grilletes
de las gargantas oprimidas.
«Vivimos en un contexto general de violencia, pero hay empecinamientos sobre ciertos grupos: las mujeres son violentadas y abusadas a diario. Ellas sufren de manera equivalente a nuestra población. Por eso es tan importante el empoderamiento, para que sepan que también pueden salir de situaciones así».
Las cifras dicen que unas 800 mil personas centroamericanas se vieron obligadas a abandonar sus casas por la violencia y la persecución. Unas 400 mil del norte de Centroamérica han solicitado asilo en alguna parte del mundo. Otras 320 mil se desplazaron internamente en Honduras y El Salvador.
Desde COMCAVIS, la Asociación «Comunicando y Capacitando a Mujeres Trans en El Salvador», de la cual forma parte Miriam, aseguran que ante estos números urgen alianzas para trabajar de forma integral las causas y las consecuencias del desplazamiento forzado.
«A mí me podrían matar por lo que escribo, por el trabajo que hago, por quien soy. Ésta es una región hostil para nosotras», dice Bianka Rodríguez, directora de la ONG y ganadora regional de la distinción Nansen. «Luchamos para que no nos maten, para que no nos veamos obligadas a huir de nuestros hogares, nuestras familias y comunidades. El trabajo que hacemos es velar por los derechos junto con diferentes instancias del gobierno, con ACNUR —la Agencia de la ONU para los Refugiados— y otras entidades que se preocupan por dar asistencia legal y humanitaria. Pero a pesar de todos los esfuerzos, cada día aumenta el número de personas LGBTI que huyen».
El Salvador forma, con Guatemala y Honduras, el triángulo norte centroamericano, la región más peligrosa de Latinoamérica para las personas LGBTI+, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
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Yo estoy esperando la posibilidad de salir, de irme, porque ya no quiero vivir aquí —sigue Miriam—: ya no quiero estar sola. Lo que me queda de familia se fue o se está yendo. Gran parte de mis amigas también se fueron. Esto crea un impacto emocional muy duro. ¿Tú podrías vivir solo? —pregunta retórica—. El exilio también es duro. Y el camino de huida, ni hablar. No creas que una no sabe lo difícil que puede ser estar fuera. Por momentos, todo se vuelve monótono: trabajo y más trabajo y, la mayoría de las veces, en soledad. Una no tiene quien le de siquiera un remedio cuando está enferma. Tengo amigas afuera que me piden que aunque sea les diga «¡buen día!» por WhatsApp, porque les hace falta el contacto humano.
Pero lo que pasa a diario aquí nos expulsa: hay asesinatos de amigas trans, que —por si fuera poco— quedan impunes. No tenemos garantías de seguridad, ¿puedes imaginarlo? No tengo ninguna certeza de que la justicia vele por nosotras, o que el gobierno haga algo. Al contrario, hasta tengo miedo de las fuerzas del gobierno. Y como si no alcanzara: tenemos las pandillas en el territorio. Día a día es así. Aquí la esperanza de vida para nosotras, las chicas trans, es de 33 años.
La crueldad, los engaños y las agresiones son constantes y se hacen parte de las conductas de la gente. Uno escucha y vive situaciones violentas hasta dentro de la misma comunidad LGBTI+: yo creo que es porque vivimos en desconfianza, todo el tiempo a la defensiva, con tanto miedo que terminamos en rencillas, chocando entre nosotras. Pero no es así por gusto, detrás de cada una de nosotras hay historias bien complicadas de contar.
Guns, pobreza, cumbia evangélica y Mon Laferte
Quiero desnudarme del miedo,
de la apatía.
Quiero ser la voz que levanta los grilletes
de las gargantas oprimidas.
Quiero ser mujer alada,
alas que son fusil,
que son poesía.
—Alejandra Munguía Matamoros
«Todo se complicó mucho más desde que vendieron la moneda —dice Miriam y atisba una explicación económica sintética—. Ya venía complicado, pero desde entonces: es una caída imparable. Ha habido gobiernos corruptísimos, y una ¿qué puede esperar? Nos toca hacer, nos toca a nosotras movernos para cambiar nuestro entorno».
Me encanta la música en inglés tanto como las pupusas, las riguas de elote y la yuca sancochada. Me gusta la música ochentosa-noventosa: las baladas y el rock de los Guns.
Ahora hay mucha música que suena por todos lados, que yo misma podría escuchar un ratito sin poner jamás en mi playlist, como el reguetón. Al mercado lo dominan el reguetón y el trap, pero no todos los centroamericanos los escuchamos, eso está claro. Acá se oye variedad, desde corridos hasta cumbia cristiana. A mí también me fascina Mon Laferte, por ejemplo. ¿Escuchaste «Plata»?
Los de siempre quieren plata[Tienen el culo forraíto ‘las rata’]
A los papito’ de cobarta
Se los come con limón esta gata
Tengo el cumbión, tengo calentura
Y perreo hasta en medio ‘e la basura
¿Es buena, no?
Me fascina su voz, su interpretación, su estilo; porque va bien para bailar, para pelear, para volar. Dime si no.
Entonces, la tormenta
Hasta allí las palabras de Miriam días previos a la declaración de cuarentena por el gobierno nacional salvadoreño. Mi estancia en el país fue de pocas horas más. Alcancé a volar de regreso. Desde entonces, la sucesión de semanas febriles limitó nuestra comunicación.
Nos volvimos a encontrar, vía WhatsApp, y me contó sobre la tempestad: «aquí todo el mundo pensaba que el virus no tendría alcance, que el clima tropical mataría el virus. Pero vertiginosamente todo se paralizó. Tuvimos que dejar de trabajar. No nos podíamos reunir. Luego se restringieron más y más las cosas, de forma más rápida de lo que podíamos reaccionar. Las medidas fueron y han sido drásticas, y no todos la pasan igual: hay quienes pueden «quedarse en casa», trabajar en su casa, con sus computadoras. Pero una inmensa mayoría no.
»La economía empeoró drásticamente. Nosotres no sabíamos qué hacer, cómo obtener alguna entradita. Solo atinamos a preparar comidas para los vendedores de la zona, del mercado. Acá no permiten otra cosa, solo vender alimentos y medicamentos. Así que con la comida hacemos algo. Pero el panorama está muy, muy, muy duro. Te imaginarás lo tormentoso que es para nosotras.»
Miriam hace alusión a los diferentes tipos de violencia, triste eje narrativo de las vidas trans: desigualdad, medidas policivas que se ensañan contra ellas, discriminación, restricciones en el acceso a la salud, expulsión de sus hogares. Y tantas, tantísimas formas de vulnerabilidad a las que se ven expuestas.
«¿Es posible retornar a la normalidad? No lo sabemos. Los niveles de inseguridad, incertidumbre y desigualdad están creciendo; lo mismo que la ansiedad. No sabemos a dónde irá a parar todo. Lo que sí está claro es que aquella “normalidad” que se vivía antes de la pandemia, ya era muy dura y violenta para nosotras. Y ésta situación no hace más que incrementarla. Las nubes son muy densas y oscuras».
* Los hechos y circunstancias aquí narrados son reales, pero el nombre de Miriam no es el original, fue reemplazado por cuestiones de seguridad.
Ésta historia se publica de manera simultánea y articulada entre Angular y KajaNegra.
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Migue Roth
Periodismo narrativo | Visual storyteller
Graduado en Comunicación y en Fotoperiodismo; se especializó en Periodismo en la respuesta a las crisis humanitarias. Freelance y docente universitario. Editor y fundador de Angular. Recorre Latinoamérica con el foco puesto en las problemáticas sociales y sus transformaciones.
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