«Sobrevivir es tu único trabajo», me dijo un holandés flaco de rostro severo durante un curso en el que enseñaba como debíamos comportarnos frente a situaciones extremas: secuestros, ciclones, tsunamis en zonas sin sistemas de alerta. También recuerdo que nos dijo algo así como: «cuando la vida está en juego, las emociones no cuentan»

Texto y fotos: Eric Itín

La lección de Ortensia

En Marzo, un ciclón de categoría 3 golpeó la costa de Mozambique con vientos de más de doscientos kilómetros por hora, correspondientes a la máxima categoría en la escala de Beaufort. Originado en el océano Índico, el ciclón “Idai” tocó tierra en la ciudad de Beira, provincia de Sofala, en su camino tierra adentro hacia Zimbabwe. Beira es la cuarta ciudad más grande de Mozambique, con una población de medio millón de personas. También es la ciudad más vulnerable del país frente a crecidas del mar, consecuencia normal de los ciclones tropicales: una crecida de un metro de agua por encima del nivel normal, es suficiente para inundar el 40% de la ciudad, incluyendo el aeropuerto.

Esta vez, el mar no fue compasivo. Con el puerto cerrado, los efectos escalaron a niveles internacionales ya que se detuvo también el comercio internacional de naciones sudafricanas como Zimbabwe, Malawi y Zambia, las cuales dependen de Beira en gran medida.

Las tempestades son recurrente por aquí, pero jamás de tal magnitud: «tres cuartos de la población en las áreas afectadas ya vivían por debajo de la línea de pobreza y eran socialmente vulnerables antes del ciclón».

En zonas rurales la situación fue, y aún es, mucho peor. La principal cosecha del año —que estaba a punto de ser recolectada—, se perdió. Los niveles de desnutrición (que eran alarmantes incluso antes del desastre) escalaron a niveles impresionantes, con más de 300.000 casos de malnutrición severa. Cientas de escuelas destruidas; más de 200.000 familias sin casa; rutas desaparecidas, hospitales sobrepasados, en ruinas o sin personal.

Millones de dólares en pérdidas, años demorará la reconstrucción de la infraestructura; más de mil muertos, dos millones y medio de personas que necesitan ayuda, y entre otros números alarmantes, están Antonio y Ortensia; nombres que los números ocultan, historias que el agua quiso pero no pudo tapar.

Un día más con vida

Desperté agotado debido a una jornada previa larga y extenuante. Preparé a las corridas mi mate mañanero con el gas de esa garrafa que amaga con terminarse todos los días. Subí al auto alquilado con otro miembro del equipo de emergencia; salimos a contactar incontable cantidad de personas para tratar de emparejar la velocidad y dinamismo de los acontecimientos con la del proceso de respuesta humanitaria. Manejamos hasta donde las rutas pantanosas destruidas por el ciclón nos dejaron avanzar y luego caminamos. Y así seguimos, en el ritmo frenético de tantos días anteriores: cambiar planes cada vez que sucede algo inesperado, frustrarse, discutir de forma acalorada sobre qué hacer y qué dejar de hacer; planear de nuevo. Tenemos necesidades a cada metro y el objetivo sagrado de encontrar a las personas más vulnerables. Responder a necesidades. Volver a empezar. Y tal vez dormir, si hay tiempo. La red telefónica anda mal, la electricidad es casi inexistente, de las rutas mejor ni hablar. Las distracciones se resumen en pozos violentos y barriales que desafían las habilidades de quienes manejan, los rebotes de cabezas dentro del auto y las puteadas producidas por el agua caliente del mate que vuela para todos lados de tanto en tanto quemándome manos y piernas. Seguimos en semejante frenesí hasta toparnos con Lamego, una barriada rural donde viven Ortensia y Antonio.

Los olores se intensifican, la humedad no cede, pero sí las discusiones de trabajo. El agua bajó, pero dejó sus efectos: el olor a podredumbre cubre la llanura. Las risas típicas de la niñez mozambiqueña están apagadas. Las plantaciones de maíz que se erguían con orgullo, están destruidas. El barro lo ocupa todo. Y allí, debajo de una estructura precaria sin techo ni paredes, me recibe amablemente Antonio.

Antonio Zeca tiene 78 años y toda la vida en el campo: lejos de cualquier centro de salud, sin acceso a agua potable, y —ahora— en dependencia de su familia para continuar viviendo. Se le notan los achaques de la edad en su caminar, en su áspera piel repleta de cicatrices y cortes, —unos cuantos mal curados—. Me saluda con un apretón fuerte y sonrisa amplia. La experiencia misma en los ojos y un deseo fuerte de seguir valiéndose por sí mismo, a pesar de las imposibilidades físicas que su cuerpo le impone. Cojea de la pierna izquierda, una herida reciente en la zona de la tibia limita aún más sus posibilidades.

—En esta aldea murieron 4 personas. La corriente del agua era muy fuerte y se llevó todo. Algunos vecinos no pudieron trepar los árboles a tiempo. Yo ya estoy viejo y no puedo moverme muy bien, si no fuera por Ortensia, hoy no estaría contándoles esto.

Ortensia asevera en silencio. Sus ojos vidriosos le dan vigencia a la pena.

Me intriga una llave que cuelga de su cuello. Le pregunto si era de su casa. Ortensia vuelve a afirmar con su cabeza mientras se limpia una lágrima rebelde. De su cuello pende el recuerdo y la esperanza de volver a tener —algún día, quizá— un lugar al cual llamar «casa».

Contra viento y marea

Mientras conversamos, una niña pasa a buscar agua. La única fuente es un pozo contaminado por la inundación que su familia cavó con palos y que les abastece en todas sus necesidades, desde beber hasta bañarse. El suelo blando pone en riesgo la estabilidad del pozo; una cubierta vieja hace las veces de sostén para evitar su derrumbe. Según UNICEF, «el porcentaje de la población rural de Mozambique con acceso a fuentes de agua segura es menor al 35%». La pequeña, toda su familia y el resto de la población de Lamego integran esa amplia mayoría desprovista.

En diferentes zonas afectadas, los trozos de madera y lonas plásticas—que en su momento fueron de las escuelas o centros comunitarios, ahora yacen dispersos en la llanura—, son distribuidos a las familias con mayor grado de vulnerabilidad. Esto se traduce también como la imposibilidad para miles de chicos de acceder a educación y tener un lugar apropiado para sus clases, mas allá de la sombra movediza de algún gran árbol.

Como el que me señala Antonio, para indicarme el que salvó su vida y la de su familia. Descalzos, caminan hacia el árbol. Yo los sigo. Intento imaginarlos recorriendo este mismo tramo tan solo unos días atrás, amenazados por el torrente.

Muchos vecinos de esta zona —al igual que Antonio y Ortensia—, pasaron días enteros trepados a los árboles de la zona, esperando que el agua baje lo suficiente como para poder salir a recolectar las pocas pertenencias que la inundación decidió dejar atrás.  Y por si no fueron suficientes las pérdidas materiales, otras aseguraron que estos días no se vayan a olvidar jamás. Ante la crecida, los bebés de la comunidad tuvieron la prioridad en los árboles. La seguridad transitoria ofrecida permitió a sus madres dejarlos allí mientras intentaban recuperar desesperadamente algunos bienes. Pero los violentos vientos y la desesperación amenazando todos los sentidos, incluyendo el pensamiento lógico, causó errores de cálculo. Algunos bebés ya no estuvieron ni en los árboles ni en los alrededores cuando sus madres volvieron a buscarlos minutos después.

Las experiencias convergen en el mismo punto: vieron la vida pasar frente a sus ojos; vecinos que no tuvieron la misma suerte y fueron arrastrados por el agua; los esfuerzos y logros materiales de toda una vida destruidos en horas; el hambre; la impotencia y frustración; su dignidad atacada desde todos los ángulos; la desesperación de no saber si su vida estaba a punto de terminar.

—Perdón Ortensia, pero ¿cómo hiciste para subir a Antonio al árbol, a casi tres metros de altura del suelo?

Esperaba una respuesta vinculada a la adrenalina, al miedo o incluso a un acto casi inconsciente. Pero Ortensia me dice: «No lo sé, yo creo que es amor», y todo alrededor se detiene en ese instante.

Ella sigue: «Dependemos mucho uno del otro y no me imagino como podría vivir sin él. Eso me hizo sacar fuerzas que no sabía que tenía para poder subirlo y salvarlo».

En ese momento volvió a mi mente la frase del holandés del curso de Seguridad en Emergencias; y se resignificó. Mozambique me enseñó que cuando la vida está en juego, las emociones no solo cuentan, sino que salvan.


De acuerdo con OCHA, UNICEF y IOM, alrededor de 2 millones de personas fueron afectadas por el Ciclón Idai y el Ciclón Kenneth solamente en Mozambique y todavía requieren ayuda. Al día de hoy, todavía hay más de medio millón de personas que no han recibido asistencia básica debido a la falta de dinero destinado a esta emergencia.

Eric Itín

Fotógrafo  |  Logística humanitaria

Terminó Ingeniería industrial, pero sus intereses lo alejaron hasta encontrar su lugar en la acción humanitaria. Trabaja, desde entonces, en una ONG internacional en emergencias y crisis globales, hace fotografía documental y escribe.